/ viernes 3 de junio de 2022

Contraluz | Hércules

Allá por los años 60 del siglo anterior con mis primos Carlos y José Mario Esquivel éramos una pequeña banda de tres que durante las vacaciones escolares llenábamos nuestro tiempo con juegos de pelota, excursiones en bicicleta y exploraciones por los cerros que rodeaban la ciudad.

Abundaban conejos, zorros, tlacuaches, algún cacomixtle, y en los senderos veíamos pasar a pastores que guiaban ganado menor chivos y ovejas-, tocando flautas de carrizo y entendiéndose ellos con gritos en clave de ladera a ladera cuyos ecos vibraban en nuestros oídos.

No había miedos. Y siempre de su parte y la nuestra, el saludo formal: “buenos días” y ya.

Salíamos temprano de la casa, en el barrio de Santiago, con una raquítica torta de queso y un refresco Victoria. El rodar de las bicicletas seguía al acuerdo previo de a dónde ir.

Nos gustaba ir frecuentemente por el rumbo de Hércules, La Cañada o las faldas del Cimatario, aunque muchas veces preferimos ir a la entonces llamada “hermana república” de Hércules por su cercanía y porque nos llamaba mucho la atención el Cerro Colorado y la Peña Agujereada.

No había modernos fraccionamientos, ni asentamientos irregulares. En ambas laderas que abrigaban al pueblo y a la fábrica de hilados se prodigaba una flora de arbusto entre la que sobresalían huizaches, mezquites, magueyes, palo bobo y garambullos.

Eran tiempos de mucha confianza entre lugareños y visitantes.

Recuerdo por ejemplo que para emprender la caminata hacia la Peña Agujereada encargábamos nuestras bicicletas en una miscelánea donde la señora –la veíamos ya viejita- nos decía hay déjenlas recargadas en la pared y eso hacíamos sin ningún temor a que fuesen robadas.

Después emprendíamos el ascenso con entusiasmo infantil hasta llegar a la peña donde nos sentíamos los grandes exploradores cuando alcanzábamos el piso de la espléndida construcción natural a la que veíamos como algo mágico. Descansábamos un rato y después subíamos a la parte alta desde donde contemplábamos el pueblo de

Hércules, el río, las vías del ferrocarril, la estación y el templo de la Purísima Concepción, mientras dábamos cuenta de nuestro frugal desayuno.

Observábamos mucho: el acomodo de las piedras en laderas y peñas altas, los animales que de pronto corrían y se perdían, los arbustos y algunas cactáceas que por ahí crecían, el cielo de azul intenso y el sol derramado del medio día.

Platicábamos, platicábamos mucho; el primo José Mario que vivía en el DF, nos hablaba de las maravillas de su escuela Tepeyac y del fut americano; Carlos Esquivel que estudiaba en el Centro Educativo, del maestro Corona y de los amigos de su pandilla de Próspero C. Vega; yo, del colegio del Padre Borja y de mis clases de solfeo y piano con el maestro Rivas en Bellas Artes.

Emprendíamos después el retorno pasando por las bicicletas a la miscelánea que estaba a pie de la calle central de Hércules. Ya en casa nos bañábamos y luego contábamos nuestras “intrépidas aventuras”.

La remembranza fue porque aunque Hércules defiende su identidad e historia, incluida la precolombina, las cosas algo han cambiado. La gran fábrica de hilados y tejidos que llegó a tener hasta tres mil trabajadores y en donde en 1982 hice un extenso reportaje, ya no existe como tal; ahora, como todos saben, es una factoría en donde se fabrica y expende buena cerveza.

La parte alta donde está la Peña Agujereada ha sido defendida por ecologistas y los pobladores de Hércules que advierten que han sufrido el deterioro de su entorno con nuevos y grandes fraccionamientos que han abatido flora y fauna y en donde ahora se levantan torres que rompen bruscamente con el viejo y natural paisaje. El Mirador, con la estatua de la Virgen a donde peregrinan los lugareños, nos cuentan que se ha conservado con muchos trabajos. En los cerros de enfrente, asentamientos irregulares o quizá ya regularizados, se desplazan por las laderas hasta la zona de las vías del tren, entreverándose con los viejos edificios, destacándose aún el campo de fútbol Libertad y el Instituto de Artes y Oficios inaugurado a fines de los años 80 del siglo anterior.


Allá por los años 60 del siglo anterior con mis primos Carlos y José Mario Esquivel éramos una pequeña banda de tres que durante las vacaciones escolares llenábamos nuestro tiempo con juegos de pelota, excursiones en bicicleta y exploraciones por los cerros que rodeaban la ciudad.

Abundaban conejos, zorros, tlacuaches, algún cacomixtle, y en los senderos veíamos pasar a pastores que guiaban ganado menor chivos y ovejas-, tocando flautas de carrizo y entendiéndose ellos con gritos en clave de ladera a ladera cuyos ecos vibraban en nuestros oídos.

No había miedos. Y siempre de su parte y la nuestra, el saludo formal: “buenos días” y ya.

Salíamos temprano de la casa, en el barrio de Santiago, con una raquítica torta de queso y un refresco Victoria. El rodar de las bicicletas seguía al acuerdo previo de a dónde ir.

Nos gustaba ir frecuentemente por el rumbo de Hércules, La Cañada o las faldas del Cimatario, aunque muchas veces preferimos ir a la entonces llamada “hermana república” de Hércules por su cercanía y porque nos llamaba mucho la atención el Cerro Colorado y la Peña Agujereada.

No había modernos fraccionamientos, ni asentamientos irregulares. En ambas laderas que abrigaban al pueblo y a la fábrica de hilados se prodigaba una flora de arbusto entre la que sobresalían huizaches, mezquites, magueyes, palo bobo y garambullos.

Eran tiempos de mucha confianza entre lugareños y visitantes.

Recuerdo por ejemplo que para emprender la caminata hacia la Peña Agujereada encargábamos nuestras bicicletas en una miscelánea donde la señora –la veíamos ya viejita- nos decía hay déjenlas recargadas en la pared y eso hacíamos sin ningún temor a que fuesen robadas.

Después emprendíamos el ascenso con entusiasmo infantil hasta llegar a la peña donde nos sentíamos los grandes exploradores cuando alcanzábamos el piso de la espléndida construcción natural a la que veíamos como algo mágico. Descansábamos un rato y después subíamos a la parte alta desde donde contemplábamos el pueblo de

Hércules, el río, las vías del ferrocarril, la estación y el templo de la Purísima Concepción, mientras dábamos cuenta de nuestro frugal desayuno.

Observábamos mucho: el acomodo de las piedras en laderas y peñas altas, los animales que de pronto corrían y se perdían, los arbustos y algunas cactáceas que por ahí crecían, el cielo de azul intenso y el sol derramado del medio día.

Platicábamos, platicábamos mucho; el primo José Mario que vivía en el DF, nos hablaba de las maravillas de su escuela Tepeyac y del fut americano; Carlos Esquivel que estudiaba en el Centro Educativo, del maestro Corona y de los amigos de su pandilla de Próspero C. Vega; yo, del colegio del Padre Borja y de mis clases de solfeo y piano con el maestro Rivas en Bellas Artes.

Emprendíamos después el retorno pasando por las bicicletas a la miscelánea que estaba a pie de la calle central de Hércules. Ya en casa nos bañábamos y luego contábamos nuestras “intrépidas aventuras”.

La remembranza fue porque aunque Hércules defiende su identidad e historia, incluida la precolombina, las cosas algo han cambiado. La gran fábrica de hilados y tejidos que llegó a tener hasta tres mil trabajadores y en donde en 1982 hice un extenso reportaje, ya no existe como tal; ahora, como todos saben, es una factoría en donde se fabrica y expende buena cerveza.

La parte alta donde está la Peña Agujereada ha sido defendida por ecologistas y los pobladores de Hércules que advierten que han sufrido el deterioro de su entorno con nuevos y grandes fraccionamientos que han abatido flora y fauna y en donde ahora se levantan torres que rompen bruscamente con el viejo y natural paisaje. El Mirador, con la estatua de la Virgen a donde peregrinan los lugareños, nos cuentan que se ha conservado con muchos trabajos. En los cerros de enfrente, asentamientos irregulares o quizá ya regularizados, se desplazan por las laderas hasta la zona de las vías del tren, entreverándose con los viejos edificios, destacándose aún el campo de fútbol Libertad y el Instituto de Artes y Oficios inaugurado a fines de los años 80 del siglo anterior.