/ miércoles 5 de mayo de 2021

Contraluz | Instituciones

A casi un mes de la jornada electoral en México se plantea una elección intermedia inédita con un número sin precedente de partidos y candidatos contendientes a los diversos puestos de elección popular en disputa, en un ambiente oscurecido por el Covid, por la siembra de odios, por la desaceleración económica, por el frontal ataque a instituciones democráticas y por el maniqueísmo rampante que habrá de cobrar disputas y cuotas sin dejar beneficio alguno.

Hoy de lo que se trata es de defender, sin desconocer la necesidad de algunas correcciones, los innegables avances democráticos logrados en los últimos decenios, así como en políticas republicanas, en las que el federalismo ocupa un papel primordial, como contrapeso al centralismo y al autoritarismo que tantos daños nos han hecho históricamente.

Contextualizar los avances democráticos no es pérdida de tiempo ni de razón. México no es una isla, siempre ha estado naturalmente sujeto a coyunturas internacionales desde su vecindad con Estados Unidos así como su historia de tierra conquistada, de colonia, de diversidad, y de enormes riquezas materiales y culturales que salvo excepciones no hemos sabido explotar con racionalidad, equilibrio, sensatez y realismo.

El México machista de chicharroneros y sombrerazos había empezado a quedar atrás gracias al perfeccionamiento de instituciones, a mejores leyes y al diálogo razonable en aras de un mejor estado de derecho coincidente con los anhelos populares.

De ahí que mucho se había avanzado de la simulación democrática a una democracia firme, de instituciones, de contrapesos y de atención y escucha a la voz popular genuinamente representada.

Entendimos no hace mucho que México no implica una cultura sino una realidad multicultural que puede marchar en unidad sustancial en la búsqueda de concretar los anhelos populares, si bien, con adecuaciones regionales que beneficien en justicia a quienes menos tienen, generando el abatimiento de pobreza y miseria.

Muchas décadas y territorio perdimos entre disputas cupulares desde la consumación de la Independencia, por divisiones, radicalismos, injerencias extranjeras, sectarismos, ambiciones, codicia, traiciones, simulaciones, falta de acuerdos, de diálogo y en definitiva de patriotismo.

Llegaron así los tiempos de liberales y conservadores, de republicanos y monárquicos, de militaristas y civilistas, de clericales y agnósticos, de invasiones y de aprovechamiento ajeno y sin reglas fijas de los bienes nacionales.

Con Benito Juárez el Estado por fin empezó a perfilarse con cierta fortaleza pero ajeno aún a la democracia popular y participativa. Después, ya sabemos, vino el Porfiriato que transitó entre el realismo y la simulación para lograr un desarrollo desigual en las distintas regionales de la república.

La Revolución fue una serie de levantamientos y pronunciamientos que envueltos en la sábana del tiempo, dejaron una dispar concepción del país que requeríamos, destacándose la lucha por la democracia de las fuerzas del norte alentada consistentemente por fuerzas extranjeras que disputaban mayores porcentajes de bienes y materias primas como el petróleo, fundos mineros, ferrocarriles, cultivos y créditos financieros –Madero, Carranza, Villa y Obregón-, y la lucha de los campesinos del centro sur liderados por Emiliano Zapata que exigían tierra y libertad.

Emergió entonces el sistema unipartidista que durante décadas fue simulación democrática e innegable, aunque desigual desarrollo.

Urgía el paso decisivo a la democracia que se inició en 1977.

Por ello no está de más recordar hoy lo que el maestro José Woldemberg presidente del IFE, escribió en 2003 en la Presentación del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe): “En virtud de las particularidades del régimen político dominante en México a lo largo de la mayor parte del siglo XX, los esfuerzos democratizadores se concentraron esencialmente en hacer valer el voto ciudadano depositado en las urnas, en crear y mejorar reglas e instituciones electorales capaces de representar y reproducir la pluralidad real y potencial de una sociedad en proceso de modernización y crecimiento. La pieza faltante para desplegar la democracia era, precisamente, la pieza electoral en todos sus aspectos: la organización, el marco jurídico, la institución reguladora. Se trataba en principio de desterrar las prácticas fraudulentas que anulaban o distorsionaban el voto de los ciudadanos, creando un marco legal que permitiera la emergencia, sin restricciones artificiales, de la verdadera pluralidad política de la nación. La democratización mexicana descansa sobre esa condición: solucionarla, asegurarla, era absolutamente indispensable para que el país pudiera seguir celebrando elecciones y por tanto para que la transición tuviera lugar. Por eso lo electoral fue el tema número uno de la agenda política a lo largo de casi veinte años y para eso el país se embarcó en seis reformas electorales: 1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 hasta llegar a la más abarcadora, consensuada y profunda: la de 1996. La historia de la lucha política en México durante los últimos veinte años puede resumirse de la siguiente manera: partidos políticos en plural, distintos y auténticos, acuden a las elecciones en ciertos comicios ganan algunas posiciones legislativas y en otros conquistan posiciones de gobierno; desde ahí promueven reformas que les dan más derechos, seguridades y prerrogativas. Los partidos, así fortalecidos, vuelven a participar en nuevas elecciones, donde se hacen de más posiciones y lanzan un nuevo ciclo de exigencias y reformas electorales. Este proceso cíclico y que se autorefuerza, fortaleció a los partidos y encontró en cada reforma electoral un pivote para una nueva fase del cambio.

El arranque puede ubicarse en 1977 ya que por primera vez se abrieron las compuertas para el libre desarrollo de las opciones organizadas y para su asistencia al mundo electoral. Desde entonces y hasta 1996, se vivió un amplio ciclo de reformas electorales que se hicieron cargo de seis grandes temas: 1) el régimen de los partidos, 2) la conformación del Poder Legislativo, 3) los órganos electorales, 4) la impartición de justicia electoral, 5) las condiciones de la competencia electoral, y 6) la reforma política en la capital de México. Los cambios constitucionales y legales, fueron construyendo de forma paulatina las reglas y las instituciones que en un primer momento permitieron la incorporación de fuerzas políticas significativas a la arena electoral; después el fortalecimiento de los partidos con la ampliación de sus prerrogativas; la gradual autonomización de los órganos electorales frente a los poderes públicos y los partidos, hasta conseguir su plena independencia; la creación del primer tribunal electoral y posteriormente la extensión del control jurisdiccional a todos los aspectos de los procesos electorales; la apertura del Congreso a la pluralidad política hasta el diseño de fórmulas de integración que restaron los márgenes de infra y sobrerrepresentación entre votos y escaños; la mejoría en las condiciones de la competencia, así como la extensión de los derechos políticos de los habitantes de la capital del país. La edificación de este marco fue la que hizo posible que México saldara su añeja aspiración de alcanzar la plena democracia política. Los dos últimos comicios federales, los de 1997 y 2000 se realizaron bajo un nuevo marco legal y constitucional que cristalizó después de una de las negociaciones políticas más intensas y prolongadas de los últimos años. En 1996 los partidos políticos concretaron una vasta cooperación de cambio en las instituciones y las leyes electorales en México, que arrojó un conjunto de modificaciones fundamentales para el avance y la consolidación democrática de México cambios que sin ninguna duda, estuvieron en la base y fueron la garantía de comicios legales, equitativos y transparentes”.

Maestro José Wondelberg.

En 1977 el Gobierno Federal expidió la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE); aquí Arnoldo Martínez Verdugo y Jesús Reyes Heroles.

A casi un mes de la jornada electoral en México se plantea una elección intermedia inédita con un número sin precedente de partidos y candidatos contendientes a los diversos puestos de elección popular en disputa, en un ambiente oscurecido por el Covid, por la siembra de odios, por la desaceleración económica, por el frontal ataque a instituciones democráticas y por el maniqueísmo rampante que habrá de cobrar disputas y cuotas sin dejar beneficio alguno.

Hoy de lo que se trata es de defender, sin desconocer la necesidad de algunas correcciones, los innegables avances democráticos logrados en los últimos decenios, así como en políticas republicanas, en las que el federalismo ocupa un papel primordial, como contrapeso al centralismo y al autoritarismo que tantos daños nos han hecho históricamente.

Contextualizar los avances democráticos no es pérdida de tiempo ni de razón. México no es una isla, siempre ha estado naturalmente sujeto a coyunturas internacionales desde su vecindad con Estados Unidos así como su historia de tierra conquistada, de colonia, de diversidad, y de enormes riquezas materiales y culturales que salvo excepciones no hemos sabido explotar con racionalidad, equilibrio, sensatez y realismo.

El México machista de chicharroneros y sombrerazos había empezado a quedar atrás gracias al perfeccionamiento de instituciones, a mejores leyes y al diálogo razonable en aras de un mejor estado de derecho coincidente con los anhelos populares.

De ahí que mucho se había avanzado de la simulación democrática a una democracia firme, de instituciones, de contrapesos y de atención y escucha a la voz popular genuinamente representada.

Entendimos no hace mucho que México no implica una cultura sino una realidad multicultural que puede marchar en unidad sustancial en la búsqueda de concretar los anhelos populares, si bien, con adecuaciones regionales que beneficien en justicia a quienes menos tienen, generando el abatimiento de pobreza y miseria.

Muchas décadas y territorio perdimos entre disputas cupulares desde la consumación de la Independencia, por divisiones, radicalismos, injerencias extranjeras, sectarismos, ambiciones, codicia, traiciones, simulaciones, falta de acuerdos, de diálogo y en definitiva de patriotismo.

Llegaron así los tiempos de liberales y conservadores, de republicanos y monárquicos, de militaristas y civilistas, de clericales y agnósticos, de invasiones y de aprovechamiento ajeno y sin reglas fijas de los bienes nacionales.

Con Benito Juárez el Estado por fin empezó a perfilarse con cierta fortaleza pero ajeno aún a la democracia popular y participativa. Después, ya sabemos, vino el Porfiriato que transitó entre el realismo y la simulación para lograr un desarrollo desigual en las distintas regionales de la república.

La Revolución fue una serie de levantamientos y pronunciamientos que envueltos en la sábana del tiempo, dejaron una dispar concepción del país que requeríamos, destacándose la lucha por la democracia de las fuerzas del norte alentada consistentemente por fuerzas extranjeras que disputaban mayores porcentajes de bienes y materias primas como el petróleo, fundos mineros, ferrocarriles, cultivos y créditos financieros –Madero, Carranza, Villa y Obregón-, y la lucha de los campesinos del centro sur liderados por Emiliano Zapata que exigían tierra y libertad.

Emergió entonces el sistema unipartidista que durante décadas fue simulación democrática e innegable, aunque desigual desarrollo.

Urgía el paso decisivo a la democracia que se inició en 1977.

Por ello no está de más recordar hoy lo que el maestro José Woldemberg presidente del IFE, escribió en 2003 en la Presentación del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe): “En virtud de las particularidades del régimen político dominante en México a lo largo de la mayor parte del siglo XX, los esfuerzos democratizadores se concentraron esencialmente en hacer valer el voto ciudadano depositado en las urnas, en crear y mejorar reglas e instituciones electorales capaces de representar y reproducir la pluralidad real y potencial de una sociedad en proceso de modernización y crecimiento. La pieza faltante para desplegar la democracia era, precisamente, la pieza electoral en todos sus aspectos: la organización, el marco jurídico, la institución reguladora. Se trataba en principio de desterrar las prácticas fraudulentas que anulaban o distorsionaban el voto de los ciudadanos, creando un marco legal que permitiera la emergencia, sin restricciones artificiales, de la verdadera pluralidad política de la nación. La democratización mexicana descansa sobre esa condición: solucionarla, asegurarla, era absolutamente indispensable para que el país pudiera seguir celebrando elecciones y por tanto para que la transición tuviera lugar. Por eso lo electoral fue el tema número uno de la agenda política a lo largo de casi veinte años y para eso el país se embarcó en seis reformas electorales: 1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994 hasta llegar a la más abarcadora, consensuada y profunda: la de 1996. La historia de la lucha política en México durante los últimos veinte años puede resumirse de la siguiente manera: partidos políticos en plural, distintos y auténticos, acuden a las elecciones en ciertos comicios ganan algunas posiciones legislativas y en otros conquistan posiciones de gobierno; desde ahí promueven reformas que les dan más derechos, seguridades y prerrogativas. Los partidos, así fortalecidos, vuelven a participar en nuevas elecciones, donde se hacen de más posiciones y lanzan un nuevo ciclo de exigencias y reformas electorales. Este proceso cíclico y que se autorefuerza, fortaleció a los partidos y encontró en cada reforma electoral un pivote para una nueva fase del cambio.

El arranque puede ubicarse en 1977 ya que por primera vez se abrieron las compuertas para el libre desarrollo de las opciones organizadas y para su asistencia al mundo electoral. Desde entonces y hasta 1996, se vivió un amplio ciclo de reformas electorales que se hicieron cargo de seis grandes temas: 1) el régimen de los partidos, 2) la conformación del Poder Legislativo, 3) los órganos electorales, 4) la impartición de justicia electoral, 5) las condiciones de la competencia electoral, y 6) la reforma política en la capital de México. Los cambios constitucionales y legales, fueron construyendo de forma paulatina las reglas y las instituciones que en un primer momento permitieron la incorporación de fuerzas políticas significativas a la arena electoral; después el fortalecimiento de los partidos con la ampliación de sus prerrogativas; la gradual autonomización de los órganos electorales frente a los poderes públicos y los partidos, hasta conseguir su plena independencia; la creación del primer tribunal electoral y posteriormente la extensión del control jurisdiccional a todos los aspectos de los procesos electorales; la apertura del Congreso a la pluralidad política hasta el diseño de fórmulas de integración que restaron los márgenes de infra y sobrerrepresentación entre votos y escaños; la mejoría en las condiciones de la competencia, así como la extensión de los derechos políticos de los habitantes de la capital del país. La edificación de este marco fue la que hizo posible que México saldara su añeja aspiración de alcanzar la plena democracia política. Los dos últimos comicios federales, los de 1997 y 2000 se realizaron bajo un nuevo marco legal y constitucional que cristalizó después de una de las negociaciones políticas más intensas y prolongadas de los últimos años. En 1996 los partidos políticos concretaron una vasta cooperación de cambio en las instituciones y las leyes electorales en México, que arrojó un conjunto de modificaciones fundamentales para el avance y la consolidación democrática de México cambios que sin ninguna duda, estuvieron en la base y fueron la garantía de comicios legales, equitativos y transparentes”.

Maestro José Wondelberg.

En 1977 el Gobierno Federal expidió la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LOPPE); aquí Arnoldo Martínez Verdugo y Jesús Reyes Heroles.