/ domingo 2 de mayo de 2021

Aquí Querétaro

Cada año, invariablemente, en aquella lejana década de los sesenta, llegaba la significativa fecha del 30 de abril, y con ella, la esperada celebración del día del niño en las viejas instalaciones del ex molino de San Antonio, allá por donde aparecía el río que dividía a nuestra ciudad, y al amparo de los maristas del Instituto Queretano.

No recuerdo que en aquellos seis años de mi paso por la instrucción primara participara en el popular y recurrente concurso de disfraces que se llevaba a cabo en el último día de abril, pero sí multitud de imágenes de los muchos compañeros que caminaban por la pasarela vestidos de conejos, vaqueros, indígenas o grillos, y desde luego, de la de aquellos hermanos que, año con año, aparecían, primero uno y luego el otro, disfrazados de calendario azteca, con la vana ilusión de ganar la competencia en alguna de las ediciones.

En lo que sí participaba, como todos, era en las competencias de los rojos contra los azules, o de los azules contra los rojos; competencias apasionadas en muy diversos deportes, con las que se iban acumulando puntos con los triunfos para sumarlos al resultado final. A veces ganaban los azules, y a veces los rojos.

Lo curioso de aquellas competencias es que muchas veces, para que las cosas estuvieran más o menos parejas, al menos en número, se sorteaba entre los muchos alumnos el color de la playera que necesariamente tendrían que portar durante los juegos del Día del Niño. Así, un año quien defendía con agallas la camiseta azul, al año siguiente podía defender con el mismo interés la roja, y viceversa, aunque quien sabe si al hacerlo, contenían secretamente preferencias por los contrincantes.

A tantos años vistos, no sé si aún en el Instituto Queretano se celebran las luchas deportivas entre rojos y azules, pero estos tiempos políticos me han llevado a equipararlas con los procesos electorales. Como entre mis compañeros de aquella lejana etapa de primaria, los hay azules que fueron rojos, y rojos que antes fueron claramente azules, como si un sorteo organizado por los maristas los hubiese colocado en el sitio que hoy les corresponde.

¿Cuántos de esos azules de hoy, me pregunto, son internamente rojos? ¿Cuántos de los rojos se muestran, en la cotidianidad fuera de las canchas, como evidentemente azules? ¿Y cuantos, también me pregunto, siguen cargando a cuestas, como una manda, su disfraz de calendario azteca con la vana ilusión de ganar, algún día, el concurso?

ACOTACIÓN AL MARGEN

Será que precisamente por vivir aquellos años sesenta me cuesta tanto entender algunas acciones de las campañas políticas de hoy. Será que el haber vivido con intensidad el ya desaparecido siglo XX me obliga a considerar una tontería esos videos en los que algunos candidato(a)s se dirigen a sus votantes cantando o bailando ridículamente. ¿Hemos llegado al punto de que las ideas han sido subordinadas a la gracia, al carisma, y hasta la banalidad, de quienes pretenden el poder? ¿Ha eso hemos llegado?

Cada año, invariablemente, en aquella lejana década de los sesenta, llegaba la significativa fecha del 30 de abril, y con ella, la esperada celebración del día del niño en las viejas instalaciones del ex molino de San Antonio, allá por donde aparecía el río que dividía a nuestra ciudad, y al amparo de los maristas del Instituto Queretano.

No recuerdo que en aquellos seis años de mi paso por la instrucción primara participara en el popular y recurrente concurso de disfraces que se llevaba a cabo en el último día de abril, pero sí multitud de imágenes de los muchos compañeros que caminaban por la pasarela vestidos de conejos, vaqueros, indígenas o grillos, y desde luego, de la de aquellos hermanos que, año con año, aparecían, primero uno y luego el otro, disfrazados de calendario azteca, con la vana ilusión de ganar la competencia en alguna de las ediciones.

En lo que sí participaba, como todos, era en las competencias de los rojos contra los azules, o de los azules contra los rojos; competencias apasionadas en muy diversos deportes, con las que se iban acumulando puntos con los triunfos para sumarlos al resultado final. A veces ganaban los azules, y a veces los rojos.

Lo curioso de aquellas competencias es que muchas veces, para que las cosas estuvieran más o menos parejas, al menos en número, se sorteaba entre los muchos alumnos el color de la playera que necesariamente tendrían que portar durante los juegos del Día del Niño. Así, un año quien defendía con agallas la camiseta azul, al año siguiente podía defender con el mismo interés la roja, y viceversa, aunque quien sabe si al hacerlo, contenían secretamente preferencias por los contrincantes.

A tantos años vistos, no sé si aún en el Instituto Queretano se celebran las luchas deportivas entre rojos y azules, pero estos tiempos políticos me han llevado a equipararlas con los procesos electorales. Como entre mis compañeros de aquella lejana etapa de primaria, los hay azules que fueron rojos, y rojos que antes fueron claramente azules, como si un sorteo organizado por los maristas los hubiese colocado en el sitio que hoy les corresponde.

¿Cuántos de esos azules de hoy, me pregunto, son internamente rojos? ¿Cuántos de los rojos se muestran, en la cotidianidad fuera de las canchas, como evidentemente azules? ¿Y cuantos, también me pregunto, siguen cargando a cuestas, como una manda, su disfraz de calendario azteca con la vana ilusión de ganar, algún día, el concurso?

ACOTACIÓN AL MARGEN

Será que precisamente por vivir aquellos años sesenta me cuesta tanto entender algunas acciones de las campañas políticas de hoy. Será que el haber vivido con intensidad el ya desaparecido siglo XX me obliga a considerar una tontería esos videos en los que algunos candidato(a)s se dirigen a sus votantes cantando o bailando ridículamente. ¿Hemos llegado al punto de que las ideas han sido subordinadas a la gracia, al carisma, y hasta la banalidad, de quienes pretenden el poder? ¿Ha eso hemos llegado?