/ miércoles 1 de septiembre de 2021

Contraluz | Septiembre

A 500 años de la derrota azteca en Tenochtitlan, 211 años del inicio de la Revolución de Independencia, y 111 del llamado a la Revolución de 1910, la deuda de México con los pobres, y especialmente con los pueblos indígenas continúa; la justicia social, aún les es en mucho desconocida.

Por ello es urgente ahondar en la búsqueda de razones sensatas para reemprender en serio el camino a la justicia y a la equidad, dejándonos de narcisismos falaces, de soluciones simplistas, de rencores absurdos, de ocurrencias sin fundamento, para alcanzar con unidad, desarrollo, paz y un mejor reparto de la renta nacional. Habrá qué recordar que México nació con la lucha de dos pueblos, uno invasor –aliado con pueblos locales sometidos- y otro, derrotado y conquistado en 1519, que terminaron organizándose de acuerdo a reglas y normas del invasor, fusionándose unos en el mestizaje y resolviendo otros no confluir en la mezcla de razas, decantándose la población en pueblos originales, mestizos, criollos, españoles y esclavos negros traídos de África o de las islas del Caribe. Con el tiempo la esclavitud formal declinó pese a no ser abolida por las Cortes de Cádiz aunque sí lo fueron la Inquisición y la tortura. Después vino la Independencia formal, aunque la situación no cambió prácticamente nada para las clases populares pues entre divisiones, intromisiones extranjeras y personalismos diversos, México pasó por dos imperios fracasados, por cambios de república centralista a federal y viceversa; por afanes de transformación como la Reforma; por escisiones que nos costaron más de la mitad del territorio nacional; por una dictadura; tiempo en el que la justicia anhelada por todos quedó como una quimera; sobre todo en relación a los pueblos indígenas que hoy en día siguen siendo objeto de humillación, racismo, desatención y abandono.

Llamadas de atención serias y costosas como la “Revolución de 1910”, o la llamada “guerra zapatista” de 1994, no han sido suficientes para hacer justicia a los pueblos originarios.

El rescate de los pueblos indígenas es una obligación que a todos compete, en especial a los gobiernos de los tres niveles, que lamentablemente poco han hecho por ellos a lo largo de 500, 211 y 111 años. Hasta ahora, y sigue ocurriendo, los pobres y los pueblos indígenas han sido carne de cañón, baza para el discurso, cuenco de humillación, materia humana desalojada de “ciudades limpias”, raza perseguida por inspectores y dejada a la buena de Dios en sus comunidades.

En Querétaro tenemos a los pueblos indígenas de Amealco y Tolimán y los restos de pames y chichimecas que constituyeron, según Escandón, “mancha de gentilidad” en la Sierra Gorda y en la Gran

Chichimeca que se alargaba hasta zonas de Guanajuato como San Luis de la Paz, San José Iturbide, Xichú, Victoria y el sur del Estado en El Pueblito, hoy de Corregidora.

Hoy los núcleos indígenas persisten, especialmente en Casablanca, Tolimán, y en Santiago Mexquititlán y San Ildefonso, Amealco, lamentablemente con enormes rezagos.

En nuestro tiempo, más que cambiar nombres, alentar mitos y viejos rencores, lo que se reclama para pueblos originarios es justicia, respeto, educación, salud, paz, desarrollo y progreso.

Estamos ya en Septiembre, llamado mes de la Patria, y bueno sería alentar la reflexión, la voluntad de hacer justicia y la necesidad de inclusión, con normas sensatas y comprensivas para iniciar el pago de la larga deuda que creciente, hemos arrendado sin justificación ni sentido humano.

Hemos de sopesar que fue la gente más pobre la que se apersonó en las primeras luchas: indígenas, campesinos, jornaleros y gente sin trabajo en general fue la que luchó apenas con algunas armas al inicio de la gesta que culminó en la Independencia.

Con el tiempo ha habido reivindicaciones para algunos grupos, pero también injusto olvido de pueblos originarios.

Es tiempo ya de separar el conocimiento de quienes realmente hemos sido, de los mitos y desviaciones que con tanta frecuencia se adosan a nuestra “historia oficial” y a pareceres personalistas que buscaron y buscan, como el grotesco calendario de la Revolución Francesa, rehacer historia, medidas y normas, en aras de extinguir la memoria y empezar narcisistamente de “cero” los “verdaderos” tiempos de la Patria.

Mejor, con claridad, certeza y humildad, reconocer errores de ayer y de hoy, acompasar razón, conocimiento y pasión por enmendar, hincar corazón y solidaridad en favor de los pueblos indígenas y de los más pobres de nuestra nación y dejar de lado los sueños caballerescos de obras monumentales decididas sin consenso social y sin respeto ambiental.

Septiembre es el mes de la Patria; bueno es que haya fiestas, distracción, reconocimiento y honor a todos nuestros héroes; pero sería mejor si todo ello va acompasado con decisiones y hechos concretos, como escuchar el anhelo de justicia de los pueblos indígenas, para lograr estrechar la brecha de desarrollo entre quienes todo tienen y quienes nada detentan.

A 500 años de la derrota azteca en Tenochtitlan, 211 años del inicio de la Revolución de Independencia, y 111 del llamado a la Revolución de 1910, la deuda de México con los pobres, y especialmente con los pueblos indígenas continúa; la justicia social, aún les es en mucho desconocida.

Por ello es urgente ahondar en la búsqueda de razones sensatas para reemprender en serio el camino a la justicia y a la equidad, dejándonos de narcisismos falaces, de soluciones simplistas, de rencores absurdos, de ocurrencias sin fundamento, para alcanzar con unidad, desarrollo, paz y un mejor reparto de la renta nacional. Habrá qué recordar que México nació con la lucha de dos pueblos, uno invasor –aliado con pueblos locales sometidos- y otro, derrotado y conquistado en 1519, que terminaron organizándose de acuerdo a reglas y normas del invasor, fusionándose unos en el mestizaje y resolviendo otros no confluir en la mezcla de razas, decantándose la población en pueblos originales, mestizos, criollos, españoles y esclavos negros traídos de África o de las islas del Caribe. Con el tiempo la esclavitud formal declinó pese a no ser abolida por las Cortes de Cádiz aunque sí lo fueron la Inquisición y la tortura. Después vino la Independencia formal, aunque la situación no cambió prácticamente nada para las clases populares pues entre divisiones, intromisiones extranjeras y personalismos diversos, México pasó por dos imperios fracasados, por cambios de república centralista a federal y viceversa; por afanes de transformación como la Reforma; por escisiones que nos costaron más de la mitad del territorio nacional; por una dictadura; tiempo en el que la justicia anhelada por todos quedó como una quimera; sobre todo en relación a los pueblos indígenas que hoy en día siguen siendo objeto de humillación, racismo, desatención y abandono.

Llamadas de atención serias y costosas como la “Revolución de 1910”, o la llamada “guerra zapatista” de 1994, no han sido suficientes para hacer justicia a los pueblos originarios.

El rescate de los pueblos indígenas es una obligación que a todos compete, en especial a los gobiernos de los tres niveles, que lamentablemente poco han hecho por ellos a lo largo de 500, 211 y 111 años. Hasta ahora, y sigue ocurriendo, los pobres y los pueblos indígenas han sido carne de cañón, baza para el discurso, cuenco de humillación, materia humana desalojada de “ciudades limpias”, raza perseguida por inspectores y dejada a la buena de Dios en sus comunidades.

En Querétaro tenemos a los pueblos indígenas de Amealco y Tolimán y los restos de pames y chichimecas que constituyeron, según Escandón, “mancha de gentilidad” en la Sierra Gorda y en la Gran

Chichimeca que se alargaba hasta zonas de Guanajuato como San Luis de la Paz, San José Iturbide, Xichú, Victoria y el sur del Estado en El Pueblito, hoy de Corregidora.

Hoy los núcleos indígenas persisten, especialmente en Casablanca, Tolimán, y en Santiago Mexquititlán y San Ildefonso, Amealco, lamentablemente con enormes rezagos.

En nuestro tiempo, más que cambiar nombres, alentar mitos y viejos rencores, lo que se reclama para pueblos originarios es justicia, respeto, educación, salud, paz, desarrollo y progreso.

Estamos ya en Septiembre, llamado mes de la Patria, y bueno sería alentar la reflexión, la voluntad de hacer justicia y la necesidad de inclusión, con normas sensatas y comprensivas para iniciar el pago de la larga deuda que creciente, hemos arrendado sin justificación ni sentido humano.

Hemos de sopesar que fue la gente más pobre la que se apersonó en las primeras luchas: indígenas, campesinos, jornaleros y gente sin trabajo en general fue la que luchó apenas con algunas armas al inicio de la gesta que culminó en la Independencia.

Con el tiempo ha habido reivindicaciones para algunos grupos, pero también injusto olvido de pueblos originarios.

Es tiempo ya de separar el conocimiento de quienes realmente hemos sido, de los mitos y desviaciones que con tanta frecuencia se adosan a nuestra “historia oficial” y a pareceres personalistas que buscaron y buscan, como el grotesco calendario de la Revolución Francesa, rehacer historia, medidas y normas, en aras de extinguir la memoria y empezar narcisistamente de “cero” los “verdaderos” tiempos de la Patria.

Mejor, con claridad, certeza y humildad, reconocer errores de ayer y de hoy, acompasar razón, conocimiento y pasión por enmendar, hincar corazón y solidaridad en favor de los pueblos indígenas y de los más pobres de nuestra nación y dejar de lado los sueños caballerescos de obras monumentales decididas sin consenso social y sin respeto ambiental.

Septiembre es el mes de la Patria; bueno es que haya fiestas, distracción, reconocimiento y honor a todos nuestros héroes; pero sería mejor si todo ello va acompasado con decisiones y hechos concretos, como escuchar el anhelo de justicia de los pueblos indígenas, para lograr estrechar la brecha de desarrollo entre quienes todo tienen y quienes nada detentan.