/ domingo 5 de diciembre de 2021

Aquí Querétaro

Sería acaso un jueves, o un viernes… Sería cualquier día. El caso es que aquella tarde, como otras veces, me causó una especial emoción incursionar en aquel establecimiento al que, para llegar a las mesas de siempre con sus sillas grises, había que pasar por otras más pequeñas rodeadas de taburetes. Desde la mesa se podía observar el transitar de los vehículos, la mayoría vochitos, uno que otro Datsun, y hasta algún Opel. Más allá, cara al jardín, los autos permanecían estacionados, esperando, pacientes, a sus propietarios.

Algún preparado de fresa y un par de cafés adornaron pronto la mesa cuadrada de formáica, traídos hasta ahí por la mesera de mediana edad (o al menos así nos lo parecía entonces), alta, con cola de caballo y su tradicional uniforme azul.

Estar ahí era siempre, como digo, emocionante, o al menos despertaba algún sentimiento interno especial, motivado, quizá, por las mesas vecinas, ocupadas por sonrientes y a ratos enrojecidas muchachas, o porque, finalmente, estábamos en el lugar donde todos querían estar y que los domingos por la tarde podía volverse inaccesible, obligando a sus aspirantes a parroquianos a deambular por la calle, husmear tras los cristales de sus ventanas, o acomodar las espaldas sobre la fachada de la vieja casona del Banco de Comercio, o la que servía de espacio al hotel Hidalgo.

Estábamos ahí, supongo, porque no nos había entusiasmado las nuevas películas que, en modalidad de permanencia voluntaria, se acababan de anunciar, como cada semana, en el Cine Plaza que se advertía del otro lado del jardín, con su portal al frente y la marchanta que vendía pepitas medidas con corcholatas de diferentes tamaños.

A diferencia de lo que decían las lenguas queretanas sobre conocido integrante de la sociedad que desplegaba una servilleta de papel sobre la mesa, cada vez que visitaba el establecimiento, para vaciar ahí la mitad de la azucarera de vidrio y luego envolverlo y guardarlo con recato en alguna bolsa de su indumentaria, uno de los amigos de la mesa jugaba, divertido, a vaciar el contenido de un recipiente idéntico en su taza de café, como si de un chiste inmejorable se tratara.

En nuestra democrática mesa había un par de orgullosos alumnos del Queretano, otro más del Salesiano (el del azúcar en demasía sobre el café) y creo que hasta uno del Centro Educativo; las muchachas de la mesa vecina supongo provenían del Plancarte, pero todos atisbábamos a la puerta por si llegaba algún grupo de la Asunción, acaso el motivo principal de nuestra presencia en el establecimiento.

Mientras charlábamos sobre vanas historias cotidianas, mientras las muchachas de la otra mesa seguían riendo y lanzando furtivas miraditas a nuestra tertulia, y mientras la mesera del uniforme azul iba y venía entre las mesas, la tarde se fue apagando sin remedio y sin misericordia, con la misma prisa que mi preparado de fresa, que sabía, además, a sueños, a esperanzas y a futuro.

Apenas minutos antes de las nueve ya habíamos pagado el consumo democráticamente y estábamos dispuestos a alcanzar la salida, y tres cuartas partes de los asientos de las mesas, taburetes incluidos, estaban ya desocupados. Luego, casi a punto de que las manecillas del reloj de San Francisco nos dieran la hora marcada, mientras pisé sobre el letrero de “La Mariposa”, impreso en mosaico sobre la acera, me pareció alcanzar a ver, doblando el último recoveco de la calle del Biombo y casi llegando al Café Tokio, al viejo león de todos los días. No me quedé, por supuesto, a comprobarlo.

No sé por qué pensé en aquella tarde específica de jueves, o de viernes, mientras degustaba una insuperable malteada de vainilla en La Mariposa de hoy, ésa que dista de la que llamaban “la nueva” apenas un par de cuadras. Las mesas ahora estaban ocupadas por una familia, una señora mayor y una pareja, y una nostalgia dulce, precisamente sabor vainilla, me inundó las entrañas.

Sería acaso un jueves, o un viernes… Sería cualquier día. El caso es que aquella tarde, como otras veces, me causó una especial emoción incursionar en aquel establecimiento al que, para llegar a las mesas de siempre con sus sillas grises, había que pasar por otras más pequeñas rodeadas de taburetes. Desde la mesa se podía observar el transitar de los vehículos, la mayoría vochitos, uno que otro Datsun, y hasta algún Opel. Más allá, cara al jardín, los autos permanecían estacionados, esperando, pacientes, a sus propietarios.

Algún preparado de fresa y un par de cafés adornaron pronto la mesa cuadrada de formáica, traídos hasta ahí por la mesera de mediana edad (o al menos así nos lo parecía entonces), alta, con cola de caballo y su tradicional uniforme azul.

Estar ahí era siempre, como digo, emocionante, o al menos despertaba algún sentimiento interno especial, motivado, quizá, por las mesas vecinas, ocupadas por sonrientes y a ratos enrojecidas muchachas, o porque, finalmente, estábamos en el lugar donde todos querían estar y que los domingos por la tarde podía volverse inaccesible, obligando a sus aspirantes a parroquianos a deambular por la calle, husmear tras los cristales de sus ventanas, o acomodar las espaldas sobre la fachada de la vieja casona del Banco de Comercio, o la que servía de espacio al hotel Hidalgo.

Estábamos ahí, supongo, porque no nos había entusiasmado las nuevas películas que, en modalidad de permanencia voluntaria, se acababan de anunciar, como cada semana, en el Cine Plaza que se advertía del otro lado del jardín, con su portal al frente y la marchanta que vendía pepitas medidas con corcholatas de diferentes tamaños.

A diferencia de lo que decían las lenguas queretanas sobre conocido integrante de la sociedad que desplegaba una servilleta de papel sobre la mesa, cada vez que visitaba el establecimiento, para vaciar ahí la mitad de la azucarera de vidrio y luego envolverlo y guardarlo con recato en alguna bolsa de su indumentaria, uno de los amigos de la mesa jugaba, divertido, a vaciar el contenido de un recipiente idéntico en su taza de café, como si de un chiste inmejorable se tratara.

En nuestra democrática mesa había un par de orgullosos alumnos del Queretano, otro más del Salesiano (el del azúcar en demasía sobre el café) y creo que hasta uno del Centro Educativo; las muchachas de la mesa vecina supongo provenían del Plancarte, pero todos atisbábamos a la puerta por si llegaba algún grupo de la Asunción, acaso el motivo principal de nuestra presencia en el establecimiento.

Mientras charlábamos sobre vanas historias cotidianas, mientras las muchachas de la otra mesa seguían riendo y lanzando furtivas miraditas a nuestra tertulia, y mientras la mesera del uniforme azul iba y venía entre las mesas, la tarde se fue apagando sin remedio y sin misericordia, con la misma prisa que mi preparado de fresa, que sabía, además, a sueños, a esperanzas y a futuro.

Apenas minutos antes de las nueve ya habíamos pagado el consumo democráticamente y estábamos dispuestos a alcanzar la salida, y tres cuartas partes de los asientos de las mesas, taburetes incluidos, estaban ya desocupados. Luego, casi a punto de que las manecillas del reloj de San Francisco nos dieran la hora marcada, mientras pisé sobre el letrero de “La Mariposa”, impreso en mosaico sobre la acera, me pareció alcanzar a ver, doblando el último recoveco de la calle del Biombo y casi llegando al Café Tokio, al viejo león de todos los días. No me quedé, por supuesto, a comprobarlo.

No sé por qué pensé en aquella tarde específica de jueves, o de viernes, mientras degustaba una insuperable malteada de vainilla en La Mariposa de hoy, ésa que dista de la que llamaban “la nueva” apenas un par de cuadras. Las mesas ahora estaban ocupadas por una familia, una señora mayor y una pareja, y una nostalgia dulce, precisamente sabor vainilla, me inundó las entrañas.