/ domingo 3 de noviembre de 2019

Aquí Querétaro

Pareciera que en estos tiempos que corren las cosas deben ser, necesariamente, grandes, grandilocuentes, vastas, superlativas, para existir, o al menos, para ser vistas por un público demasiado distraído en nimiedades. Buscamos los récords, las grandezas aparentes, los ruidos mayúsculos, más que como formas de expresión, como el fondo mismo de nuestras empresas.

Y justamente en estas fechas, en momentos en los que nuestras tradiciones se ven amenazadas por otras venidas de lejos, pareciera que la única manera que se nos ocurre de salvarlas es magnificándolas. Eso, tomado la mejor de las visiones del asunto, porque, seguramente en demasiados casos, se trata tan solo de hacer ruido, mucho ruido, para existir.

Está el caso, por ejemplo, de los tradicionales altares de muertos, que en mis épocas de niñez y juventud eran caseros y se guiaban por cánones perfectamente establecidos; siempre dedicados a los muertos más queridos, con simbolismos en cada uno de sus detalles. Y aunque estas manifestaciones, por fortuna, aún subsisten, hoy también parecen haber sido presa de esos deseos de magnificencia.

Díganlo si no los variados ejemplos que por ahí abundan: esos altares monumentales que les llaman, y que ocupan plazas públicas con el lucimiento de una potente escenografía que, en muchos casos, quizá no tenga nada que ver con la tradición, pero que necesariamente obligan a la foto, a la socorrida “selfie”, al aplauso y al comentario halagador de propios y extraños.

En San Juan del Río, por ejemplo, este año colocaron, en el Jardín Independencia, lo que se ha catalogado como la calaverita de dulce más grande del mundo. Se llama “Cathy” en honor a una compañera fallecida de los alumnos del Instituto Coledi, quienes estuvieron trabajando en su montaje a lo largo de varias semanas. La calavera mide cinco metros con veinte centímetros, y pesa, según los cálculos realizados, una tonelada y media. Estará expuesta todo el mes de noviembre y no solo los días propios y relacionados con los difuntos.

En nuestra ciudad capital, por otro lado, se montó, como ya es tradicional, un monumental altar en Plaza de Armas, en esta ocasión en honor al insigne arquitecto Ignacio Mariano de las Casas, con una altura de ocho metros, y en algunas de las céntricas calles aledañas pueden apreciarse grandes reproducciones de la muñeca otomí nombrada como “Lele”, caracterizada de catrina, y con una flagrante invitación a la foto del recuerdo.

Y pensar que todo comenzó con nuestros altares tradicionales, ésos que cabían en la estancia familiar y que recordaban, con tan hondo cariño, a nuestros muertos. Y pensar que, hoy por hoy, lo que no es grande y notorio, lo que no es espectacular, está condenado a no existir.

Pareciera que en estos tiempos que corren las cosas deben ser, necesariamente, grandes, grandilocuentes, vastas, superlativas, para existir, o al menos, para ser vistas por un público demasiado distraído en nimiedades. Buscamos los récords, las grandezas aparentes, los ruidos mayúsculos, más que como formas de expresión, como el fondo mismo de nuestras empresas.

Y justamente en estas fechas, en momentos en los que nuestras tradiciones se ven amenazadas por otras venidas de lejos, pareciera que la única manera que se nos ocurre de salvarlas es magnificándolas. Eso, tomado la mejor de las visiones del asunto, porque, seguramente en demasiados casos, se trata tan solo de hacer ruido, mucho ruido, para existir.

Está el caso, por ejemplo, de los tradicionales altares de muertos, que en mis épocas de niñez y juventud eran caseros y se guiaban por cánones perfectamente establecidos; siempre dedicados a los muertos más queridos, con simbolismos en cada uno de sus detalles. Y aunque estas manifestaciones, por fortuna, aún subsisten, hoy también parecen haber sido presa de esos deseos de magnificencia.

Díganlo si no los variados ejemplos que por ahí abundan: esos altares monumentales que les llaman, y que ocupan plazas públicas con el lucimiento de una potente escenografía que, en muchos casos, quizá no tenga nada que ver con la tradición, pero que necesariamente obligan a la foto, a la socorrida “selfie”, al aplauso y al comentario halagador de propios y extraños.

En San Juan del Río, por ejemplo, este año colocaron, en el Jardín Independencia, lo que se ha catalogado como la calaverita de dulce más grande del mundo. Se llama “Cathy” en honor a una compañera fallecida de los alumnos del Instituto Coledi, quienes estuvieron trabajando en su montaje a lo largo de varias semanas. La calavera mide cinco metros con veinte centímetros, y pesa, según los cálculos realizados, una tonelada y media. Estará expuesta todo el mes de noviembre y no solo los días propios y relacionados con los difuntos.

En nuestra ciudad capital, por otro lado, se montó, como ya es tradicional, un monumental altar en Plaza de Armas, en esta ocasión en honor al insigne arquitecto Ignacio Mariano de las Casas, con una altura de ocho metros, y en algunas de las céntricas calles aledañas pueden apreciarse grandes reproducciones de la muñeca otomí nombrada como “Lele”, caracterizada de catrina, y con una flagrante invitación a la foto del recuerdo.

Y pensar que todo comenzó con nuestros altares tradicionales, ésos que cabían en la estancia familiar y que recordaban, con tan hondo cariño, a nuestros muertos. Y pensar que, hoy por hoy, lo que no es grande y notorio, lo que no es espectacular, está condenado a no existir.