/ domingo 4 de octubre de 2020

Aquí Querétaro

El término siempre me llamó la atención: Jamaicas. Una costumbre, muy arraigada entre la sociedad queretana de finales del siglo diecinueve y principios del veinte, que acabó transformándose hasta que su nombre acabó por perderse.

Las Jamaicas eran muy populares en aquellos tiempos donde el romanticismo, y a muchos ratos hasta la cursilería, campeaban por estas tierras, y solían organizarse por muy diversos motivos; a veces para obtener recursos económicos para alguna labor, y otras, simplemente para agasajar a una determinada persona. Las había particulares y también públicas, y en ellas prevalecían los vestuarios confeccionados especialmente para la ocasión y la instalación de módulos, o puestos, donde se ofrecían muy diversos productos.

Jamaicas particulares eran tantas como la ocasión lo ameritaba: la bienvenida a algún nuevo habitante de la señorial ciudad, la despedida a algún miembro de la familia que se trasladaría fuera de nuestras fronteras a alguna encomienda, el onomástico de la señora de la casa, o la consecución de algún logro por parte del padre de familia.

En sus Efemérides Queretanas, don José Rodríguez Familiar relata muchísimas de ellas, de entre las que destaco, casi al azar, la que en agosto de 1884 organizó doña Adela Franco de Domínguez en su casa, en honor -le decían “obsequio”- de los hermanos Juan y Alberto Domínguez, o una infantil, que se celebró en la casa de don Luis Rivera MacGregor, donde los niños asistieron, como era la costumbre, luciendo trajes especiales para la ocasión.

Las Jamaicas destinadas a obtener recursos para distintas necesidades fueron también muchas. La celebrada en el lugar denominado “Cruz del Cerro”, para hacerse de fondos para el nuevo hospital de San Sebastián; la del Teatro Iturbide, en 1902, con el propósito de recabar dineros para apoyar a los afectados por los temblores de aquel tiempo en Guerrero, son solo dos ejemplos.

Pero las Jamaicas más famosas fueron aquellas que, por bastantes años consecutivos, se celebraron en el Teatro Iturbide, los 25 de diciembre, y las del Jardín Zenea, también durante el último mes del año; eventos que causaban expectación y congregaban a lo más selecto de la sociedad queretana de entonces.

Las del Iturbide eran organizadas, ni más ni menos, que por doña Guadalupe Marroquín, la esposa de eterno gobernador porfirista Manuel González de Cosío, y en ellas se transformaba el inmueble en un espacio propio para el embeleso y la ensoñación. Baste decir que la Jamaica de 1894 organizada por la primera dama, apoyada por don Juan Plower y don Manuel Enríquez, contaba con un paisaje de los Alpes en el escenario, y había nieve como escenografía a lo largo y ancho del inmueble.

En el Zenea, en cambio, la costumbre alcanzó niveles mayores con la participación de empresas cerveceras y negocios establecidos, al grado que, en 1906, contó con la instalación de un cinematógrafo entre los pasillos que circundan la fuente de la diosa Hebe.

Señoritas vestidas lo mismo de mariposas que de lluvia, de cielo que de hechiceras, ofrecían las más variadas viandas: gelatinas, pasteles, helados, rosquillas de almendra, frutas secas, merengues, dulces, bizcochos, y hasta enchiladas y pulque, alrededor de la evolución de la luz eléctrica que fue, primero, el escueto atractivo principal, y después la oportunidad idónea para su espectacular profusión.

Las Jamaicas, con el tiempo, dejaron de llamarse así, pero su esencia, su espíritu, su tinte romántico, sigue sobreviviendo en forma de kermes, baby shower, despedida de soltera o baile de coronación.

El término siempre me llamó la atención: Jamaicas. Una costumbre, muy arraigada entre la sociedad queretana de finales del siglo diecinueve y principios del veinte, que acabó transformándose hasta que su nombre acabó por perderse.

Las Jamaicas eran muy populares en aquellos tiempos donde el romanticismo, y a muchos ratos hasta la cursilería, campeaban por estas tierras, y solían organizarse por muy diversos motivos; a veces para obtener recursos económicos para alguna labor, y otras, simplemente para agasajar a una determinada persona. Las había particulares y también públicas, y en ellas prevalecían los vestuarios confeccionados especialmente para la ocasión y la instalación de módulos, o puestos, donde se ofrecían muy diversos productos.

Jamaicas particulares eran tantas como la ocasión lo ameritaba: la bienvenida a algún nuevo habitante de la señorial ciudad, la despedida a algún miembro de la familia que se trasladaría fuera de nuestras fronteras a alguna encomienda, el onomástico de la señora de la casa, o la consecución de algún logro por parte del padre de familia.

En sus Efemérides Queretanas, don José Rodríguez Familiar relata muchísimas de ellas, de entre las que destaco, casi al azar, la que en agosto de 1884 organizó doña Adela Franco de Domínguez en su casa, en honor -le decían “obsequio”- de los hermanos Juan y Alberto Domínguez, o una infantil, que se celebró en la casa de don Luis Rivera MacGregor, donde los niños asistieron, como era la costumbre, luciendo trajes especiales para la ocasión.

Las Jamaicas destinadas a obtener recursos para distintas necesidades fueron también muchas. La celebrada en el lugar denominado “Cruz del Cerro”, para hacerse de fondos para el nuevo hospital de San Sebastián; la del Teatro Iturbide, en 1902, con el propósito de recabar dineros para apoyar a los afectados por los temblores de aquel tiempo en Guerrero, son solo dos ejemplos.

Pero las Jamaicas más famosas fueron aquellas que, por bastantes años consecutivos, se celebraron en el Teatro Iturbide, los 25 de diciembre, y las del Jardín Zenea, también durante el último mes del año; eventos que causaban expectación y congregaban a lo más selecto de la sociedad queretana de entonces.

Las del Iturbide eran organizadas, ni más ni menos, que por doña Guadalupe Marroquín, la esposa de eterno gobernador porfirista Manuel González de Cosío, y en ellas se transformaba el inmueble en un espacio propio para el embeleso y la ensoñación. Baste decir que la Jamaica de 1894 organizada por la primera dama, apoyada por don Juan Plower y don Manuel Enríquez, contaba con un paisaje de los Alpes en el escenario, y había nieve como escenografía a lo largo y ancho del inmueble.

En el Zenea, en cambio, la costumbre alcanzó niveles mayores con la participación de empresas cerveceras y negocios establecidos, al grado que, en 1906, contó con la instalación de un cinematógrafo entre los pasillos que circundan la fuente de la diosa Hebe.

Señoritas vestidas lo mismo de mariposas que de lluvia, de cielo que de hechiceras, ofrecían las más variadas viandas: gelatinas, pasteles, helados, rosquillas de almendra, frutas secas, merengues, dulces, bizcochos, y hasta enchiladas y pulque, alrededor de la evolución de la luz eléctrica que fue, primero, el escueto atractivo principal, y después la oportunidad idónea para su espectacular profusión.

Las Jamaicas, con el tiempo, dejaron de llamarse así, pero su esencia, su espíritu, su tinte romántico, sigue sobreviviendo en forma de kermes, baby shower, despedida de soltera o baile de coronación.