/ domingo 28 de febrero de 2021

Aquí Querétaro

Si hay algo que me ha mantenido de pie ante la angustia, el miedo y el desencanto de esta pandemia, ha sido el recuerdo de mi madre.

Muy jovencita padeció una guerra y tuvo que soportar la muerte, en el frente de batalla, de uno de sus hermanos más queridos, mientras trabajaba duramente el campo. Después, ya casada, vio morir a uno de sus hijos a tempranísima edad. Y luego, en el cuarenta y ocho, cruzó el Atlántico y miró perderse atrás su pueblo, su patria y su familia, para no volver jamás.

Aquí, en estas tierras que acogió como propias, trabajó sin descanso, lo mismo como sirvienta de una casa rica de paisanos que habían hecho la América, allá por los rumbos de la Avenida Peralvillo, en la Ciudad de México, que aquí, en Querétaro, en largas jornadas desde las seis de la mañana y hasta las diez de la noche, alimentando gallinas, limpiando la boñiga de las cabras, o recogiendo y empacando los huevos que habrían de mantener a su familia.

Nunca la oí quejarse de su propia historia, ni la vi llorar por el infortunio y la lejanía de aquellos que le enviaban cartas escritas a mano con tinta azul; siempre perdonó hasta lo que parecía imperdonable, y pocas veces la abandonó aquella sonrisa fresca, tímida, que iluminaba su rostro.

Preparaba las tres comidas para los integrantes del hogar, como si no hubiese hecho otra cosa en el día, y también el café mañanero que nos despertaba a todos, y el vespertino que degustaban los muchos amigos que se acercaban a casa para charlar sobre aquella patria lejana que mantenían viva en su memoria como el más preciado e insubstituible de sus recuerdos.

Nunca regresó a su tierra; nunca en las cinco décadas que aquí vivió, mientras atendió a su padre, en cama durante seis años, y acompañó a su marido y a su hijo por los cuartos de hospital. Nunca tampoco la vi ir al cine, o alguna reunión o fiesta, o tomar otro descanso que no fuera algún programa en la televisión de la sala.

A veces se daba tiempo para preparar frisuelos, los dulces postres de su terruño, o para asar castañas para Navidad, o para cuajar quesos de sabor insubstituible, o para rellenar la tripa que se convertiría en chorizos, o para, al más puro estilo de su pueblo, degollar a la gallina que nos daría el caldo de la comida.

Como si toda esa dura vida de sacrificios no hubiese sido suficiente, un día cualquiera empezó a germinar en ella el terrible Alzheimer, que la llevó de la mano, poco a poco, hasta las más difíciles condiciones, hasta el olvido total de lo que la rodeaba, hasta un estado prácticamente vegetativo.

Y así, una tibia mañana de febrero (del 26 de febrero, como hace dos días), el sol entró por la ventana de su habitación, le acarició el rostro y la dejó dormir, plácidamente al fin, para siempre.

Una de estas tantas noches de encierro, de incertidumbre y de miedo, en la charla telefónica cotidiana, mientras dejaba entrever mi angustia, mi hermana me recordó a mi madre y eso fue suficiente para retomar la esperanza. La simple comparación con lo por ella vivido basta para tomar todo esto, por terrible que sea, como una simple mala racha. Por eso digo que si algo me ha mantenido en pie todos estos meses, eso ha sido el recuerdo de mi madre.

ACOTACIÓN AL MARGEN

No sé a usted, estimado lector, pero a mí me da una enorme tranquilidad el anuncio de que la Universidad Autónoma de Querétaro, a través de su Facultad de Enfermería y con 400 voluntarios, vaya a apoyar las labores de vacunación contra el Covid.

El profesionalismo, la seriedad, la pulcritud y la entrega que ha demostrado nuestra Alma Mater en tiempos de la terrible pandemia, mueve, necesariamente, a la confianza de que ese ejercicio de vacunación se llevará a cabo, al menos en sus instalaciones, de la mejor manera posible.

Si hay algo que me ha mantenido de pie ante la angustia, el miedo y el desencanto de esta pandemia, ha sido el recuerdo de mi madre.

Muy jovencita padeció una guerra y tuvo que soportar la muerte, en el frente de batalla, de uno de sus hermanos más queridos, mientras trabajaba duramente el campo. Después, ya casada, vio morir a uno de sus hijos a tempranísima edad. Y luego, en el cuarenta y ocho, cruzó el Atlántico y miró perderse atrás su pueblo, su patria y su familia, para no volver jamás.

Aquí, en estas tierras que acogió como propias, trabajó sin descanso, lo mismo como sirvienta de una casa rica de paisanos que habían hecho la América, allá por los rumbos de la Avenida Peralvillo, en la Ciudad de México, que aquí, en Querétaro, en largas jornadas desde las seis de la mañana y hasta las diez de la noche, alimentando gallinas, limpiando la boñiga de las cabras, o recogiendo y empacando los huevos que habrían de mantener a su familia.

Nunca la oí quejarse de su propia historia, ni la vi llorar por el infortunio y la lejanía de aquellos que le enviaban cartas escritas a mano con tinta azul; siempre perdonó hasta lo que parecía imperdonable, y pocas veces la abandonó aquella sonrisa fresca, tímida, que iluminaba su rostro.

Preparaba las tres comidas para los integrantes del hogar, como si no hubiese hecho otra cosa en el día, y también el café mañanero que nos despertaba a todos, y el vespertino que degustaban los muchos amigos que se acercaban a casa para charlar sobre aquella patria lejana que mantenían viva en su memoria como el más preciado e insubstituible de sus recuerdos.

Nunca regresó a su tierra; nunca en las cinco décadas que aquí vivió, mientras atendió a su padre, en cama durante seis años, y acompañó a su marido y a su hijo por los cuartos de hospital. Nunca tampoco la vi ir al cine, o alguna reunión o fiesta, o tomar otro descanso que no fuera algún programa en la televisión de la sala.

A veces se daba tiempo para preparar frisuelos, los dulces postres de su terruño, o para asar castañas para Navidad, o para cuajar quesos de sabor insubstituible, o para rellenar la tripa que se convertiría en chorizos, o para, al más puro estilo de su pueblo, degollar a la gallina que nos daría el caldo de la comida.

Como si toda esa dura vida de sacrificios no hubiese sido suficiente, un día cualquiera empezó a germinar en ella el terrible Alzheimer, que la llevó de la mano, poco a poco, hasta las más difíciles condiciones, hasta el olvido total de lo que la rodeaba, hasta un estado prácticamente vegetativo.

Y así, una tibia mañana de febrero (del 26 de febrero, como hace dos días), el sol entró por la ventana de su habitación, le acarició el rostro y la dejó dormir, plácidamente al fin, para siempre.

Una de estas tantas noches de encierro, de incertidumbre y de miedo, en la charla telefónica cotidiana, mientras dejaba entrever mi angustia, mi hermana me recordó a mi madre y eso fue suficiente para retomar la esperanza. La simple comparación con lo por ella vivido basta para tomar todo esto, por terrible que sea, como una simple mala racha. Por eso digo que si algo me ha mantenido en pie todos estos meses, eso ha sido el recuerdo de mi madre.

ACOTACIÓN AL MARGEN

No sé a usted, estimado lector, pero a mí me da una enorme tranquilidad el anuncio de que la Universidad Autónoma de Querétaro, a través de su Facultad de Enfermería y con 400 voluntarios, vaya a apoyar las labores de vacunación contra el Covid.

El profesionalismo, la seriedad, la pulcritud y la entrega que ha demostrado nuestra Alma Mater en tiempos de la terrible pandemia, mueve, necesariamente, a la confianza de que ese ejercicio de vacunación se llevará a cabo, al menos en sus instalaciones, de la mejor manera posible.