/ domingo 8 de marzo de 2020

Aquí Querétaro

Finalmente llegué hasta el cementerio de Ceares aquella fría mañana, en la que, a pesar del sol, un vientecillo helado calaba sutilmente hasta los huesos. Me recibió un monumento para mí inesperado: Junto a la entrada, la carátula de un viejo reloj, con las manecillas detenidas para siempre; después sabría que era la reproducción ampliada de un reloj encontrado en la fosa, parado eternamente en aquel momento preciso.

Ya adentro, me conmovió encontrar mi apellido en aquella larga lista de nombres inscritos para siempre en el mármol, pero creo que aún más el mirar de frente aquellas grandes cuatro lápidas, colocadas a manera de trébol de cuatro hojas con una sencilla, escueta y fría, inscripción: Fosa I, Fosa II, Fosa III, Fosa IV.

Unos pasos más allá, en los linderos del cementerio hoy repleto de tumbas, un muro de blancas piedras que parecen resguardar aún, entre sus grietas, el rojo de la sangre. Un muro tapizado de placas recordatorias, homenajes personales o grupales a los que justo ahí, frente a él, fueron colocados para recibir las balas que acabarían con sus vidas.

La cantidad me abrasa las entrañas sólo de leerla en alguna de las placas: tres mil. Tres mil seres humanos que ahí perecieron frente a un pelotón de fusilamiento, viendo la ciudad de Gijón a la distancia y acabando por alimentar una fosa repleta de cadáveres sin nombre, entre los que estaba el reloj detenido que honra la entrada del camposanto.

Nada puede ser igual tras visitar el cementerio de Ceares, en Gijón. Nada queda estático en el alma al mirar aquel muro incólume al tiempo, tras observar las flores que se hacen viejas ante las fosas, pero que aún subsisten ocho décadas después de los tristes acontecimientos, cuando hubiese sido imposible e impensable colocarlas.

En la página número siete del libro de mármol donde se nombra a algunos de los ahí caídos, justo al amparo del año 1938, en el que más nombres abundan, resalta de inmediato el que busco: José Naredo Vega. Es todo lo que queda de aquel labrador de veintinueve años, militante socialista, soltero, que se alisto voluntario al frente de una guerra sin ingeniería y condenada a la derrota; eso y mi doloroso y silencioso homenaje, mientras el vientecillo frío del Cantábrico me roza el rostro.

Afuera del cementerio, en el Parque de los Pericones y sus alrededores, la vida transcurre en paz: el hombre que pasea a su perro, los viejos que conviven alrededor de una banca, la jovencita que trota en ropa deportiva… Y un reloj con las manecillas detenidas para siempre.

Finalmente llegué hasta el cementerio de Ceares aquella fría mañana, en la que, a pesar del sol, un vientecillo helado calaba sutilmente hasta los huesos. Me recibió un monumento para mí inesperado: Junto a la entrada, la carátula de un viejo reloj, con las manecillas detenidas para siempre; después sabría que era la reproducción ampliada de un reloj encontrado en la fosa, parado eternamente en aquel momento preciso.

Ya adentro, me conmovió encontrar mi apellido en aquella larga lista de nombres inscritos para siempre en el mármol, pero creo que aún más el mirar de frente aquellas grandes cuatro lápidas, colocadas a manera de trébol de cuatro hojas con una sencilla, escueta y fría, inscripción: Fosa I, Fosa II, Fosa III, Fosa IV.

Unos pasos más allá, en los linderos del cementerio hoy repleto de tumbas, un muro de blancas piedras que parecen resguardar aún, entre sus grietas, el rojo de la sangre. Un muro tapizado de placas recordatorias, homenajes personales o grupales a los que justo ahí, frente a él, fueron colocados para recibir las balas que acabarían con sus vidas.

La cantidad me abrasa las entrañas sólo de leerla en alguna de las placas: tres mil. Tres mil seres humanos que ahí perecieron frente a un pelotón de fusilamiento, viendo la ciudad de Gijón a la distancia y acabando por alimentar una fosa repleta de cadáveres sin nombre, entre los que estaba el reloj detenido que honra la entrada del camposanto.

Nada puede ser igual tras visitar el cementerio de Ceares, en Gijón. Nada queda estático en el alma al mirar aquel muro incólume al tiempo, tras observar las flores que se hacen viejas ante las fosas, pero que aún subsisten ocho décadas después de los tristes acontecimientos, cuando hubiese sido imposible e impensable colocarlas.

En la página número siete del libro de mármol donde se nombra a algunos de los ahí caídos, justo al amparo del año 1938, en el que más nombres abundan, resalta de inmediato el que busco: José Naredo Vega. Es todo lo que queda de aquel labrador de veintinueve años, militante socialista, soltero, que se alisto voluntario al frente de una guerra sin ingeniería y condenada a la derrota; eso y mi doloroso y silencioso homenaje, mientras el vientecillo frío del Cantábrico me roza el rostro.

Afuera del cementerio, en el Parque de los Pericones y sus alrededores, la vida transcurre en paz: el hombre que pasea a su perro, los viejos que conviven alrededor de una banca, la jovencita que trota en ropa deportiva… Y un reloj con las manecillas detenidas para siempre.