/ domingo 30 de agosto de 2020

Aquí Querétaro

Aquella música de viento irremediablemente me despertaba de madrugada. Una música que recorría el barrio anunciando la fiesta anual, y que hacía sus necesarios descansos en sitios específicos, como era el caso de la popular “Las quince letras”, casi frente a mi ventana.

Un sonido que, interpretado por aquellos músicos itinerantes, marcaba el inicio, aún de noche, de lo que sería una celebración más de San Agustín, que tenía por corazón mismo el sencillo, pero bello y barroco, templo enclavado en el tradicional barrio de El Retablo.

Una fiesta que congregaba no sólo a los vecinos de ese popular barrio, sino también a los de La Piedad, y algunos otros venidos de las cercanías de un territorio que, de alguna manera, era también Querétaro sin serlo.

Semanas atrás, siempre en domingo por la tarde, el atrio del templo se llenaba de mesas y un sonido rústico de altavoz iba saturando el tiempo con los nombres tradicionales de la lotería; un sonido éste que se quedó adherido a mi memoria y que parece que aún escucho, a tantas décadas de distancia, cada uno de mis domingos actuales.

Aquella, la de San Agustín del Retablo, era una fiesta tradicional, de barrio, de esencia misma de lo que es nuestro pueblo, que revestía, alrededor de las celebraciones religiosas, un ambiente de color, de sabor, y, sobre todo, de sonido.

En el domingo más cercano al 28 de agosto, se instalaban los puestos de muy diversos artículos en venta, y también, preponderantemente, los de los antojitos que saciarían el hambre de los cientos, acaso miles, de asistentes. Quienes hasta San Agustín del Retablo se acercaban en ese domingo de agosto, abarrotaban el atrio, pero también buena parte de la calle Jericó, que se iniciaba desde la puerta misma del templo, y también la de la prolongación Tecnológico, otrora carretera a San Miguel de Allende. Era tal la cantidad de gente, que la circulación vehicular se cortaba de tajo.

Aquellos domingos previos, los de la lotería cantada en altavoces, parecía haber de todo en el sencillo atrio agustino, y hasta incluso, según recuerdo con claridad, jovencitos con muletas de torero haciendo ante otros compañeros que simulaban al burel, lidias imaginarias. Aquellos domingos la comunidad se iba agrupando y se preparaba para el clímax de su fiesta anual.

Con el paso del tiempo, el templo de San Agustín del Retablo ha sufrido modificaciones, que los vecinos, de a poco, han ido logrando, pero conserva su esencia, su estructura histórica y su encanto. A su alrededor, como siempre, se sigue celebrando su fiesta, aunque este año, gracias a la pandemia que padecemos, tristemente no contará con el sabor de sus multitudes rindiendo tributo a sus tradiciones.

Sin embargo, esta noche de domingo, apenas unos días después del 28 de agosto, me pareció escuchar, de madrugada y a kilómetros de su emisión, esa música de viento que me despertaba de niño; esas notas que me remitieron a un tiempo ido en la distancia, pero nunca del corazón.

Aquella música de viento irremediablemente me despertaba de madrugada. Una música que recorría el barrio anunciando la fiesta anual, y que hacía sus necesarios descansos en sitios específicos, como era el caso de la popular “Las quince letras”, casi frente a mi ventana.

Un sonido que, interpretado por aquellos músicos itinerantes, marcaba el inicio, aún de noche, de lo que sería una celebración más de San Agustín, que tenía por corazón mismo el sencillo, pero bello y barroco, templo enclavado en el tradicional barrio de El Retablo.

Una fiesta que congregaba no sólo a los vecinos de ese popular barrio, sino también a los de La Piedad, y algunos otros venidos de las cercanías de un territorio que, de alguna manera, era también Querétaro sin serlo.

Semanas atrás, siempre en domingo por la tarde, el atrio del templo se llenaba de mesas y un sonido rústico de altavoz iba saturando el tiempo con los nombres tradicionales de la lotería; un sonido éste que se quedó adherido a mi memoria y que parece que aún escucho, a tantas décadas de distancia, cada uno de mis domingos actuales.

Aquella, la de San Agustín del Retablo, era una fiesta tradicional, de barrio, de esencia misma de lo que es nuestro pueblo, que revestía, alrededor de las celebraciones religiosas, un ambiente de color, de sabor, y, sobre todo, de sonido.

En el domingo más cercano al 28 de agosto, se instalaban los puestos de muy diversos artículos en venta, y también, preponderantemente, los de los antojitos que saciarían el hambre de los cientos, acaso miles, de asistentes. Quienes hasta San Agustín del Retablo se acercaban en ese domingo de agosto, abarrotaban el atrio, pero también buena parte de la calle Jericó, que se iniciaba desde la puerta misma del templo, y también la de la prolongación Tecnológico, otrora carretera a San Miguel de Allende. Era tal la cantidad de gente, que la circulación vehicular se cortaba de tajo.

Aquellos domingos previos, los de la lotería cantada en altavoces, parecía haber de todo en el sencillo atrio agustino, y hasta incluso, según recuerdo con claridad, jovencitos con muletas de torero haciendo ante otros compañeros que simulaban al burel, lidias imaginarias. Aquellos domingos la comunidad se iba agrupando y se preparaba para el clímax de su fiesta anual.

Con el paso del tiempo, el templo de San Agustín del Retablo ha sufrido modificaciones, que los vecinos, de a poco, han ido logrando, pero conserva su esencia, su estructura histórica y su encanto. A su alrededor, como siempre, se sigue celebrando su fiesta, aunque este año, gracias a la pandemia que padecemos, tristemente no contará con el sabor de sus multitudes rindiendo tributo a sus tradiciones.

Sin embargo, esta noche de domingo, apenas unos días después del 28 de agosto, me pareció escuchar, de madrugada y a kilómetros de su emisión, esa música de viento que me despertaba de niño; esas notas que me remitieron a un tiempo ido en la distancia, pero nunca del corazón.