/ viernes 29 de julio de 2022

Contraluz | José Mojica (2)


Pese a la Revolución y a que la fama de México no era muy buena a nivel internacional, la ópera tenía éxito en nuestro país que pese a la Constitución de Querétaro de 1917 y a la relativa estabilidad que prevalecía, era escenario de levantamientos, pronunciamientos, choques políticos y batallas aisladas, en medio de nuevos y confusos liderazgos que nublaban la escena social allá por 1919.

Fue entonces que José Mojica, trabajador de un hotel en Nueva York, decidió retornar a México gracias a la invitación que recibió de una nueva compañía de ópera formada en urbe de hierro que con recursos suficientes había preparado una gran temporada en México con los mejores cantantes de la Metropolitan Ópera House que actuarían en la Ciudad de México en el Teatro Arbeu y en la Plaza de Toros el Toreo.

La compañía hizo el viaje de una semana en lujoso tren. Cuenta José Mojica que al entrar a México los cantantes venían temerosos y nerviosos: “el temor de los caminos creció cuando el tren disminuyó la velocidad debido a una voladura habida la semana anterior, y ante los ojos de un grupo que viajaba en la plataforma posterior, desfilaron, colgados de los postes del telégrafo, seis cadáveres de bandidos. Ana Fitziu se encerró en su gabinete dando gritos”.

Pero felizmente la compañía arribó a la ciudad de México, entre ellos iban Rosa Raisa, Giacomo Rimini, Ana Fitziu, María Gay, Virgilio Lazzarini y varias voces mundialmente reconocidas.

No le fue muy bien a Mojica. Giorgio Polacco, el director, lo relegaba sin razón alguna. Le tenía animadversión y le daba papelitos de relleno que para su voz y calidad interpretativa eran humillantes. De cualquier manera, con contrato en mano Mojica no sucumbió a la desesperación, aunque el maltrato se prolongó en una segunda temporada.

Mientras, Mojica daba clases de canto a principiantes y participaba en funciones dominicales populares a más de que atendía invitaciones a cantar en festividades religiosas, bodas, bautizos y funciones particulares.

Fue entonces cuando con bombo y platillos se anunció la contratación del gran tenor Enrico Caruso quien cantaría una serie de funciones en el Teatro Esperanza Iris y en El Toreo.

José Mojica fue llamado a firmar contrato con la noticia de que el director ya no sería Polacco sino Genaro Pappi a quien había visto y admirado en el Metropolitan.

El gran Caruso cantaría acompañado casi exclusivamente por cantantes mexicanos para lo cual hubo de escuchar un desfile de voces en el Teatro Arbeu con teatro lleno por personas que querían conocerlo y demostrarle que en México “no se aplaudía a la mediocridad”. No faltaron silbidos ni penosos silencios ante las distintas presentaciones en tanto que Caruso se veía cansado y aburrido.

Casi al final tocó su turno a José Mojica quien cantó la cavatina de Fausto misma que provocó un aplauso cerrado al que se unió el propio Caruso quien invitó a su palco a Mojica a quien desde entonces mostró respeto y admiración. El tenor mexicano tenía entonces 23 años.

Dicha temporada fue el despegue de José Mojica como cantante lírico altamente reconocido. Caruso –quien le decía Mokika- lo hizo su amigo y alumno, le dio consejos, y elogió su capacidad interpretativa. Le hizo incluso una caricatura y lo recomendó a las mejores compañías de Ópera de Estados Unidos, en ese entonces: Chicago Ópera y Metropolitan Opera House de Nueva York.

Chicago Ópera se adelantó y lo contrató por cinco años, al término de los cuales la Metropolitan le ofreció un gran contrato, pero Chicago le duplicó la oferta y ahí se quedó.

En Chicago José Mojica conoció a Mary Garden, icónica soprano británica adorada por Debussy, Massenet, Richard Strauss, el Sha de Irán y muchas prominentes figuras más del mundo de la cultura y la política.

Ella lo escuchó y lo recibió con enorme admiración preparándolo para cantar juntos, ahí mismo en Chicago, la más famosa representación de la ópera de Claude Debussy “Pelleas y Menisande”, ópera que ella había estrenado en París en 1902.

También en Chicago José Mojica estrenó en ese tiempo la ópera El Amor de las Tres Naranjas, de Serguéi Procófiev dirigida por el propio gran maestro y compositor ruso.

Por ese tiempo se sumarían a sus éxitos el llamado de la firma Edison que le ofreció un contrato inicial para ocho grabaciones.

Tiempo después, ya anciano, Tomás Alba Edison le llamó a su oficina para decirle que pese a su sordera, con un aparato podía oír sus grabaciones que le habían agradado mucho, y que todas las noches, antes de acostarse, oía con su voz la canción Golondrina Mensajera de Esparza Oteo.

Resumiría después que fueron tiempos de éxito y fortuna. De alejamiento de la religión. De triunfos y de fiestas. De amoríos fáciles con compañeras y admiradoras.

Poco a poco, confesaría después, el hastío lo fue ganando y la sensación de vacío y soledad horadando su mente y su espíritu. Aunque venía a México cada que podía, extrañaba la presencia de su madre quien dependía totalmente de él.

Así, buscó un lugar que tuviera más afinidades con el campo mexicano y lo encontró en California donde compró una finca y recreó minuciosamente la casa en la que había nacido y vivido de pequeño con su madre en San Gabriel, Jalisco.

Paralelamente inició su vida de actor pues en Hollywood, después del cine mudo, buscaban un artista latino para dicho público del sur de Estados Unidos, América y España.

En total, realizó 17 películas, siendo la más famosa “La Cruz y la Espada” donde encarnó a un sacerdote franciscano. En México hizo también varias cintas, la más conocida “El Capitán Aventurero” en 1939, y en Argentina “Melodías de América”.

Después, siendo ya sacerdote, participaría en “Yo Pecador”, su autobiografía, estelarizada por Pedro Armendáriz, Libertad Lamarque y Pedro Geraldo, en el papel de Mojica, apareciendo éste sólo al final en su primera misa ya como Fray Francisco José de Guadalupe. Haría después dos cintas más: “Seguiré tus Pasos”, en Perú, y “El Pórtico de la Gloria”, en España.

Joven aún y en plenitud de facultades. Encontró refugio en su retorno a Dios gracias a la acogida que tuvo de sacerdotes franciscanos en cuya pobreza y caridad comunitaria encontró sustancia para el vacío existencial que sufría. Influyó también decididamente su acercamiento a la profunda obra mística de Santa Teresita del Niño Jesús. Retornó a México y se afincó en San Miguel de Allende donde restauró una vieja propiedad llamándola Granja Santa Mónica a donde llevó a su mamá. Promovió ahí la cultura –Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río, Pedro Vargas, pintores y artistas fueron invitados a su casa-, iniciando además, con un grupo de amigos, el torero Pepe Ortiz entre ellos, obras de restauración de la bella ciudad, incluido su teatro Ángela Peralta, así como un santuario guadalupano, un hospital y un orfanatorio. En ese tiempo visitaba en Querétaro a don Germán Patiño quien había sido su maestro en la Academia de San Carlos, y se entregaba en cuerpo y alma a la erección de nuestro Museo Regional.

Cumplía compromisos en Chicago cuando su madre falleció en San Miguel de Allende.

Ya nada le impedía entonces adentrarse en una vieja ilusión que latía gracias a sus lecturas y meditaciones sobre la plenitud del desapego de San Francisco de Asís, Fray Junípero Serra y Fray Antonio Margil de Jesús y San Francisco Solano: dejar todo, entrar en un convento y dedicarse a Dios.

Hizo todavía varios viajes: en Europa encontró que era muy popular, gracias a sus grabaciones, en lugares como Grecia, Bulgaria, Egipto, Turquía, España… Y en América, en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Argentina, Chile, Perú, Bolivia, Brasil y Panamá. Fue filmando su última película, Melodías de América en 1942, cuando contó sus intenciones de ingresar a un convento, como lego, a su amigo Agustín Lara, quien sorprendido y emocionado, le compuso su canción “Solamente una vez”.

José Mojica entró en 1942 como novicio franciscano -llevaba ya varios años perteneciendo a la Tercera Orden-, en Cuzco, Perú, recibiendo el orden sacerdotal en 1947.

Su testimonio desde entonces fue de oración, alegría, entrega y evangelización serena y constante; nunca dejó de cantar. Falleció en Lima, Perú, pobre, contento y en paz con Dios y su comunidad, el 20 de septiembre de 1974.



Pese a la Revolución y a que la fama de México no era muy buena a nivel internacional, la ópera tenía éxito en nuestro país que pese a la Constitución de Querétaro de 1917 y a la relativa estabilidad que prevalecía, era escenario de levantamientos, pronunciamientos, choques políticos y batallas aisladas, en medio de nuevos y confusos liderazgos que nublaban la escena social allá por 1919.

Fue entonces que José Mojica, trabajador de un hotel en Nueva York, decidió retornar a México gracias a la invitación que recibió de una nueva compañía de ópera formada en urbe de hierro que con recursos suficientes había preparado una gran temporada en México con los mejores cantantes de la Metropolitan Ópera House que actuarían en la Ciudad de México en el Teatro Arbeu y en la Plaza de Toros el Toreo.

La compañía hizo el viaje de una semana en lujoso tren. Cuenta José Mojica que al entrar a México los cantantes venían temerosos y nerviosos: “el temor de los caminos creció cuando el tren disminuyó la velocidad debido a una voladura habida la semana anterior, y ante los ojos de un grupo que viajaba en la plataforma posterior, desfilaron, colgados de los postes del telégrafo, seis cadáveres de bandidos. Ana Fitziu se encerró en su gabinete dando gritos”.

Pero felizmente la compañía arribó a la ciudad de México, entre ellos iban Rosa Raisa, Giacomo Rimini, Ana Fitziu, María Gay, Virgilio Lazzarini y varias voces mundialmente reconocidas.

No le fue muy bien a Mojica. Giorgio Polacco, el director, lo relegaba sin razón alguna. Le tenía animadversión y le daba papelitos de relleno que para su voz y calidad interpretativa eran humillantes. De cualquier manera, con contrato en mano Mojica no sucumbió a la desesperación, aunque el maltrato se prolongó en una segunda temporada.

Mientras, Mojica daba clases de canto a principiantes y participaba en funciones dominicales populares a más de que atendía invitaciones a cantar en festividades religiosas, bodas, bautizos y funciones particulares.

Fue entonces cuando con bombo y platillos se anunció la contratación del gran tenor Enrico Caruso quien cantaría una serie de funciones en el Teatro Esperanza Iris y en El Toreo.

José Mojica fue llamado a firmar contrato con la noticia de que el director ya no sería Polacco sino Genaro Pappi a quien había visto y admirado en el Metropolitan.

El gran Caruso cantaría acompañado casi exclusivamente por cantantes mexicanos para lo cual hubo de escuchar un desfile de voces en el Teatro Arbeu con teatro lleno por personas que querían conocerlo y demostrarle que en México “no se aplaudía a la mediocridad”. No faltaron silbidos ni penosos silencios ante las distintas presentaciones en tanto que Caruso se veía cansado y aburrido.

Casi al final tocó su turno a José Mojica quien cantó la cavatina de Fausto misma que provocó un aplauso cerrado al que se unió el propio Caruso quien invitó a su palco a Mojica a quien desde entonces mostró respeto y admiración. El tenor mexicano tenía entonces 23 años.

Dicha temporada fue el despegue de José Mojica como cantante lírico altamente reconocido. Caruso –quien le decía Mokika- lo hizo su amigo y alumno, le dio consejos, y elogió su capacidad interpretativa. Le hizo incluso una caricatura y lo recomendó a las mejores compañías de Ópera de Estados Unidos, en ese entonces: Chicago Ópera y Metropolitan Opera House de Nueva York.

Chicago Ópera se adelantó y lo contrató por cinco años, al término de los cuales la Metropolitan le ofreció un gran contrato, pero Chicago le duplicó la oferta y ahí se quedó.

En Chicago José Mojica conoció a Mary Garden, icónica soprano británica adorada por Debussy, Massenet, Richard Strauss, el Sha de Irán y muchas prominentes figuras más del mundo de la cultura y la política.

Ella lo escuchó y lo recibió con enorme admiración preparándolo para cantar juntos, ahí mismo en Chicago, la más famosa representación de la ópera de Claude Debussy “Pelleas y Menisande”, ópera que ella había estrenado en París en 1902.

También en Chicago José Mojica estrenó en ese tiempo la ópera El Amor de las Tres Naranjas, de Serguéi Procófiev dirigida por el propio gran maestro y compositor ruso.

Por ese tiempo se sumarían a sus éxitos el llamado de la firma Edison que le ofreció un contrato inicial para ocho grabaciones.

Tiempo después, ya anciano, Tomás Alba Edison le llamó a su oficina para decirle que pese a su sordera, con un aparato podía oír sus grabaciones que le habían agradado mucho, y que todas las noches, antes de acostarse, oía con su voz la canción Golondrina Mensajera de Esparza Oteo.

Resumiría después que fueron tiempos de éxito y fortuna. De alejamiento de la religión. De triunfos y de fiestas. De amoríos fáciles con compañeras y admiradoras.

Poco a poco, confesaría después, el hastío lo fue ganando y la sensación de vacío y soledad horadando su mente y su espíritu. Aunque venía a México cada que podía, extrañaba la presencia de su madre quien dependía totalmente de él.

Así, buscó un lugar que tuviera más afinidades con el campo mexicano y lo encontró en California donde compró una finca y recreó minuciosamente la casa en la que había nacido y vivido de pequeño con su madre en San Gabriel, Jalisco.

Paralelamente inició su vida de actor pues en Hollywood, después del cine mudo, buscaban un artista latino para dicho público del sur de Estados Unidos, América y España.

En total, realizó 17 películas, siendo la más famosa “La Cruz y la Espada” donde encarnó a un sacerdote franciscano. En México hizo también varias cintas, la más conocida “El Capitán Aventurero” en 1939, y en Argentina “Melodías de América”.

Después, siendo ya sacerdote, participaría en “Yo Pecador”, su autobiografía, estelarizada por Pedro Armendáriz, Libertad Lamarque y Pedro Geraldo, en el papel de Mojica, apareciendo éste sólo al final en su primera misa ya como Fray Francisco José de Guadalupe. Haría después dos cintas más: “Seguiré tus Pasos”, en Perú, y “El Pórtico de la Gloria”, en España.

Joven aún y en plenitud de facultades. Encontró refugio en su retorno a Dios gracias a la acogida que tuvo de sacerdotes franciscanos en cuya pobreza y caridad comunitaria encontró sustancia para el vacío existencial que sufría. Influyó también decididamente su acercamiento a la profunda obra mística de Santa Teresita del Niño Jesús. Retornó a México y se afincó en San Miguel de Allende donde restauró una vieja propiedad llamándola Granja Santa Mónica a donde llevó a su mamá. Promovió ahí la cultura –Jorge Negrete, María Félix, Dolores del Río, Pedro Vargas, pintores y artistas fueron invitados a su casa-, iniciando además, con un grupo de amigos, el torero Pepe Ortiz entre ellos, obras de restauración de la bella ciudad, incluido su teatro Ángela Peralta, así como un santuario guadalupano, un hospital y un orfanatorio. En ese tiempo visitaba en Querétaro a don Germán Patiño quien había sido su maestro en la Academia de San Carlos, y se entregaba en cuerpo y alma a la erección de nuestro Museo Regional.

Cumplía compromisos en Chicago cuando su madre falleció en San Miguel de Allende.

Ya nada le impedía entonces adentrarse en una vieja ilusión que latía gracias a sus lecturas y meditaciones sobre la plenitud del desapego de San Francisco de Asís, Fray Junípero Serra y Fray Antonio Margil de Jesús y San Francisco Solano: dejar todo, entrar en un convento y dedicarse a Dios.

Hizo todavía varios viajes: en Europa encontró que era muy popular, gracias a sus grabaciones, en lugares como Grecia, Bulgaria, Egipto, Turquía, España… Y en América, en Cuba, Puerto Rico, República Dominicana, Argentina, Chile, Perú, Bolivia, Brasil y Panamá. Fue filmando su última película, Melodías de América en 1942, cuando contó sus intenciones de ingresar a un convento, como lego, a su amigo Agustín Lara, quien sorprendido y emocionado, le compuso su canción “Solamente una vez”.

José Mojica entró en 1942 como novicio franciscano -llevaba ya varios años perteneciendo a la Tercera Orden-, en Cuzco, Perú, recibiendo el orden sacerdotal en 1947.

Su testimonio desde entonces fue de oración, alegría, entrega y evangelización serena y constante; nunca dejó de cantar. Falleció en Lima, Perú, pobre, contento y en paz con Dios y su comunidad, el 20 de septiembre de 1974.