/ domingo 29 de marzo de 2020

Aquí Querétaro

Aquel ambiente, aquel espacio, aquella tiniebla tras las cortinas, pero, sobre todo, aquel olor, se me quedaron aprisionados indeleblemente en algún rincón de la memoria, dispuestos a salir a cualquier provocación.

El auditorio del Instituto Queretano, levantado justo junto a la capilla y la alta chimenea que evidencia el pasado del inmueble, tiene ventanales a lo largo de uno de sus muros, y por butacas se ofrecen, al público que ahí asiste, largas bancas de madera, como de templo. El escenario -la especie de altar del frente- es más elevado, pequeño, pero con lo indispensable para su funcionamiento: bambalinas de tela negra, diablas en el techo, y algunos reflectores caseros que pueden ser manejados desde una improvisada consola, justo a uno de los costados, detrás de alguna pierna.

Atrás, los camerinos son más bien bodegas arropadas por las piedras originales y centenarias del edificio. Bodegas sí, pero con ese hálito que sólo puede brindar un teatro, con ese olor característico y dos o tres muestras de un vestuario que algún día estuvo en escena.

Al menos así era en mayo de 1972, y creo que no ha cambiado demasiado.

Como supongo pasa con el primer quirófano de un cirujano, o con la inicial casa de un arquitecto, el primer teatro de un actor se transforma en un espacio idílico, inigualable, insubstituible, siempre presto a llevarnos una sonrisa al rosto en tiempos de apremio.

Ahí, sobre el escenario del auditorio de aquella escuela de maristas, interpretando a un viejo tembleque al que le era imposible quedarse quieto al momento de una fotografía, descubrí los dulces aromas del teatro. Yo, que era un adolescente perdido entre otros muchos en la cotidianidad de las clases diarias, de pronto fui alguien más allá de mi mismo, capaz de ser visto.

Luego vinieron muchas y muy diversas experiencias, casi todas maravillosas. Las puestas en escena dirigidas por el maestro Cabrera y licenciado Ramírez Álvarez, aquella etapa riquísima en un Corral de Comedias que apenas empezaba, con Paco Rabell como alma y motor; las enseñanzas de Leonardo Kosta, las de Susana Alexander y Roberto D´Amico, la aventura de una nueva compañía como fue “Teatro de la Media Luna”, mi paso por La Fábrica de Alonso Barrera, y el conocimiento de personajes entrañables como el mismísimo Eugenio Barba.

El escenario, desde aquella noche de mayo del 72, nunca me abandonó del todo, como tampoco lo hizo la sensación producida por aquel espacio entrañable del auditorio del Instituto Queretano, donde sentí, por primera vez, desde la oscuridad de un patio de butacas, a ese público que le da razón de ser a la necedad de contar historias.

Desde hace más de año y medio una nueva aventura teatral, ésta acariciada como un sueño desde siempre, se hizo realidad con “Cien Teatro”, el espacio donde procuro vivir de y para esa disciplina artística apasionante, pero, durante ya dos semanas, ese espacio, como todos los teatros, permanece cerrado a causa de la contingencia sanitaria. Sin teatro, como todos, conmemoró el Día Mundial del Teatro, el pasado viernes.

Y fue el viernes precisamente, en fecha tan significada, cuando los recuerdos de aquel teatro de mi adolescencia me asaltaron con fuerza. Parece que no han pasado casi cuarenta y siete años desde que subí al escenario con vestuario y maquillaje de viejo tembleque y escuché las primeras risas que se prodigaban desde la oscuridad tras la cuarta pared. Parece que el tiempo no ha pasado, a decir de ese olor característico que aún me parece sentir en la nariz, de esa extraña sensación que me embarga las entrañas y me hace creer en un mundo mejor.

Aquel ambiente, aquel espacio, aquella tiniebla tras las cortinas, pero, sobre todo, aquel olor, se me quedaron aprisionados indeleblemente en algún rincón de la memoria, dispuestos a salir a cualquier provocación.

El auditorio del Instituto Queretano, levantado justo junto a la capilla y la alta chimenea que evidencia el pasado del inmueble, tiene ventanales a lo largo de uno de sus muros, y por butacas se ofrecen, al público que ahí asiste, largas bancas de madera, como de templo. El escenario -la especie de altar del frente- es más elevado, pequeño, pero con lo indispensable para su funcionamiento: bambalinas de tela negra, diablas en el techo, y algunos reflectores caseros que pueden ser manejados desde una improvisada consola, justo a uno de los costados, detrás de alguna pierna.

Atrás, los camerinos son más bien bodegas arropadas por las piedras originales y centenarias del edificio. Bodegas sí, pero con ese hálito que sólo puede brindar un teatro, con ese olor característico y dos o tres muestras de un vestuario que algún día estuvo en escena.

Al menos así era en mayo de 1972, y creo que no ha cambiado demasiado.

Como supongo pasa con el primer quirófano de un cirujano, o con la inicial casa de un arquitecto, el primer teatro de un actor se transforma en un espacio idílico, inigualable, insubstituible, siempre presto a llevarnos una sonrisa al rosto en tiempos de apremio.

Ahí, sobre el escenario del auditorio de aquella escuela de maristas, interpretando a un viejo tembleque al que le era imposible quedarse quieto al momento de una fotografía, descubrí los dulces aromas del teatro. Yo, que era un adolescente perdido entre otros muchos en la cotidianidad de las clases diarias, de pronto fui alguien más allá de mi mismo, capaz de ser visto.

Luego vinieron muchas y muy diversas experiencias, casi todas maravillosas. Las puestas en escena dirigidas por el maestro Cabrera y licenciado Ramírez Álvarez, aquella etapa riquísima en un Corral de Comedias que apenas empezaba, con Paco Rabell como alma y motor; las enseñanzas de Leonardo Kosta, las de Susana Alexander y Roberto D´Amico, la aventura de una nueva compañía como fue “Teatro de la Media Luna”, mi paso por La Fábrica de Alonso Barrera, y el conocimiento de personajes entrañables como el mismísimo Eugenio Barba.

El escenario, desde aquella noche de mayo del 72, nunca me abandonó del todo, como tampoco lo hizo la sensación producida por aquel espacio entrañable del auditorio del Instituto Queretano, donde sentí, por primera vez, desde la oscuridad de un patio de butacas, a ese público que le da razón de ser a la necedad de contar historias.

Desde hace más de año y medio una nueva aventura teatral, ésta acariciada como un sueño desde siempre, se hizo realidad con “Cien Teatro”, el espacio donde procuro vivir de y para esa disciplina artística apasionante, pero, durante ya dos semanas, ese espacio, como todos los teatros, permanece cerrado a causa de la contingencia sanitaria. Sin teatro, como todos, conmemoró el Día Mundial del Teatro, el pasado viernes.

Y fue el viernes precisamente, en fecha tan significada, cuando los recuerdos de aquel teatro de mi adolescencia me asaltaron con fuerza. Parece que no han pasado casi cuarenta y siete años desde que subí al escenario con vestuario y maquillaje de viejo tembleque y escuché las primeras risas que se prodigaban desde la oscuridad tras la cuarta pared. Parece que el tiempo no ha pasado, a decir de ese olor característico que aún me parece sentir en la nariz, de esa extraña sensación que me embarga las entrañas y me hace creer en un mundo mejor.