/ domingo 15 de marzo de 2020

Aquí Querétaro

Pueblos desiertos


Hay un mundo donde la población en lugar de crecer decrece; donde las oportunidades para los jóvenes parecen haberse extinguido y donde los oficios tradicionales de antaño no reúnen las condiciones elementales para subsistir con las satisfactores que hoy ya son básicos.

Las pequeñas aldeas siguen ahí, pero su alma, su preciado contenido, ha disminuido sin remedio, y al parecer, para siempre.

Vega de Cien, el pueblo de mi padre, sigue mostrando sus viejas casonas (y alguna nueva también), sus ancestrales hórreos y sus pajares, junto a las aguas del río Sella; también su antigua iglesia, donde algunas inscripciones relatan su impresionante historia.

Argolibio, el de mi madre, duerme entre montañas, un poco más allá, apenas sobresaltado por alguna televisión que, con el volumen a tope, parece salirse de la intimidad de los muros de cualquier casa habitada por algún viejo sordo y abrazar a la aldea entera. También ahí está la pequeña capilla, con su minúsculo portal, recordándonos un pasado.

Pero ni en Vega de Cien ni en Argolibio están ya los entrañables viejos que tanto sentido le daban otrora. Han muerto Honorina, Perfecto, Camilo, Marino, Celesta y Damasia, y han dejado su espacio marchitándose en el olvido.

Están todavía algunos primos, sí, esas viejas casinas con corredor, los vetustos hórreos y algunas cuadras, viendo pasar el tiempo, pero ya no están ellos, los viejos, los que tanto motivo eran de añoranza y de deseo de regreso.

A la salida del pueblo paterno, rumbo al materno, una solitaria construcción blanca que algún día fue la escuela de todo el contorno permanece cerrada a piedra y lodo, con el silencio echándole en cara a la vida aquella ausencia de niños, aquella cátedra del profesor rural, aquella inocente forma de iniciarse en el mundo.

Llegar hoy a Vega de Cien, o a Argolibio, como a todos aquellos pueblos de la zona, tiene algo de un dolor irremediable, y es como si se tuviese que compartir los recueros, muchos esos sí, con uno mismo. Ya no están los viejos, los entrañables personajes que detrás de la puerta le daban mucho más sentido a un viaje tan largo; los que sacaban de la chistera, en el escaño de la cocina, las anécdotas de antaño; los que extraían del “untu” aquel chorizo que, tras freírse sobre la lumbre de la cocina de leña, representaba el mayor de los manjares.

Hay pueblos cuya población, en lugar de crecer, decrece, y provoca la creación de políticas públicas, aún inútiles, para atraer a los jóvenes. Son pueblos donde, de pronto, un granadino como Manolo, amante de la naturaleza, decide restaurar una vieja casona y convertirla en su hogar, o donde una pareja de belgas transforma una edificación en la montaña en un reducto de paz. Pueblos que, a pesar de ello, siguen perdiendo población cada año.

¿Quién podrá ahora reafirmar aquel momento vivido por esos viejos, que hoy no están, siendo niños? ¿Quién me confirmará que todas esas aventuras escuchadas, esas anécdotas repetidas en casa, de niño, no fueron solo un sueño?

Pueblos desiertos


Hay un mundo donde la población en lugar de crecer decrece; donde las oportunidades para los jóvenes parecen haberse extinguido y donde los oficios tradicionales de antaño no reúnen las condiciones elementales para subsistir con las satisfactores que hoy ya son básicos.

Las pequeñas aldeas siguen ahí, pero su alma, su preciado contenido, ha disminuido sin remedio, y al parecer, para siempre.

Vega de Cien, el pueblo de mi padre, sigue mostrando sus viejas casonas (y alguna nueva también), sus ancestrales hórreos y sus pajares, junto a las aguas del río Sella; también su antigua iglesia, donde algunas inscripciones relatan su impresionante historia.

Argolibio, el de mi madre, duerme entre montañas, un poco más allá, apenas sobresaltado por alguna televisión que, con el volumen a tope, parece salirse de la intimidad de los muros de cualquier casa habitada por algún viejo sordo y abrazar a la aldea entera. También ahí está la pequeña capilla, con su minúsculo portal, recordándonos un pasado.

Pero ni en Vega de Cien ni en Argolibio están ya los entrañables viejos que tanto sentido le daban otrora. Han muerto Honorina, Perfecto, Camilo, Marino, Celesta y Damasia, y han dejado su espacio marchitándose en el olvido.

Están todavía algunos primos, sí, esas viejas casinas con corredor, los vetustos hórreos y algunas cuadras, viendo pasar el tiempo, pero ya no están ellos, los viejos, los que tanto motivo eran de añoranza y de deseo de regreso.

A la salida del pueblo paterno, rumbo al materno, una solitaria construcción blanca que algún día fue la escuela de todo el contorno permanece cerrada a piedra y lodo, con el silencio echándole en cara a la vida aquella ausencia de niños, aquella cátedra del profesor rural, aquella inocente forma de iniciarse en el mundo.

Llegar hoy a Vega de Cien, o a Argolibio, como a todos aquellos pueblos de la zona, tiene algo de un dolor irremediable, y es como si se tuviese que compartir los recueros, muchos esos sí, con uno mismo. Ya no están los viejos, los entrañables personajes que detrás de la puerta le daban mucho más sentido a un viaje tan largo; los que sacaban de la chistera, en el escaño de la cocina, las anécdotas de antaño; los que extraían del “untu” aquel chorizo que, tras freírse sobre la lumbre de la cocina de leña, representaba el mayor de los manjares.

Hay pueblos cuya población, en lugar de crecer, decrece, y provoca la creación de políticas públicas, aún inútiles, para atraer a los jóvenes. Son pueblos donde, de pronto, un granadino como Manolo, amante de la naturaleza, decide restaurar una vieja casona y convertirla en su hogar, o donde una pareja de belgas transforma una edificación en la montaña en un reducto de paz. Pueblos que, a pesar de ello, siguen perdiendo población cada año.

¿Quién podrá ahora reafirmar aquel momento vivido por esos viejos, que hoy no están, siendo niños? ¿Quién me confirmará que todas esas aventuras escuchadas, esas anécdotas repetidas en casa, de niño, no fueron solo un sueño?