/ domingo 14 de julio de 2024

Aquí Querétaro | Una vieja calle llena de baches

Aquella calle plagada de baches, como si tuviera varicela, no llegaba a nada. Había llegado tiempo atrás (un tiempo que no conocí), cuando era carretera y, dicen, llegaba hasta San Miguel de Allende. Fue entonces cuando las industrias se asentaron a su vera, pero con la construcción de la carretera Constitución, solo el molino El Fénix quedó en ella, y solo por esta harinera, se rellenaban los baches con tepetate para hacerla más circulable.

Aquella calle, que no era otra que la prolongación de Tecnológico (antes Circunvalación), no tenía banquetas, ni guarniciones, y el deteriorado asfalto obligaba a los vehículos a serpentear en su trayecto, buscando las zonas menos malas para transitar, aunque hacerlo, por momentos, se volvía imposible sin acertar a aquellos baches (de todos los tamaños y profundidades) que ocupaban toda su largueza y su anchura.

La calle, como digo, no llegaba a nada; se volvía todavía más intransitable tras rebasar la entrada de la harinera, lo que obligaba a circular, y aún a caminar, todavía más lento. Al final, justo unos metros antes del terraplén que albergaba en su altura a la nueva carretera Constitución, una enorme y artificial hondonada a todo lo ancho de lo que algún día fue asfalto, la cortaba con crueldad, como si más allá de ella hubiese alguna oportunidad de no toparse con el talud y continuar la marcha.

Aquel corte abrupto, que a mí me ayudaba de niño a practicar bicicross o era espacio proclive para recibir el piquete de aquellas rojas hormigas que provocaban ampollas, era el final de la ciudad. Nada estaba más allá de ella, salvo, claro está, la nueva carretera, y, kilómetros más adelante, los pueblos de Carrillo Puerto y de Santa María Magdalena.

En las poco más de dos décadas que viví en la zona, escuché siempre, insistentemente, aquella ilusión sin sustento, aquella inocente esperanza, de que tarde o temprano, la vieja calle llena de baches se comunicaría con la carretera; que algún día se rellenaría aquella hondonada y se allanaría el terraplén, para que desde ahí también se pudiera salir hacia San Luis Potosí y la nueva zona industrial. Pero eso no sucedió en mucho, mucho, tiempo.

A la carretera Constitución le construirían puentes y le cambiarían el nombre por Cinco de Febrero y bastantes años después se haría la anhelada conexión. Luego, décadas más tarde, derrumbarían los puentes y le colocarían un “paseo” antes del nombre, cuando ya Carrillo y Santa María son “colonias” dentro de la mancha urbana.

Justo ahí, donde la vieja calle, otrora llena de baches, se une al nuevo paseo, han levantado una torre rara y blanca, delgada y con conclusión en punta, que causa extrañeza e interrogantes. Dicen que será un “museo de sitio” y mirador, donde poco se podrá mirar más allá del nuevo paseo, y donde muy poco acervo interesante podrá albergar. Dicen también que tendrá un estacionamiento para cien coches y que costó la despreciable suma de catorce millones de pesos.

Me gustaría que vivieran mis padres para poder contarles que la añeja ilusión, la siempre viva esperanza, no fue vana, y que hoy hay conexión; que ya el terraplén fue vencido y el hoyanco tapado, y que ahora hasta podríamos subir a un mirador atestado de turistas dispuestos a abrevar de la visión del nuevo Querétaro.


Aquella calle plagada de baches, como si tuviera varicela, no llegaba a nada. Había llegado tiempo atrás (un tiempo que no conocí), cuando era carretera y, dicen, llegaba hasta San Miguel de Allende. Fue entonces cuando las industrias se asentaron a su vera, pero con la construcción de la carretera Constitución, solo el molino El Fénix quedó en ella, y solo por esta harinera, se rellenaban los baches con tepetate para hacerla más circulable.

Aquella calle, que no era otra que la prolongación de Tecnológico (antes Circunvalación), no tenía banquetas, ni guarniciones, y el deteriorado asfalto obligaba a los vehículos a serpentear en su trayecto, buscando las zonas menos malas para transitar, aunque hacerlo, por momentos, se volvía imposible sin acertar a aquellos baches (de todos los tamaños y profundidades) que ocupaban toda su largueza y su anchura.

La calle, como digo, no llegaba a nada; se volvía todavía más intransitable tras rebasar la entrada de la harinera, lo que obligaba a circular, y aún a caminar, todavía más lento. Al final, justo unos metros antes del terraplén que albergaba en su altura a la nueva carretera Constitución, una enorme y artificial hondonada a todo lo ancho de lo que algún día fue asfalto, la cortaba con crueldad, como si más allá de ella hubiese alguna oportunidad de no toparse con el talud y continuar la marcha.

Aquel corte abrupto, que a mí me ayudaba de niño a practicar bicicross o era espacio proclive para recibir el piquete de aquellas rojas hormigas que provocaban ampollas, era el final de la ciudad. Nada estaba más allá de ella, salvo, claro está, la nueva carretera, y, kilómetros más adelante, los pueblos de Carrillo Puerto y de Santa María Magdalena.

En las poco más de dos décadas que viví en la zona, escuché siempre, insistentemente, aquella ilusión sin sustento, aquella inocente esperanza, de que tarde o temprano, la vieja calle llena de baches se comunicaría con la carretera; que algún día se rellenaría aquella hondonada y se allanaría el terraplén, para que desde ahí también se pudiera salir hacia San Luis Potosí y la nueva zona industrial. Pero eso no sucedió en mucho, mucho, tiempo.

A la carretera Constitución le construirían puentes y le cambiarían el nombre por Cinco de Febrero y bastantes años después se haría la anhelada conexión. Luego, décadas más tarde, derrumbarían los puentes y le colocarían un “paseo” antes del nombre, cuando ya Carrillo y Santa María son “colonias” dentro de la mancha urbana.

Justo ahí, donde la vieja calle, otrora llena de baches, se une al nuevo paseo, han levantado una torre rara y blanca, delgada y con conclusión en punta, que causa extrañeza e interrogantes. Dicen que será un “museo de sitio” y mirador, donde poco se podrá mirar más allá del nuevo paseo, y donde muy poco acervo interesante podrá albergar. Dicen también que tendrá un estacionamiento para cien coches y que costó la despreciable suma de catorce millones de pesos.

Me gustaría que vivieran mis padres para poder contarles que la añeja ilusión, la siempre viva esperanza, no fue vana, y que hoy hay conexión; que ya el terraplén fue vencido y el hoyanco tapado, y que ahora hasta podríamos subir a un mirador atestado de turistas dispuestos a abrevar de la visión del nuevo Querétaro.