Aquí, ilustre senado, termina el teatro y comienza la vida.
Aquellos jóvenes estudiantes que, nerviosos, se maquillaban con el apoyo de Anita Flores, mientras repasaban, una y otra vez, los textos a interpretar, seguramente no imaginaban, aquella tarde-noche del cinco de septiembre de 1959, la repercusión que tendría la aventura que emprendían. Ahí, frente a la portada del imponente templo barroco del que tomarían una máscara con la lengua de fuera como logo y distinción, estaba por iniciar un recorrido que conmemoró, apenas el pasado jueves, sesenta y cinco años.
Era sábado y los vecinos del queretano barrio de Santa Rosa de Viterbo se habían acercado ya con sus propias sillas a disfrutar de aquel espectáculo tan poco usual. Se habían colocado en el arroyo de una calle empedrada que aún conservaba, en la acera de enfrente, construcciones históricas que acabarían por desaparecer a manos de la picota gubernamental un lustro después.
De entre todos aquellos jóvenes destacaba, un poco mayor, aunque con apenas veinticinco años, quien por entonces dirigía las acciones de difusión cultural de la Universidad Autónoma de Querétaro y que había pensado en crear un grupo teatral universitario que, a semejanza de aquella Barraca fundada por Federico García Lorca y Eduardo Ugarte, tuviese un carácter popular y ambulante, que “recorriera la legua” como los cómicos trashumantes de los siglos XVI y XVII. Aquel joven de blanca piel, rubicundo rostro y peinado impecable era Hugo Gutiérrez Vega. Había dejado para sí, del programa que abarcaba piezas de Lope de Rueda, Cervantes y San Juan de la Cruz, las Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre, obra capital de la literatura española, antiquísima pero vigente reflexión sobre la vida y la muerte: “cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte, tan callando…”
Gutiérrez Vega acabó por marcharse de Querétaro (regresaría unos años después, ahora como rector, para protagonizar episodios indelebles de la historia universitaria), pero el grupo se mantuvo activo de la mano de sus sucesores: Paco Rabell, los hermanos Juan y Roberto Servín, Ignacio Frías y Godoy, y un puñado de entusiastas estudiantes que encontraban en el teatro una forma de expresión inédita y un camino a seguir.
Las primeras décadas de existencia de los Cómicos de la Legua, como fueron nombrados por el mismo Hugo, siguieron casi al pie de la letra la visión de su creador, recorrieron el país acercando los maravillosos textos del repertorio corto del teatro clásico español a un público generalmente alejado de esas manifestaciones artísticas; también presentaron su repertorio en plazas públicas, en universidades y hasta en rancherías. Fueron esos cómicos trashumantes los que hicieron que muchos queretanos descubrieran por primera vez el teatro y varias generaciones de habitantes de estas tierras los consideraran parte de sus vidas, joya territorial que se lucía ante los visitantes. Los presumieron rectores, los aprovecharon gobernadores, y hasta un presidente, Luis Echeverría, los envío a Centro y Sudamérica como representantes culturales de México; hicieron giras lo mismo a la Sierra Gorda que a España, donde se presentaron, ni más ni menos, que en el teatro Español de Madrid.
Algunas de sus etapas más significativas fueron guiadas por Paco Rabell, que a la postre saldría de la agrupación y formaría su propia compañía, quien logró, además de giras internacionales, la colaboración de pesos pesados del mundo teatral mexicano: Julio Castillo, Rafael López Miarnau, Juan Miguel de Mora y hasta Alejandro Jodorowsky. Los Cómicos se convirtieron en un referente más allá de las fronteras queretanas y los maestros del INBA llegaron hasta nuestra virreinal ciudad a instalar una academia actoral dirigida por Luis Gimeno.
Todo empezó, como un juego, aquella tarde-noche de inicios de septiembre en el atrio del templo construido por Ignacio Mariano de las Casas, con un grupo de estudiantes dispuestos a repetir sus parlamentos bajo las estrellas, iluminados con focos dentro de botes y, a sus espaldas, con la parsimoniosa voz de Hugo, que cumplía apenas el principio de un sueño perfectamente estructurado. Cincuenta años después, en ese mismo lugar, el mismo Hugo les reconvendría suavemente, amorosamente, su aparente displicencia en una función de aniversario tan especial, a las nuevas generaciones de actores de la institución por él creada.
Sesenta y cinco años es una buena oportunidad para festejar el feliz acontecimiento de aquel 5 de septiembre de 1959, para recordar a Hugo, a Paco, a Juan o a Nacho, que ya no están, pero también para reflexionar sobre el presente y el futuro de una compañía de tan abrumador prestigio, que requiere mantenerse vigente, actualizada, rigurosa, atrevida, insatisfecha, aventurera, apasionada, intensa y ejemplar.
Porque aquí, ilustre senado, termina la vida y comienza el teatro.