/ domingo 20 de septiembre de 2020

Aquí Querétaro

Aunque nos parezca ya tan cotidiano y común, no deja de ser un extraño rito; una costumbre, repetida anualmente, que se vuelve, a falta de otras más exaltantes posibilidades, en asidero a nuestro patriotismo y nuestro orgullo nacional.

Si lo miráramos desde fuera, con la flemática posición de un inglés, o la fría condición de un noruego, el famoso “Grito” no dejaría de causarnos asombro: Una ceremonia donde, año con año, desde un balcón o desde un tapanco, se gritan vivas a los mismos héroes nacionales, y donde las sorpresas se reducen a un nuevo “héroe” o a una equivocación que le da, finalmente, sabor a un caldo sobradamente degustado.

Un funcionario público que grita, muchas veces con entonaciones falsas, y una muchedumbre que contesta con vivas las arengas, como si en ello se le fuera la vida, y con ello demostrara lo buen mexicano que es. Una práctica que baja desde lo más alto de las investiduras gubernamentales hasta los embajadores, los alcaldes, los presidentes de colonias o los dirigentes de clubes privados, y que se convierte en necesario, obligado e insubstituible, festín patrio.

La ceremonia del “Grito”, predecible como ninguna otra, quizá representa para los gobernantes, más allá incluso de sus tomas de protesta, el momento culmen de su quehacer institucional, aquel en el que, despojado de su condición humana, parece elevarse a otro estatus que nunca olvidará, que lo dejará marcado para siempre, que será el orgullo de sus nietos. El primer “Grito”, y también el último, de una administración, representa la culminación de una fatigada carrera hasta la cúspide aquel, y conlleva una agria nostalgia éste.

Dicen que fue Porfirio Díaz quien la instituyó en los tiempos de su largo periplo todopoderoso, y que incluso, cambió la tradicional fecha del 16 de septiembre, cuando había sucedido el acontecimiento que rememora, a la noche anterior, la del quince, donde, curiosamente, celebraba su cumpleaños, como si quisiera hacer más grande la celebración, que, por entonces, podría seguramente considerarse tan familiar como patria.

Las cosas no cambiaron mucho desde entonces. El “Grito” fue arropado con pasión por los mexicanos, y los gobernantes, de algún modo también tan poderosos, en su entorno y sus circunstancias, como don Porfirio, lo convirtieron en su momento vértice, en el episodio más señalado de su transitar por el poder.

Desde Palacio Nacional hasta cada una de las sedes gubernamentales de los Estados de la Nación, el “Grito” se apega a los cánones establecidos y se abre paso vigorosamente, dejando de lado cualquier preocupación o circunstancia de gobierno. El líder con el grito, la bandera y la campana, donde la hubiere; adentro los allegados y los distinguidos de la sociedad, conviviendo y acaso degustando delicadas viandas; afuera el pueblo, arrejuntado, compartiendo espacio y olores, en una incomodidad que se hace menos, mucho menos, con el espíritu nacionalista que invade el ambiente.

Y es que el “Grito” es, finalmente, un retrato inequívoco de lo que es México, con sus diferencias, con sus anhelos, con sus frustraciones y resentimientos tan históricos como contemporáneos, que ni un flemático inglés, ni un frío noruego serían jamás capaces de desentrañar detrás de ese estentóreo, entusiasta, desgañitado y hasta dramático “viva México”.

Aunque nos parezca ya tan cotidiano y común, no deja de ser un extraño rito; una costumbre, repetida anualmente, que se vuelve, a falta de otras más exaltantes posibilidades, en asidero a nuestro patriotismo y nuestro orgullo nacional.

Si lo miráramos desde fuera, con la flemática posición de un inglés, o la fría condición de un noruego, el famoso “Grito” no dejaría de causarnos asombro: Una ceremonia donde, año con año, desde un balcón o desde un tapanco, se gritan vivas a los mismos héroes nacionales, y donde las sorpresas se reducen a un nuevo “héroe” o a una equivocación que le da, finalmente, sabor a un caldo sobradamente degustado.

Un funcionario público que grita, muchas veces con entonaciones falsas, y una muchedumbre que contesta con vivas las arengas, como si en ello se le fuera la vida, y con ello demostrara lo buen mexicano que es. Una práctica que baja desde lo más alto de las investiduras gubernamentales hasta los embajadores, los alcaldes, los presidentes de colonias o los dirigentes de clubes privados, y que se convierte en necesario, obligado e insubstituible, festín patrio.

La ceremonia del “Grito”, predecible como ninguna otra, quizá representa para los gobernantes, más allá incluso de sus tomas de protesta, el momento culmen de su quehacer institucional, aquel en el que, despojado de su condición humana, parece elevarse a otro estatus que nunca olvidará, que lo dejará marcado para siempre, que será el orgullo de sus nietos. El primer “Grito”, y también el último, de una administración, representa la culminación de una fatigada carrera hasta la cúspide aquel, y conlleva una agria nostalgia éste.

Dicen que fue Porfirio Díaz quien la instituyó en los tiempos de su largo periplo todopoderoso, y que incluso, cambió la tradicional fecha del 16 de septiembre, cuando había sucedido el acontecimiento que rememora, a la noche anterior, la del quince, donde, curiosamente, celebraba su cumpleaños, como si quisiera hacer más grande la celebración, que, por entonces, podría seguramente considerarse tan familiar como patria.

Las cosas no cambiaron mucho desde entonces. El “Grito” fue arropado con pasión por los mexicanos, y los gobernantes, de algún modo también tan poderosos, en su entorno y sus circunstancias, como don Porfirio, lo convirtieron en su momento vértice, en el episodio más señalado de su transitar por el poder.

Desde Palacio Nacional hasta cada una de las sedes gubernamentales de los Estados de la Nación, el “Grito” se apega a los cánones establecidos y se abre paso vigorosamente, dejando de lado cualquier preocupación o circunstancia de gobierno. El líder con el grito, la bandera y la campana, donde la hubiere; adentro los allegados y los distinguidos de la sociedad, conviviendo y acaso degustando delicadas viandas; afuera el pueblo, arrejuntado, compartiendo espacio y olores, en una incomodidad que se hace menos, mucho menos, con el espíritu nacionalista que invade el ambiente.

Y es que el “Grito” es, finalmente, un retrato inequívoco de lo que es México, con sus diferencias, con sus anhelos, con sus frustraciones y resentimientos tan históricos como contemporáneos, que ni un flemático inglés, ni un frío noruego serían jamás capaces de desentrañar detrás de ese estentóreo, entusiasta, desgañitado y hasta dramático “viva México”.