/ domingo 25 de agosto de 2024

Aquí Querétaro / El chamula

Dicen que Albert Einstein dijo alguna vez que la casualidad era la manera en la que Dios se mantenía en el anonimato, y si eso es cierto y Dios escoge, en ocasiones, el silencio, la oscuridad, del anonimato para actuar, entonces el que nuestro nombre permanezca entre las sombras no necesariamente es malo.

Hacia mediados del pasado siglo, cuando Querétaro era una ciudad pequeña y de paso, existió un personaje del que nadie recuerda el nombre, tan solo el apodo. Una figura cotidiana que se ganaba la vida en las calles citadinas y que era famoso por su pregón; un hombre cuya presencia era parte del paisaje como las fachadas de las viejas casonas con los portones abiertos.

El Chamula le llamaban, y hoy, a tantos años vistos, sólo podrán recordarlo quienes pintan muchas canas, o carecen totalmente de pelo.

El Chamula contaba para su oficio, en aquellos tiempos tan distantes de la electrónica, y más de las redes sociales, de un instrumento curioso y hoy totalmente anacrónico: una especie de gran cucurucho de metal, al que agregaba otro que llevaba consigo desde siempre: su propia voz.

En aquellos tiempos que nos ocupan, gran parte de la vida diurna de la ciudad, y a veces también de la nocturna, giraba alrededor del mercado Dr. Pedro Escobedo, en terrenos que habían sido, muchos años atrás, parte del huerto del Convento Grande de San Francisco, y más tarde Plaza de los Escombros; un espacio hasta el que empezaron a llegar vendedores ambulantes que se convirtieron en semifijos, hasta que, finalmente, se construyó, y años después se reconstruyó, el mercado queretano.

Frente a él, en la calle de Juárez y en una amplia casona a la que habían llegado, unos dos siglos antes, las primeras monjas clarisas, se ubicaba La Luz del Día, una tienda de abarrotes, o, mejor dicho, la tienda de abarrotes de Querétaro. Unos pasos más allá, hacia el Zenea, se distinguía la librería La Pluma de Oro, en la esquina la departamental Ciudad de México, y doblando sobre Madero, la sedería Muñoz o la tienda de ropa La Infantil.

A todas ellas daba servicio El Chamula, aunque era La Luz del Día la que más requería de su trabajo. Iba y venía por las calles de Juárez y de Madero, y a ratos se instalaba frente a la fachada de los establecimientos, para arengar a los transeúntes a adquirir alguna de las novedades del interior de las tiendas.

“¡Venga a La Luz del Día donde sus pesos valen más centavos!”, dicen que gritaba El Chamula frente a la popular tienda, y luego anunciaba las ofertas del día con entusiasmo, colocando los labios en la parte más estrecha de aquel gran embudo que magnificaba su voz.

La voz del Chamula era tan conocida, por entonces, como las campanadas de San Francisco que anunciaba la hora o la misa, o el ruido de los pregones de los muchos comerciantes del mercado; llegaba a los oídos de los muchos visitantes del entorno como si fuera un sonido ineludible de un Querétaro que ya no existe.

El Chamula, así sin nombre propio, desapareció como desapareció también aquella forma de comercio y de vida; se extinguió de pronto, o de a poco quizá, para acomodarse en algún rincón de la memoria de quienes, algún día, lo escucharon.

Su anónimo nombre se escondió entre las letras de su apodo y acabó por no existir nunca, como una casualidad de un tiempo que, a ratos, nos preguntamos si existió tal y como lo recordamos.


Dicen que Albert Einstein dijo alguna vez que la casualidad era la manera en la que Dios se mantenía en el anonimato, y si eso es cierto y Dios escoge, en ocasiones, el silencio, la oscuridad, del anonimato para actuar, entonces el que nuestro nombre permanezca entre las sombras no necesariamente es malo.

Hacia mediados del pasado siglo, cuando Querétaro era una ciudad pequeña y de paso, existió un personaje del que nadie recuerda el nombre, tan solo el apodo. Una figura cotidiana que se ganaba la vida en las calles citadinas y que era famoso por su pregón; un hombre cuya presencia era parte del paisaje como las fachadas de las viejas casonas con los portones abiertos.

El Chamula le llamaban, y hoy, a tantos años vistos, sólo podrán recordarlo quienes pintan muchas canas, o carecen totalmente de pelo.

El Chamula contaba para su oficio, en aquellos tiempos tan distantes de la electrónica, y más de las redes sociales, de un instrumento curioso y hoy totalmente anacrónico: una especie de gran cucurucho de metal, al que agregaba otro que llevaba consigo desde siempre: su propia voz.

En aquellos tiempos que nos ocupan, gran parte de la vida diurna de la ciudad, y a veces también de la nocturna, giraba alrededor del mercado Dr. Pedro Escobedo, en terrenos que habían sido, muchos años atrás, parte del huerto del Convento Grande de San Francisco, y más tarde Plaza de los Escombros; un espacio hasta el que empezaron a llegar vendedores ambulantes que se convirtieron en semifijos, hasta que, finalmente, se construyó, y años después se reconstruyó, el mercado queretano.

Frente a él, en la calle de Juárez y en una amplia casona a la que habían llegado, unos dos siglos antes, las primeras monjas clarisas, se ubicaba La Luz del Día, una tienda de abarrotes, o, mejor dicho, la tienda de abarrotes de Querétaro. Unos pasos más allá, hacia el Zenea, se distinguía la librería La Pluma de Oro, en la esquina la departamental Ciudad de México, y doblando sobre Madero, la sedería Muñoz o la tienda de ropa La Infantil.

A todas ellas daba servicio El Chamula, aunque era La Luz del Día la que más requería de su trabajo. Iba y venía por las calles de Juárez y de Madero, y a ratos se instalaba frente a la fachada de los establecimientos, para arengar a los transeúntes a adquirir alguna de las novedades del interior de las tiendas.

“¡Venga a La Luz del Día donde sus pesos valen más centavos!”, dicen que gritaba El Chamula frente a la popular tienda, y luego anunciaba las ofertas del día con entusiasmo, colocando los labios en la parte más estrecha de aquel gran embudo que magnificaba su voz.

La voz del Chamula era tan conocida, por entonces, como las campanadas de San Francisco que anunciaba la hora o la misa, o el ruido de los pregones de los muchos comerciantes del mercado; llegaba a los oídos de los muchos visitantes del entorno como si fuera un sonido ineludible de un Querétaro que ya no existe.

El Chamula, así sin nombre propio, desapareció como desapareció también aquella forma de comercio y de vida; se extinguió de pronto, o de a poco quizá, para acomodarse en algún rincón de la memoria de quienes, algún día, lo escucharon.

Su anónimo nombre se escondió entre las letras de su apodo y acabó por no existir nunca, como una casualidad de un tiempo que, a ratos, nos preguntamos si existió tal y como lo recordamos.