/ domingo 14 de agosto de 2022

Aquí Querétaro | Don Lalo Ruiz Posada

Si pudiera echar mano de un ejemplo de alguien que supo disfrutar la vida a plenitud, ese sería, sin duda, el de don Eduardo Ruiz Posada.

Era yo un joven reportero cuando don Guillermo Sámano, publicista de esta casa editorial, me pidió un favor personal: apoyarlo, pues él tenía otro compromiso, en hacer un reportaje publicitario de un desarrollo habitacional campestre al poniente de la ciudad, allá por la salida a Tlacote. Se trataba de La Joya y se organizaba un evento con los compradores de predios en un bello espacio, con alberca y palapa, propiedad del desarrollador.

Ahí estaba yo, con libreta y pluma Vic al ristre, acompañando a un nutrido grupo de personas y a la espera del organizador, cuando una avioneta surcó los aires, a muy baja altura, sobre el predio; dio la vuelta sobre el cerro y volvió a pasar, a modo de saludo, sobre los asistentes. “Es don Lalo”, escuché de la boca de alguno de los presentes.

Y efectivamente, era don Lalo Ruiz Posada quien piloteaba el aparato y quién, lo supe después, solía emprender viajes constantes para simplemente ir a comer a algún destino de playa, principalmente a Puerto Vallarta, donde un yate de su propiedad descansaba en el puerto. Era don Lalo, quien llegaría unos minutos más tarde al volante de un precioso auto deportivo.

A partir de ese día, tuve oportunidad de tratar en muchas ocasiones a ese personaje, siempre risueño, bromista y sencillo, amante de la música de Chico Ché, que había triunfado como constructor y desarrollador, y que en compañía de su esposa Alma Luz Noriega, organizaba en su casa de Álamos sabrosas tertulias que podían prolongarse hasta que el sol entrara, tempranito, por las ventanas.

Don Lalo era hijo de don Eduardo Ruíz, otro de los personajes inolvidables de un Querétaro que se nos fue, que con su sombrero cordobés presidía las corridas de toros en la Santa María y que, dicen, sedujo con sus encantos juveniles a la mismísima Miroslava Stern, la famosa actriz del cine de su época. Era hermano de Gonzalo, el también arquitecto recientemente fallecido, y cuñado de Hugo Gutiérrez Vega, con quien llevaba, pese a las distancias de caracteres y comportamientos, una estrecha y fraterna amistad.

Sabía ser amigo de sus amigos, disfrutaba las conversaciones y las fiestas, gozaba de la buena comida y bebida, no se limitaba en hacer pasar buenos momentos a su familia y amigos cercanos, las mujeres solían desfallecer al paso de su personalidad, y tenía un trato tan agradable que quienes lo conocían no podían dejar de quererlo. Pero don Lalo, el de el eterno buen humor, habría de encontrar el declive a la muerte de su esposa, un golpe del que nunca pudo recuperarse del todo.

Me entero de que el gobernador lo visitó en su casa, le entregó un reconocimiento y anunció que próximamente una calle queretana llevará su nombre, y al ver las imágenes a mí me asaltaron los recuerdos, todos gratos, de un hombre admirable que supo siempre lo importante que es vivir a plenitud.


Si pudiera echar mano de un ejemplo de alguien que supo disfrutar la vida a plenitud, ese sería, sin duda, el de don Eduardo Ruiz Posada.

Era yo un joven reportero cuando don Guillermo Sámano, publicista de esta casa editorial, me pidió un favor personal: apoyarlo, pues él tenía otro compromiso, en hacer un reportaje publicitario de un desarrollo habitacional campestre al poniente de la ciudad, allá por la salida a Tlacote. Se trataba de La Joya y se organizaba un evento con los compradores de predios en un bello espacio, con alberca y palapa, propiedad del desarrollador.

Ahí estaba yo, con libreta y pluma Vic al ristre, acompañando a un nutrido grupo de personas y a la espera del organizador, cuando una avioneta surcó los aires, a muy baja altura, sobre el predio; dio la vuelta sobre el cerro y volvió a pasar, a modo de saludo, sobre los asistentes. “Es don Lalo”, escuché de la boca de alguno de los presentes.

Y efectivamente, era don Lalo Ruiz Posada quien piloteaba el aparato y quién, lo supe después, solía emprender viajes constantes para simplemente ir a comer a algún destino de playa, principalmente a Puerto Vallarta, donde un yate de su propiedad descansaba en el puerto. Era don Lalo, quien llegaría unos minutos más tarde al volante de un precioso auto deportivo.

A partir de ese día, tuve oportunidad de tratar en muchas ocasiones a ese personaje, siempre risueño, bromista y sencillo, amante de la música de Chico Ché, que había triunfado como constructor y desarrollador, y que en compañía de su esposa Alma Luz Noriega, organizaba en su casa de Álamos sabrosas tertulias que podían prolongarse hasta que el sol entrara, tempranito, por las ventanas.

Don Lalo era hijo de don Eduardo Ruíz, otro de los personajes inolvidables de un Querétaro que se nos fue, que con su sombrero cordobés presidía las corridas de toros en la Santa María y que, dicen, sedujo con sus encantos juveniles a la mismísima Miroslava Stern, la famosa actriz del cine de su época. Era hermano de Gonzalo, el también arquitecto recientemente fallecido, y cuñado de Hugo Gutiérrez Vega, con quien llevaba, pese a las distancias de caracteres y comportamientos, una estrecha y fraterna amistad.

Sabía ser amigo de sus amigos, disfrutaba las conversaciones y las fiestas, gozaba de la buena comida y bebida, no se limitaba en hacer pasar buenos momentos a su familia y amigos cercanos, las mujeres solían desfallecer al paso de su personalidad, y tenía un trato tan agradable que quienes lo conocían no podían dejar de quererlo. Pero don Lalo, el de el eterno buen humor, habría de encontrar el declive a la muerte de su esposa, un golpe del que nunca pudo recuperarse del todo.

Me entero de que el gobernador lo visitó en su casa, le entregó un reconocimiento y anunció que próximamente una calle queretana llevará su nombre, y al ver las imágenes a mí me asaltaron los recuerdos, todos gratos, de un hombre admirable que supo siempre lo importante que es vivir a plenitud.