/ viernes 15 de noviembre de 2019

El Baúl

Los “salvadores” de los pobres


Le decían el “Chato” Ramos, y estaba. Bajito de estatura, menudito y algo moreno, el hombre poseía una labia que pasmaba y convencía a los ignorantes y a los necesitados de un patrimonio familiar, de manera que desde un día se convirtió en el patriarca de cientos de familias y las llevó hasta las orillas de la ciudad para que ahí fincaran su propia casa, a costos muy menores de los que prevalecían en el mercado formal.

No pocos le criticaron su modus vivendi, no así que, para conseguir sus objetivos, nunca promovió manifestaciones públicas. Era práctico el hombre.

Protegido por poderosos, o por quién sabe quién, hizo nacer lo que hoy se conoce como Lomas de Casa Blanca. De modo que de un día para otro una superficie enorme estaba llena de gente viviendo bajo casuchas de láminas de cartón con chapopote, suelos terrosos, y niños jugando en la intemperie mientras los adultos contemplaban desde allá la ciudad.

El “Chato” Ramos tenía su poder. Tanto así, que cuando necesitaba iba al Palacio de Gobierno, solicitaba audiencia con el titular del Poder Ejecutivo, y mientras su turno se sentaba en los cómodos sillones de cuero dispuestos en la antesala del gobernante. Y nadie le decía ni le hacía nada. Entraba y salía del edificio gubernamental como cualquier ciudadano. Hacía lo mismo en otras oficinas públicas.

Su poder económico y político fue creciendo, hasta el punto de que de la invasión de tierras de propiedad privada hizo su mejor negocio. Así surgieron algunas de las colonias periféricas más antiguas.

Un proverbio popular dice que “de ver dan ganas”. De manera que luego de varios años algunos siguieron su ejemplo al amparo de una tolerancia incomprensible de parte de las autoridades. Tan así, que para conseguir sus objetivos, los émulos del “Chato” Ramos juntaban a los ignorantes en algún lugar, los catequizaban sobre sus derechos legales, que los oyentes no entendían, y los sacaban a las calles a gritar consignas contra el gobierno y a manifestarse en las plazas públicas. Hablaban tan bien ante las muchedumbres que sólo les faltaba el vestido de profetas.

De cara a que no siempre el crecimiento poblacional cuenta con todos los satisfactores, los seguidores del “Chato” Ramos diversificaron sus negocios, y además de las masas que catequizaban catequizaron a los comerciantes no organizados, y luego a unos y otros los usaron para pelear –y obtener- posiciones de elección popular, desde una simple regiduría plurinominal hasta diputaciones locales de representación proporcional. No sabían de leyes, pero sí de cómo amanecía el costo de los principales materiales para la construcción:

-A este no le pregunten de eso –dijo un diputado aludiendo uno de esos salvadores, que ya era un flamante legislador-, que sólo sabe cuánto cuesta hoy la tonelada de cemento.

Los “salvadores” de los pobres


Le decían el “Chato” Ramos, y estaba. Bajito de estatura, menudito y algo moreno, el hombre poseía una labia que pasmaba y convencía a los ignorantes y a los necesitados de un patrimonio familiar, de manera que desde un día se convirtió en el patriarca de cientos de familias y las llevó hasta las orillas de la ciudad para que ahí fincaran su propia casa, a costos muy menores de los que prevalecían en el mercado formal.

No pocos le criticaron su modus vivendi, no así que, para conseguir sus objetivos, nunca promovió manifestaciones públicas. Era práctico el hombre.

Protegido por poderosos, o por quién sabe quién, hizo nacer lo que hoy se conoce como Lomas de Casa Blanca. De modo que de un día para otro una superficie enorme estaba llena de gente viviendo bajo casuchas de láminas de cartón con chapopote, suelos terrosos, y niños jugando en la intemperie mientras los adultos contemplaban desde allá la ciudad.

El “Chato” Ramos tenía su poder. Tanto así, que cuando necesitaba iba al Palacio de Gobierno, solicitaba audiencia con el titular del Poder Ejecutivo, y mientras su turno se sentaba en los cómodos sillones de cuero dispuestos en la antesala del gobernante. Y nadie le decía ni le hacía nada. Entraba y salía del edificio gubernamental como cualquier ciudadano. Hacía lo mismo en otras oficinas públicas.

Su poder económico y político fue creciendo, hasta el punto de que de la invasión de tierras de propiedad privada hizo su mejor negocio. Así surgieron algunas de las colonias periféricas más antiguas.

Un proverbio popular dice que “de ver dan ganas”. De manera que luego de varios años algunos siguieron su ejemplo al amparo de una tolerancia incomprensible de parte de las autoridades. Tan así, que para conseguir sus objetivos, los émulos del “Chato” Ramos juntaban a los ignorantes en algún lugar, los catequizaban sobre sus derechos legales, que los oyentes no entendían, y los sacaban a las calles a gritar consignas contra el gobierno y a manifestarse en las plazas públicas. Hablaban tan bien ante las muchedumbres que sólo les faltaba el vestido de profetas.

De cara a que no siempre el crecimiento poblacional cuenta con todos los satisfactores, los seguidores del “Chato” Ramos diversificaron sus negocios, y además de las masas que catequizaban catequizaron a los comerciantes no organizados, y luego a unos y otros los usaron para pelear –y obtener- posiciones de elección popular, desde una simple regiduría plurinominal hasta diputaciones locales de representación proporcional. No sabían de leyes, pero sí de cómo amanecía el costo de los principales materiales para la construcción:

-A este no le pregunten de eso –dijo un diputado aludiendo uno de esos salvadores, que ya era un flamante legislador-, que sólo sabe cuánto cuesta hoy la tonelada de cemento.

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