/ domingo 19 de julio de 2020

Aquí Querétaro

La joven mujer salió corriendo de su humilde casa, en los alrededores del barrio de La Piedad, en busca desesperada de ayuda. Eran los setentas, y, por tanto, no había posibilidades de contar con un teléfono celular para llamar algún taxi, o clamar por una ambulancia ante la emergencia, así que no encontró otra opción que buscar ayuda en la calle cercana, la de Prolongación Tecnológico, semi desierta de automóviles.

Aquella tarde salía de su casa, conduciendo una pick up Datsun, verde de color, un adolescente que no llevaba demasiado tiempo de asumirse como automovilista, con un permiso del entonces departamento de tránsito, y los nervios propios de quien mira la Avenida del Río como una autopista para profesionales. Había salido de su hogar para dar unas vueltas de práctica por las canchas de tierra llaneras que servirían, con el tiempo, de asentamiento a la colonia La Florida.

La mujer se topó, apenas llegó a la par de la calle asfaltada, y adornada con múltiples baches, con aquella camionetita verde y le hizo la parada, moviendo los brazos como aspas, gritando de desesperación; se acercó a la ventanilla del espacio libre del copiloto, implorando ayuda para llevar a su pequeño hijo al hospital más cercano. Tras el volante, el adolescente, con el susto en el rostro, aceptó, y ella regresó, igualmente corriendo, a su morada, para volver casi de inmediato con el niño, apenas vestido con una trusa blanca, en brazos.

Fue entonces, cuando la mujer y su vástago subieron a la estrecha cabina de la Datsun, cuando el adolescente conoció el olor intenso de la piel quemada. Tras pedir que los llevara al primer hospital posible, la madre parecía rezar muy bajito, mientras el pequeño lloriqueaba y mostraba la mitad del cuerpo, justo la que daba hacia el novato conductor, en carne viva. Era el resultado de un accidente muy común en las cocinas: las del pequeño que se asoma a ver lo que está sobre la estufa y su contenido se vierte sobre él.

Un conductor acaso más maduro, o una madre sin la angustia frenética del apremio, hubiesen discurrido en la relativa cercanía de la Cruz Roja, en la calle de Hidalgo, pero el jovencito, totalmente solo ante la mirada un tanto ausente de la mujer y el llanto del pequeño, emprendió la marcha por la Avenida del Río, a la que ahora no vio tan peligrosa, y se dirigió al Hospital del Sagrado Corazón, del que conocía bien su ubicación, de paso a su escuela de toda la vida, y donde había padecido, años atrás, los avatares de una cirugía.

Estacionó la camionetita a la sombra de los impresionantes laureles de frente al nosocomio; la madre bajó, y, a la distancia, con el llanto del niño llenándole los oídos, y el olor, el profundo olor, la nariz, la observó hablar brevemente con dos monjas de blanquísimo hábito. Regresó pronto, pero volvió a subirse, y con idéntica angustia clamó por otro hospital. Las religiosas se habían negado a recibir a su pequeño.

El adolescente, cada vez más preocupado, condujo como experto hasta alcanzar La Calzada y dirigirse a la bella construcción de Santa Rosa de Viterbo. Estacionó nuevamente la Datsun a la par de la acera ya adoquinada, justo frente al Hospital del mismo nombre del templo. La mujer volvió a bajar, y otra vez el mismo sonido del llanto de un niño, el mismo inolvidable olor de la piel quemada.

La madre regresó pronto, aunque ahora tomó rápidamente a su hijo en brazos y lo condujo al interior. Apenas un “gracias” y la marcha sin volver el rostro, con la prisa de quien sabe la importancia del tiempo. El automovilista inexperto notó entonces que la mujer llevaba en la mano una pequeña cartera negra, en cuyo interior acaso se guarecería el único capital que poseía.

Muchas décadas han pasado desde entonces. Y también desde entonces, aquel adolescente, que soy yo mismo, se preguntó siempre si había acertado en la elección del hospital, y si aquel niño se recuperó de sus terribles heridas. En el olfato se le quedó para siempre el recuerdo de ese olor, un olor que, de alguna manera, le marcó la vida.

La joven mujer salió corriendo de su humilde casa, en los alrededores del barrio de La Piedad, en busca desesperada de ayuda. Eran los setentas, y, por tanto, no había posibilidades de contar con un teléfono celular para llamar algún taxi, o clamar por una ambulancia ante la emergencia, así que no encontró otra opción que buscar ayuda en la calle cercana, la de Prolongación Tecnológico, semi desierta de automóviles.

Aquella tarde salía de su casa, conduciendo una pick up Datsun, verde de color, un adolescente que no llevaba demasiado tiempo de asumirse como automovilista, con un permiso del entonces departamento de tránsito, y los nervios propios de quien mira la Avenida del Río como una autopista para profesionales. Había salido de su hogar para dar unas vueltas de práctica por las canchas de tierra llaneras que servirían, con el tiempo, de asentamiento a la colonia La Florida.

La mujer se topó, apenas llegó a la par de la calle asfaltada, y adornada con múltiples baches, con aquella camionetita verde y le hizo la parada, moviendo los brazos como aspas, gritando de desesperación; se acercó a la ventanilla del espacio libre del copiloto, implorando ayuda para llevar a su pequeño hijo al hospital más cercano. Tras el volante, el adolescente, con el susto en el rostro, aceptó, y ella regresó, igualmente corriendo, a su morada, para volver casi de inmediato con el niño, apenas vestido con una trusa blanca, en brazos.

Fue entonces, cuando la mujer y su vástago subieron a la estrecha cabina de la Datsun, cuando el adolescente conoció el olor intenso de la piel quemada. Tras pedir que los llevara al primer hospital posible, la madre parecía rezar muy bajito, mientras el pequeño lloriqueaba y mostraba la mitad del cuerpo, justo la que daba hacia el novato conductor, en carne viva. Era el resultado de un accidente muy común en las cocinas: las del pequeño que se asoma a ver lo que está sobre la estufa y su contenido se vierte sobre él.

Un conductor acaso más maduro, o una madre sin la angustia frenética del apremio, hubiesen discurrido en la relativa cercanía de la Cruz Roja, en la calle de Hidalgo, pero el jovencito, totalmente solo ante la mirada un tanto ausente de la mujer y el llanto del pequeño, emprendió la marcha por la Avenida del Río, a la que ahora no vio tan peligrosa, y se dirigió al Hospital del Sagrado Corazón, del que conocía bien su ubicación, de paso a su escuela de toda la vida, y donde había padecido, años atrás, los avatares de una cirugía.

Estacionó la camionetita a la sombra de los impresionantes laureles de frente al nosocomio; la madre bajó, y, a la distancia, con el llanto del niño llenándole los oídos, y el olor, el profundo olor, la nariz, la observó hablar brevemente con dos monjas de blanquísimo hábito. Regresó pronto, pero volvió a subirse, y con idéntica angustia clamó por otro hospital. Las religiosas se habían negado a recibir a su pequeño.

El adolescente, cada vez más preocupado, condujo como experto hasta alcanzar La Calzada y dirigirse a la bella construcción de Santa Rosa de Viterbo. Estacionó nuevamente la Datsun a la par de la acera ya adoquinada, justo frente al Hospital del mismo nombre del templo. La mujer volvió a bajar, y otra vez el mismo sonido del llanto de un niño, el mismo inolvidable olor de la piel quemada.

La madre regresó pronto, aunque ahora tomó rápidamente a su hijo en brazos y lo condujo al interior. Apenas un “gracias” y la marcha sin volver el rostro, con la prisa de quien sabe la importancia del tiempo. El automovilista inexperto notó entonces que la mujer llevaba en la mano una pequeña cartera negra, en cuyo interior acaso se guarecería el único capital que poseía.

Muchas décadas han pasado desde entonces. Y también desde entonces, aquel adolescente, que soy yo mismo, se preguntó siempre si había acertado en la elección del hospital, y si aquel niño se recuperó de sus terribles heridas. En el olfato se le quedó para siempre el recuerdo de ese olor, un olor que, de alguna manera, le marcó la vida.