/ domingo 3 de enero de 2021

Aquí Querétaro

Por más que lo intentemos, por mucho que lo repitamos, el 2020 no será nunca un año para el olvido. Quedará tatuado en nuestra alma para siempre.

Año de profundísimas sombras, de miedo y angustia, de desasosiego y desesperación; año que ni en nuestras peores pesadillas imaginamos jamás; año de partidas, de momentos difíciles, de lacerante incertidumbre; año, en fin, que ha iniciado, sin remedio, tiempos que todos avizoramos duros y complejos.

Lo iniciamos, hace doce meses, con una noticia que a la distancia inquietaba, pero que aún veíamos lejos. Hasta que llegó, y lo hizo para quedarse. Muchos, casi todos, la pasaron mal, y otros, demasiados, ni siquiera continuaron para contar, a sus descendientes, la experiencia.

Terrible año este 2020, cuyos efectos fatídicos siguen ahí, acechando, lastimando, desesperanzando.

Porque por más que lo deseemos, por más que una vacuna nos vaticine tiempos mejores, los efectos de lo sufrido no se han ido aún, y tardarán mucho para finalmente marcharse y convertirse en historia. Un simple cambio de día, y de paso de año, unas campanadas y el comer una docena de uvas no borrará, por desgracia, lo que vino para quedarse un muy buen tiempo.

Por eso, más allá de los festejos propios de la época, de los cuetes y felicitaciones, como nunca más a distancia, la pregunta tendrá que ser si los seres humanos hemos sido capaces de aprender la lección, si tras la tormenta y el regreso de la “normalidad” volveremos a ser los mismos, o nos convertiremos en mejores personas; si la naturaleza tendrá un descanso mayor, o si la seguiremos ahorcando con nuestros deseos de riqueza material y de egoísta deseo de bienestar.

Cuando la tormenta pase, ¿seremos capaces de aprender algo de lo vivido? O por el contrario, ¿creeremos que la vida cambia tan solo con el quitarle la última hoja al calendario del año?

Cuando volvamos a abrazarnos, cuando podamos reír sin tapabocas, cuando olvidemos, de pronto, lavarnos las manos, ¿seremos felices, o volveremos a ser presas de la confianza de la cotidianidad?

Sea como fuere, es hora de la esperanza. Tan solo porque se acabó este nefasto 2020. Un año que nunca podrá ser para el olvido, que quedó tatuado en nuestra alma.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Este fin del 2020 e inicio del 2021 me ha traído sorpresas dolorosas. Primero, el 30 de diciembre, la inesperada muerte de mi querido amigo Joaquín Torres, con quien compartí tantos buenos momentos de nuestra juventud, en el teatro y fuera de él, y luego, este dos de enero, el deceso de mi prima Enedina Caldevilla, allá en su natal Asturias.

Joaquín, maestro de formación, difusor cultural, cantante, orador, actor, y sobre todo, ser humano extraordinario.

Enedina, trabajadora incansable que perdió a su padre durante la Guerra Civil, fusilado en Gijón, y que acompañó a su madre en su aventura mexicana hace ya muchísimos años, hasta regresar a su tierra, a su pueblo de origen.

La mente no deja de recordar los momentos vividos con ellos, y el corazón de llorar por su partida física.

Por más que lo intentemos, por mucho que lo repitamos, el 2020 no será nunca un año para el olvido. Quedará tatuado en nuestra alma para siempre.

Año de profundísimas sombras, de miedo y angustia, de desasosiego y desesperación; año que ni en nuestras peores pesadillas imaginamos jamás; año de partidas, de momentos difíciles, de lacerante incertidumbre; año, en fin, que ha iniciado, sin remedio, tiempos que todos avizoramos duros y complejos.

Lo iniciamos, hace doce meses, con una noticia que a la distancia inquietaba, pero que aún veíamos lejos. Hasta que llegó, y lo hizo para quedarse. Muchos, casi todos, la pasaron mal, y otros, demasiados, ni siquiera continuaron para contar, a sus descendientes, la experiencia.

Terrible año este 2020, cuyos efectos fatídicos siguen ahí, acechando, lastimando, desesperanzando.

Porque por más que lo deseemos, por más que una vacuna nos vaticine tiempos mejores, los efectos de lo sufrido no se han ido aún, y tardarán mucho para finalmente marcharse y convertirse en historia. Un simple cambio de día, y de paso de año, unas campanadas y el comer una docena de uvas no borrará, por desgracia, lo que vino para quedarse un muy buen tiempo.

Por eso, más allá de los festejos propios de la época, de los cuetes y felicitaciones, como nunca más a distancia, la pregunta tendrá que ser si los seres humanos hemos sido capaces de aprender la lección, si tras la tormenta y el regreso de la “normalidad” volveremos a ser los mismos, o nos convertiremos en mejores personas; si la naturaleza tendrá un descanso mayor, o si la seguiremos ahorcando con nuestros deseos de riqueza material y de egoísta deseo de bienestar.

Cuando la tormenta pase, ¿seremos capaces de aprender algo de lo vivido? O por el contrario, ¿creeremos que la vida cambia tan solo con el quitarle la última hoja al calendario del año?

Cuando volvamos a abrazarnos, cuando podamos reír sin tapabocas, cuando olvidemos, de pronto, lavarnos las manos, ¿seremos felices, o volveremos a ser presas de la confianza de la cotidianidad?

Sea como fuere, es hora de la esperanza. Tan solo porque se acabó este nefasto 2020. Un año que nunca podrá ser para el olvido, que quedó tatuado en nuestra alma.

ACOTACIÓN AL MARGEN

Este fin del 2020 e inicio del 2021 me ha traído sorpresas dolorosas. Primero, el 30 de diciembre, la inesperada muerte de mi querido amigo Joaquín Torres, con quien compartí tantos buenos momentos de nuestra juventud, en el teatro y fuera de él, y luego, este dos de enero, el deceso de mi prima Enedina Caldevilla, allá en su natal Asturias.

Joaquín, maestro de formación, difusor cultural, cantante, orador, actor, y sobre todo, ser humano extraordinario.

Enedina, trabajadora incansable que perdió a su padre durante la Guerra Civil, fusilado en Gijón, y que acompañó a su madre en su aventura mexicana hace ya muchísimos años, hasta regresar a su tierra, a su pueblo de origen.

La mente no deja de recordar los momentos vividos con ellos, y el corazón de llorar por su partida física.