Escuché decir algún día que Querétaro no significaba “lugar de peñas”, ni “lugar del gran juego de pelota”, sino “lugar sin futbol de primera división”. Esto, claro está, antes de que por estas tierras llegara Ronaldinho y acariciáramos un campeonato, y de que se eliminara el descenso y permitieran a los Gallos Blancos mantenerse, a cambio de alguna cantidad de dinero, en el máximo circuito del futbol profesional.
Pero yo más bien creo que Querétaro, en ese idioma extraño, que no es ni el purépecha ni el otomí, podría muy bien traducirse en “lugar sin tren de pasajeros”. Porque si azarosa ha sido la lucha por hacerse de un lugar en la primera división del balompié mexicano, dura y sufridora ha sido la posibilidad de que podamos ir y venir de aquí a la Ciudad de México en rieles y sin las vicisitudes de una carretera cada vez más peligrosa e indescifrable.
Siempre, como en el futbol, la esperanza ha estado ahí, e incluso, por momentos en la historia, contamos con ese servicio en el que, desmañanados, desayunábamos en el vagón comedor mientras se consumían kilómetros y llegábamos a la siempre anhelada estación de Buenavista. El caso es que fue un fugaz sueño del que despertamos más temprano que tarde.
No hace mucho, la idea tomó formas casi reales y hasta nos conflictuamos cuando se dijo que nuestra nueva estación, la del tren a México de este siglo XXI, estaría en los contornos de Calesa y a unos pasos mínimos de la ya de por sí siempre congestionada arteria de Bernardo Quintana. Pero algo pasó con los chinos, hacedores de aquel milagro, que acabó el proyecto en mera ilusión, como si se tratara de una visión de oasis en pleno desierto.
Pero el tren sigue anunciando su llegada; parece que ya se escucha su pitar a la distancia y la tierra tiembla bajo nuestros pies ante su inminente llegada. Ya incluso se evalúa el mejor lugar para ubicar a nuestra estación: que si la de siempre en plena “otra banda”, que si por el aeropuerto, que si con parada, como los camiones de segunda de antaño, en San Juan del Río…
Con los pitidos, dicen, se anuncia un nuevo impulso para Querétaro y la siempre anhelada posibilidad de dejar para siempre esa carretera 57, en la que se sabe cuándo se entra, pero jamás cuándo se sale. Y con los pitidos también se anuncia, cómo no suponerlo, la llegada de una avalancha de nuevos habitantes a una tranquila ciudad dormitorio de los capitalinos.
Ahí viene el tren, y con él, sus ventajas y sus sinsabores. Mucho hablamos de las primeras, pero pocos se han puesto a reflexionar en los segundos. Aunque quizá, como siempre, algo suceda a última hora y sigamos siendo “el lugar sin tren de pasajeros”.