/ viernes 15 de febrero de 2019

El Baúl

Cuando abrió la puerta y vio a los agentes de policía, un fogonazo de miedo y desilusión le cayó encima. Después de anunciarle que iban por él, no le dieron tiempo para despedirse de nadie, ni de llevar nada consigo, solo lo que llevaba puesto, una camiseta y su pantalón. Lo subieron a la patrulla y se lo llevaron a la prisión de San José el Alto.

Cuando estuvo frente a su juzgador cayó en la cuenta de por qué estaba detenido, y entonces las entrañas se le arrugaron, pues estaba consciente de que, desde ese momento una parte de su vida se empezaba a evaporar. Así estaría, evaporándose, hasta que terminara el tiempo de su condena, años después.

El detenido vivía en esta ciudad y en Jalpan, donde trabajaba como comandante de la corporación. Y nunca imaginó que un servicio prestado con lealtad a gente de la capital mexicana, semanas antes de su aprehensión, fuera tiempo después el motivo de su encierro.

Escuchando la sentencia rememoró el día en que lo implicaron:

“-Necesitamos que nos consigas en renta una casa en el centro del pueblo -le dijeron vía telefónica.

“-Claro que sí, jefe; ¿para cuándo?

“-Para ayer.

Tiempo después de que la casa estaba lista, gente desconocida trasladó de un lugar desconocido al inmueble un montón de envoltorios cuyo contenido el detenido nunca conoció, aunque su instinto de policía le decía que se trataba de cierto tipo de mercancía.

La gente en Jalpan decía que era droga que había llegado por avioneta, pero no sabían cuánto tiempo estuvo encerrada en la casa, tampoco si gente de la PGR había ido por ella, o si el cargamento sus propietarios lo habían mudado a otro domicilio. Lo que afirmaban los lugareños era que quienes habían pedido la casa rentada trabajaban en la propia PGR.

De su detención se supo lo suficiente para que cualquiera concluyera en que el comandante carecía de vocación como servidor público y de moral como ser humano. Era lo que necesitaban sus adversos para denigrarlo, sobre todo allá, donde era conocido por muchos, dada su tarea policial.

Un día, un periodista, que se había ganado la confianza del comandante, quiso saber la verdad de cuanto se había dicho.

-Cuando salga voy a hablar -le dijo el comandante.

Pero hasta ahora no ha hablado.

Cuando abrió la puerta y vio a los agentes de policía, un fogonazo de miedo y desilusión le cayó encima. Después de anunciarle que iban por él, no le dieron tiempo para despedirse de nadie, ni de llevar nada consigo, solo lo que llevaba puesto, una camiseta y su pantalón. Lo subieron a la patrulla y se lo llevaron a la prisión de San José el Alto.

Cuando estuvo frente a su juzgador cayó en la cuenta de por qué estaba detenido, y entonces las entrañas se le arrugaron, pues estaba consciente de que, desde ese momento una parte de su vida se empezaba a evaporar. Así estaría, evaporándose, hasta que terminara el tiempo de su condena, años después.

El detenido vivía en esta ciudad y en Jalpan, donde trabajaba como comandante de la corporación. Y nunca imaginó que un servicio prestado con lealtad a gente de la capital mexicana, semanas antes de su aprehensión, fuera tiempo después el motivo de su encierro.

Escuchando la sentencia rememoró el día en que lo implicaron:

“-Necesitamos que nos consigas en renta una casa en el centro del pueblo -le dijeron vía telefónica.

“-Claro que sí, jefe; ¿para cuándo?

“-Para ayer.

Tiempo después de que la casa estaba lista, gente desconocida trasladó de un lugar desconocido al inmueble un montón de envoltorios cuyo contenido el detenido nunca conoció, aunque su instinto de policía le decía que se trataba de cierto tipo de mercancía.

La gente en Jalpan decía que era droga que había llegado por avioneta, pero no sabían cuánto tiempo estuvo encerrada en la casa, tampoco si gente de la PGR había ido por ella, o si el cargamento sus propietarios lo habían mudado a otro domicilio. Lo que afirmaban los lugareños era que quienes habían pedido la casa rentada trabajaban en la propia PGR.

De su detención se supo lo suficiente para que cualquiera concluyera en que el comandante carecía de vocación como servidor público y de moral como ser humano. Era lo que necesitaban sus adversos para denigrarlo, sobre todo allá, donde era conocido por muchos, dada su tarea policial.

Un día, un periodista, que se había ganado la confianza del comandante, quiso saber la verdad de cuanto se había dicho.

-Cuando salga voy a hablar -le dijo el comandante.

Pero hasta ahora no ha hablado.

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