/ domingo 12 de enero de 2020

Aquí Querétaro

Como tantos otros, y quizá también como usted, estimado lector, he sufrido en carne propia, o menor dicho, en espíritu propio, el cambio de joven a señor. Sí, esa transición que se da, sin que la hayas pedido y apenas sin darte cuenta, en la calle, en la tienda o en el restaurante; esa que, tras un “gracias”, o un “buenas tardes”, sigue ya no el “joven” de antaño, sino el “señor” de hogaño.

Esa visión que el mundo parece tener de ti, a pesar de tu propio pensar, de tus propios sentimientos, de tu creencia particular de ti mismo. Esa mirada exterior que te quiere convencer, a fuerza de insistencia, de que ya no eres el joven que sientes ser, sino, más bien, un señor con la apariencia correspondiente.

A casi todos, en mayor o menor medida, se nos complica esa pesarosa transición, sobre todo cuando quien nos dice “señor” es alguien “joven”, convencido de la diferencia de edades, sabedor de los años que seguramente nos separan.

Hace ya mucho que pasé por ahí. Incluso hace ya algún tiempo que, a fuerza de una insistencia molesta, el mundo me quiere convencer de que, más que señor a secas, soy ya un señor mayor. Como aquella taquillera de la feria de San Juan del Río que, hace algunos años, insistía que podía contar con un boleto de acceso a menor costo, aún sin traer a la mano mi credencial del Insen; o de aquel acomodador en un estacionamiento público que, tras advertirle que el lugar que me señalaba para estacionarme estaba reservado para personas con discapacidad, me espetó, con crueldad inaudita, un “y para personas mayores”.

El otro día escuché en la radio una noticia que me dejó helado. El reportero comentaba que había perdido la vida un anciano sexagenario, y yo casi choco (oía el noticiero manejando), de la puritita impresión, no del suceso en sí, sino de que se considerara a ese jovenzuelo un anciano.

Pero ahora ha llegado a mi vida una nueva experiencia que me inquieta en demasía. Desde hace algunos ayeres, no muchos, por cierto, cada vez con más insistencia, para saludarme o despedirse de mí, hay personas que anteponen el “don” a mi nombre; incluso hasta tres veces en tan solo dos días. Ya no el “señor” antes de mi apellido, sino el “don” antes de mi nombre de pila.

Algo de angustia ha entrado a mi cuerpo al reflexionar sobre ello, porque he llegado a la conclusión que el famoso “don” sólo se ocupa para tres tipos de personas: para los importantes, para los ricos, y para (¡hay de mí!) los viejos. Empiezo, sin remedio, a extrañar el simple “señor”.

ACOTACIÓN AL MARGEN

La anterior ha sido una semana triste ante el fallecimiento de personas protagonistas de la vida queretana en las últimas décadas. A los familiares de José Antonio, “Morris”, García Alcocer; Luz Virginia, “Luzby”, Alcocer Herrera; y Carlos Tirado, un abrazo sincero.

Como tantos otros, y quizá también como usted, estimado lector, he sufrido en carne propia, o menor dicho, en espíritu propio, el cambio de joven a señor. Sí, esa transición que se da, sin que la hayas pedido y apenas sin darte cuenta, en la calle, en la tienda o en el restaurante; esa que, tras un “gracias”, o un “buenas tardes”, sigue ya no el “joven” de antaño, sino el “señor” de hogaño.

Esa visión que el mundo parece tener de ti, a pesar de tu propio pensar, de tus propios sentimientos, de tu creencia particular de ti mismo. Esa mirada exterior que te quiere convencer, a fuerza de insistencia, de que ya no eres el joven que sientes ser, sino, más bien, un señor con la apariencia correspondiente.

A casi todos, en mayor o menor medida, se nos complica esa pesarosa transición, sobre todo cuando quien nos dice “señor” es alguien “joven”, convencido de la diferencia de edades, sabedor de los años que seguramente nos separan.

Hace ya mucho que pasé por ahí. Incluso hace ya algún tiempo que, a fuerza de una insistencia molesta, el mundo me quiere convencer de que, más que señor a secas, soy ya un señor mayor. Como aquella taquillera de la feria de San Juan del Río que, hace algunos años, insistía que podía contar con un boleto de acceso a menor costo, aún sin traer a la mano mi credencial del Insen; o de aquel acomodador en un estacionamiento público que, tras advertirle que el lugar que me señalaba para estacionarme estaba reservado para personas con discapacidad, me espetó, con crueldad inaudita, un “y para personas mayores”.

El otro día escuché en la radio una noticia que me dejó helado. El reportero comentaba que había perdido la vida un anciano sexagenario, y yo casi choco (oía el noticiero manejando), de la puritita impresión, no del suceso en sí, sino de que se considerara a ese jovenzuelo un anciano.

Pero ahora ha llegado a mi vida una nueva experiencia que me inquieta en demasía. Desde hace algunos ayeres, no muchos, por cierto, cada vez con más insistencia, para saludarme o despedirse de mí, hay personas que anteponen el “don” a mi nombre; incluso hasta tres veces en tan solo dos días. Ya no el “señor” antes de mi apellido, sino el “don” antes de mi nombre de pila.

Algo de angustia ha entrado a mi cuerpo al reflexionar sobre ello, porque he llegado a la conclusión que el famoso “don” sólo se ocupa para tres tipos de personas: para los importantes, para los ricos, y para (¡hay de mí!) los viejos. Empiezo, sin remedio, a extrañar el simple “señor”.

ACOTACIÓN AL MARGEN

La anterior ha sido una semana triste ante el fallecimiento de personas protagonistas de la vida queretana en las últimas décadas. A los familiares de José Antonio, “Morris”, García Alcocer; Luz Virginia, “Luzby”, Alcocer Herrera; y Carlos Tirado, un abrazo sincero.