/ domingo 1 de noviembre de 2020

Aquí Querétaro|Neptuno

Heme aquí, encajonado en este pasillo, con apenas visibilidad a ese patio por el que cruza gente entre semana, condenado a esta posición extraña que tanto me cansa.

Dudo mucho que exista otra estatua como yo, tan maltratada por las circunstancias a través de la historia, tan condicionada a un destino de encierro. Ni siquiera don Ezequiel Montes, trasladado de aquí para allá; ni don Ignacio Pérez, puesto a mirar hacia un sitio y luego hacia el otro; ni don Venustiano Carranza, a quien cambiaron de domicilio sin tapujos; vaya, ni los toritos, a los que trasladaron aún a sabiendas de que le daban nombre e identidad a su entorno.

Sí, me temo que no hay estatua con tan mala suerte como la mía; tan predispuesta, no sólo al cambio de ubicación, sino también a ser presa idónea, gracias a mi conformación, del vandalismo nocturno. Ninguna hay tampoco a la que hayan suplantado por otra que iba más a modo.

Cuando a fines del siglo dieciocho me colocaron bajo el marco de la fuente diseñada por don Eduardo Tresguerras en el antiguo mercado de San Antonio, mi vida parecía más prometedora. Cierto es que las malas lenguas aseguraban que, en realidad, tenía la vocación de Cristo, pero lo cierto es que, el estar colocado ahí, con mi personalidad tan alejada de estos entornos de tierra adentro, para mí era reconfortante, pues podía mirar hacia la verde escenografía del Jardín Zenea y aminorar las penas de mi postura.

No es por nada, pero creo que don Juan Izguerra, mi hacedor, talló de manera magistral la cantera que me dio forma, y así, convertido en dios romano sobre las aguas del mar, dominando a los peces, y con mi tridente en la mano derecha, me sentía poderoso y agraciado.

No duré más que una década en el privilegiado lugar. A alguien se le ocurrió que ahí podía dejar de funcionar el mercado y podía construirse un momento a una heroína, y me llevaron, junto con la fuente de Tresguerras, hasta una céntrica esquina donde podía admirara la maravillosa construcción de la llamada Casa de la Marquesa. Ahí fue donde vinieron los verdaderos pesares.

Más de una noche sufrí las tropelías de mozalbetes sin oficio, que, aprovechando la oscuridad y la falta de ojos vigilantes, arremetieran contra mi humanidad de piedra. Cuando un dedo, cuando una mano, fueron salvajemente arrancados de mi cuerpo por simple diversión. Pero la cereza que remató el pastel vandálico se dio cuando una mañana amanecí sin cabeza.

Por eso decidieron suplantarme, y tras una operación mayor, reinsertarme la cabeza, para después colocarme en este lugar cerrado donde hoy me encuentro, ya desde hace tres décadas. Ahí, en el privilegiado lugar que mira a la Casa de la Marquesa, instalaron una réplica, un suplantador de inviolable bronce al que le dio forma don Abraham González.

Por eso digo que no creo que exista estatua con mas mala suerte que la mía. Lo digo, condenado a mirar tan solo el patio interior de lo que un día fue la Presidencia Municipal, como si yo, Neptuno, no mereciera alguna de las bellas vistas de la ciudad para la que fui creado, ni esa agua bajo mis pies que, de alguna manera, mitigara un poco mi pena.

Heme aquí, encajonado en este pasillo, con apenas visibilidad a ese patio por el que cruza gente entre semana, condenado a esta posición extraña que tanto me cansa.

Dudo mucho que exista otra estatua como yo, tan maltratada por las circunstancias a través de la historia, tan condicionada a un destino de encierro. Ni siquiera don Ezequiel Montes, trasladado de aquí para allá; ni don Ignacio Pérez, puesto a mirar hacia un sitio y luego hacia el otro; ni don Venustiano Carranza, a quien cambiaron de domicilio sin tapujos; vaya, ni los toritos, a los que trasladaron aún a sabiendas de que le daban nombre e identidad a su entorno.

Sí, me temo que no hay estatua con tan mala suerte como la mía; tan predispuesta, no sólo al cambio de ubicación, sino también a ser presa idónea, gracias a mi conformación, del vandalismo nocturno. Ninguna hay tampoco a la que hayan suplantado por otra que iba más a modo.

Cuando a fines del siglo dieciocho me colocaron bajo el marco de la fuente diseñada por don Eduardo Tresguerras en el antiguo mercado de San Antonio, mi vida parecía más prometedora. Cierto es que las malas lenguas aseguraban que, en realidad, tenía la vocación de Cristo, pero lo cierto es que, el estar colocado ahí, con mi personalidad tan alejada de estos entornos de tierra adentro, para mí era reconfortante, pues podía mirar hacia la verde escenografía del Jardín Zenea y aminorar las penas de mi postura.

No es por nada, pero creo que don Juan Izguerra, mi hacedor, talló de manera magistral la cantera que me dio forma, y así, convertido en dios romano sobre las aguas del mar, dominando a los peces, y con mi tridente en la mano derecha, me sentía poderoso y agraciado.

No duré más que una década en el privilegiado lugar. A alguien se le ocurrió que ahí podía dejar de funcionar el mercado y podía construirse un momento a una heroína, y me llevaron, junto con la fuente de Tresguerras, hasta una céntrica esquina donde podía admirara la maravillosa construcción de la llamada Casa de la Marquesa. Ahí fue donde vinieron los verdaderos pesares.

Más de una noche sufrí las tropelías de mozalbetes sin oficio, que, aprovechando la oscuridad y la falta de ojos vigilantes, arremetieran contra mi humanidad de piedra. Cuando un dedo, cuando una mano, fueron salvajemente arrancados de mi cuerpo por simple diversión. Pero la cereza que remató el pastel vandálico se dio cuando una mañana amanecí sin cabeza.

Por eso decidieron suplantarme, y tras una operación mayor, reinsertarme la cabeza, para después colocarme en este lugar cerrado donde hoy me encuentro, ya desde hace tres décadas. Ahí, en el privilegiado lugar que mira a la Casa de la Marquesa, instalaron una réplica, un suplantador de inviolable bronce al que le dio forma don Abraham González.

Por eso digo que no creo que exista estatua con mas mala suerte que la mía. Lo digo, condenado a mirar tan solo el patio interior de lo que un día fue la Presidencia Municipal, como si yo, Neptuno, no mereciera alguna de las bellas vistas de la ciudad para la que fui creado, ni esa agua bajo mis pies que, de alguna manera, mitigara un poco mi pena.