/ domingo 8 de septiembre de 2024

Aquí Querétaro / Lluvia de nieve, de cenizas y de sapos

Hubo una vez que llovieron sapos.

Hubo una vez que llovió nieve.

Hubo una vez que llovió ceniza.

Bueno, propiamente ninguna de estas cosas fueron lluvia, en realidad; utilizo el término, claro está, como una metáfora de lo que viví en algún momento en este Querétaro que nos abriga.

Lo de la nieve es mucho más conocido, o recordado. Pasó allá por el 78, si no recuerdo mal, en un regularmente caluroso marzo, si la evocación no me confunde. El Cimatario, antiquísimo volcán convertido en montaña tradicional, se vistió de blanco, lo mismo que la Cuesta China, y hasta un sitio y el otro, los queretanos de entonces, los que tenían coche, se desplazaron para hacer muñecos de nieve sobre los cofres de sus vehículos. Hoy todo mundo, que lo vivió, lo recuerda. La mañana aquella en que nevó en los alrededores de Querétaro quedó para siempre en la memoria.

Hubo otras nevadas antes que sólo se conocen por las crónicas de la época, pues quienes las vieron ya están muertos. Aquella, por ejemplo, que pintó de canas los árboles y los tejados de las casas de Hércules, el popular barrio que, creo, ya desde entonces era conocido como “hermana república”.

Lo de la ceniza no hace demasiado tiempo. El Popo vomitó desde sus entrañas y el viento propicio acabó por completar la faena. Las calles de la ciudad, o de parte de ella, se tapizaron de un polvo oscuro que también cubrió las carrocerías de los coches, y nosotros nos preguntamos sobre la fragilidad de la distancia ante lo natural del universo. Aunque no han pasado demasiados años de aquello (o quizá sí) no muchos se acuerdan de este significativo acontecimiento. Yo, para no olvidarlo, tengo guardado en un frasquito un poco de aquellas cenizas que me recuerdan lo misteriosa que es la vida.

Lo de los sapos tiene más tiempo; sin duda más de cincuenta años. Por entonces yo vivía en el molino El Fénix, y por ahí el fenómeno fue extraordinario: cientos, miles, de pequeños sapos ocupando el territorio, brincando aquí y allá con singular desparpajo, y algunos, muriendo aplastados debajo de los vehículos que circulaban por ahí. ¿De dónde llegaron tantísimos y diminutos sapos? Aquella fue una pregunta que nunca pude responder.

El caso es que, en Querétaro, además de tantas cosas que han pasado en la historia, también llovió nieve, ceniza volcánica y sapos. ¿Y por qué no?


Hubo una vez que llovieron sapos.

Hubo una vez que llovió nieve.

Hubo una vez que llovió ceniza.

Bueno, propiamente ninguna de estas cosas fueron lluvia, en realidad; utilizo el término, claro está, como una metáfora de lo que viví en algún momento en este Querétaro que nos abriga.

Lo de la nieve es mucho más conocido, o recordado. Pasó allá por el 78, si no recuerdo mal, en un regularmente caluroso marzo, si la evocación no me confunde. El Cimatario, antiquísimo volcán convertido en montaña tradicional, se vistió de blanco, lo mismo que la Cuesta China, y hasta un sitio y el otro, los queretanos de entonces, los que tenían coche, se desplazaron para hacer muñecos de nieve sobre los cofres de sus vehículos. Hoy todo mundo, que lo vivió, lo recuerda. La mañana aquella en que nevó en los alrededores de Querétaro quedó para siempre en la memoria.

Hubo otras nevadas antes que sólo se conocen por las crónicas de la época, pues quienes las vieron ya están muertos. Aquella, por ejemplo, que pintó de canas los árboles y los tejados de las casas de Hércules, el popular barrio que, creo, ya desde entonces era conocido como “hermana república”.

Lo de la ceniza no hace demasiado tiempo. El Popo vomitó desde sus entrañas y el viento propicio acabó por completar la faena. Las calles de la ciudad, o de parte de ella, se tapizaron de un polvo oscuro que también cubrió las carrocerías de los coches, y nosotros nos preguntamos sobre la fragilidad de la distancia ante lo natural del universo. Aunque no han pasado demasiados años de aquello (o quizá sí) no muchos se acuerdan de este significativo acontecimiento. Yo, para no olvidarlo, tengo guardado en un frasquito un poco de aquellas cenizas que me recuerdan lo misteriosa que es la vida.

Lo de los sapos tiene más tiempo; sin duda más de cincuenta años. Por entonces yo vivía en el molino El Fénix, y por ahí el fenómeno fue extraordinario: cientos, miles, de pequeños sapos ocupando el territorio, brincando aquí y allá con singular desparpajo, y algunos, muriendo aplastados debajo de los vehículos que circulaban por ahí. ¿De dónde llegaron tantísimos y diminutos sapos? Aquella fue una pregunta que nunca pude responder.

El caso es que, en Querétaro, además de tantas cosas que han pasado en la historia, también llovió nieve, ceniza volcánica y sapos. ¿Y por qué no?