/ domingo 4 de agosto de 2019

Aquí Querétaro

Quería pintar un mural en El Tepetate; había, incluso, escogido ya el muro receptor de sus colores, y pretendía conseguir los apoyos suficientes para llevar a cabo la empresa artística, en la que colaborarían, seguramente, más manos dispuestas a hacer realidad su sueño.

Conocía bien el muro elegido, pues regularmente pasaba por ahí hasta la casa de sus padres, donde por entonces vivía, ante la necesidad de los muchos cuidados que su enfermedad requería. Era un muro amplio, abierto al viento y a la vista de los vecinos del populoso barrio, que eran también los suyos.

Pero no le alcanzó el tiempo, ni las fuerzas menguadas, ni la vida ya minada en exceso. Acabó por morir, poquito a poco y sin remedio, con el sueño en el tintero y la ilusión, incólume, a cuestas.

Julio Castillo descubrió, o se convenció, del mundo de la pintura en aquella mítica Casa de la Cultura que dirigían las hermanas Allende, en compañía de personajes tan fundamentales en su vida como Lirio Garduño, Gerardo Esquivel, Julio César Cervantes, Gustavo Pérez o Alfredo Juárez. Esa pintura que le llenó el espíritu y le transformó la existencia cuando estudiaba dibujo por las tardes después de concluir su jornada laboral como obrero en Kellogg’s.

Más tarde marcharía a Barcelona y a Holanda, escalas fundamentales en su formación como pintor, y regresaría a su Querétaro natal para, desde aquí, dar la batalla en el mundo del arte, esgrimiendo los pinceles de la rebeldía y la ruptura, pero también conservando matices de la tradición más ancestral de su entorno.

La enfermedad lo fue menguando, acabando con su fuerza y sus posibilidades creadoras, pero aún así, postrado en cama la mayor parte de su tiempo, logró crear algunas de sus últimas obras. Fue precisamente en esa, la etapa final de su vida, cuando pretendió pintar un mural en su barrio y para su gente, pero el tiempo y las fuerzas no le alcanzaron.

Sencillo y carismático, forjado a golpes de vida y necesidad, Julio Castillo se convirtió, con su muerte, en un icono de la pintura queretana, y hasta un premio de artes plásticas lleva su nombre en recuerdo de lo que fue. Su mural en El Tepetate nunca pudo hacerse, pero estoy seguro de que hubiese sido recibido con especial cariño y reconocimiento, como un legado más, colorido y fehaciente, de su obra y trayectoria.

Quería pintar un mural en El Tepetate; había, incluso, escogido ya el muro receptor de sus colores, y pretendía conseguir los apoyos suficientes para llevar a cabo la empresa artística, en la que colaborarían, seguramente, más manos dispuestas a hacer realidad su sueño.

Conocía bien el muro elegido, pues regularmente pasaba por ahí hasta la casa de sus padres, donde por entonces vivía, ante la necesidad de los muchos cuidados que su enfermedad requería. Era un muro amplio, abierto al viento y a la vista de los vecinos del populoso barrio, que eran también los suyos.

Pero no le alcanzó el tiempo, ni las fuerzas menguadas, ni la vida ya minada en exceso. Acabó por morir, poquito a poco y sin remedio, con el sueño en el tintero y la ilusión, incólume, a cuestas.

Julio Castillo descubrió, o se convenció, del mundo de la pintura en aquella mítica Casa de la Cultura que dirigían las hermanas Allende, en compañía de personajes tan fundamentales en su vida como Lirio Garduño, Gerardo Esquivel, Julio César Cervantes, Gustavo Pérez o Alfredo Juárez. Esa pintura que le llenó el espíritu y le transformó la existencia cuando estudiaba dibujo por las tardes después de concluir su jornada laboral como obrero en Kellogg’s.

Más tarde marcharía a Barcelona y a Holanda, escalas fundamentales en su formación como pintor, y regresaría a su Querétaro natal para, desde aquí, dar la batalla en el mundo del arte, esgrimiendo los pinceles de la rebeldía y la ruptura, pero también conservando matices de la tradición más ancestral de su entorno.

La enfermedad lo fue menguando, acabando con su fuerza y sus posibilidades creadoras, pero aún así, postrado en cama la mayor parte de su tiempo, logró crear algunas de sus últimas obras. Fue precisamente en esa, la etapa final de su vida, cuando pretendió pintar un mural en su barrio y para su gente, pero el tiempo y las fuerzas no le alcanzaron.

Sencillo y carismático, forjado a golpes de vida y necesidad, Julio Castillo se convirtió, con su muerte, en un icono de la pintura queretana, y hasta un premio de artes plásticas lleva su nombre en recuerdo de lo que fue. Su mural en El Tepetate nunca pudo hacerse, pero estoy seguro de que hubiese sido recibido con especial cariño y reconocimiento, como un legado más, colorido y fehaciente, de su obra y trayectoria.