/ viernes 3 de abril de 2020

El Baúl

La noche de la filmación


Estaban sentados a la mesa decidiendo si cenaban hasta más tarde, cuando un escalofrío les recorrió la espalda y se les alojó en las piernas. Se miraron unos a otros, y se quedaron mudos, los ojos más abiertos, hasta que recuperaron superficialmente la tranquilidad. Fue entonces que decidieron no cenar la carne que iban a asar, y en grupo se fueron a dormir.

Les habían dicho mil cosas de la casona, que de tan abandonaba que estaba, no le faltaba mucho para ser un caserón. Pero la curiosidad que tenían, y la esperanza de sacudirse de una vez por todas la vida en hilachas que en veces llevaban, les hizo aprovechar la oportunidad, y entonces se hicieron de herramientas y de todos los instrumentos necesarios, y un fin de semana se fueron para allá.

No era la primera vez que les sucedía. Habían experimentado algo semejante en otra casa, chiquita, en la ciudad, y en una de regular tamaño en otro lugar, un poco lejos de aquí. En ambos casos les habían contado tanto que ellos terminaron por darle a las versiones un cariz más espectacular, hasta el punto de que esta vez a uno de ellos se le ocurrió conseguir una cámara de cine para filmar los hechos, porque le habían dicho que a los espíritus sólo se los puede ver en fotografías y en películas de alta resolución. Y alguien se la prestó.

Ese día, lo primero que hicieron apenas llegaron a la casona, fue inspeccionar cada una de tantas habitaciones que tenía y que olían a polvo podrido. Algunas estaban casi en tinieblas, y en el suelo y en las paredes de otras el sol de la tarde formaba figuras fantasmales. Había puertas de ventanas y cuartos que rechinaban cuando las abrían y otras eran tan ligeras, que la menor corriente de aire las cerraba y las abría cada tanto.

Pusieron sobre la mesa larga del comedor los alimentos enlatados, refrescos, bolsas de hielo, algunos licores y unas tortillas con carne fresca que habían comprado. Porque querían cenar carne asada. Pero nunca pudieron prender la lumbre en el bracero, porque cuando el fuego empezaba, un aire que no se sentía lo apagaba. Así que decidieron acompañar los alimentos enlatados aun con tortillas frías.

Estaba oscureciendo cuando prendieron la luz. Y mientras fantaseaban con el destino que le darían a tanto dinero que esperaban encontrar, empezaron a fumar, y apenas se iban a servir unos tragos, cuando la ventana del comedor se cerró de golpe. Ellos voltearon en seguida y luego, sin una palabra en la boca, se miraron unos a otros. Apenas se querían reponer, cuando la misma puerta de la ventana se abrió tan fuerte que las hojas golpearon los marcos del ventanal. Rápido se pusieron en pie, y entonces se apagó la luz.

-Ya ni hicimos nada; nos hicimos bolita, como mariquitas, y así nos fuimos a dormir –contó uno de ellos, tiempo después.

-¿Y la cámara? –preguntó uno de los oyentes.

-¡Quién se iba a acordar de la méndiga cámara, hombre!

La noche de la filmación


Estaban sentados a la mesa decidiendo si cenaban hasta más tarde, cuando un escalofrío les recorrió la espalda y se les alojó en las piernas. Se miraron unos a otros, y se quedaron mudos, los ojos más abiertos, hasta que recuperaron superficialmente la tranquilidad. Fue entonces que decidieron no cenar la carne que iban a asar, y en grupo se fueron a dormir.

Les habían dicho mil cosas de la casona, que de tan abandonaba que estaba, no le faltaba mucho para ser un caserón. Pero la curiosidad que tenían, y la esperanza de sacudirse de una vez por todas la vida en hilachas que en veces llevaban, les hizo aprovechar la oportunidad, y entonces se hicieron de herramientas y de todos los instrumentos necesarios, y un fin de semana se fueron para allá.

No era la primera vez que les sucedía. Habían experimentado algo semejante en otra casa, chiquita, en la ciudad, y en una de regular tamaño en otro lugar, un poco lejos de aquí. En ambos casos les habían contado tanto que ellos terminaron por darle a las versiones un cariz más espectacular, hasta el punto de que esta vez a uno de ellos se le ocurrió conseguir una cámara de cine para filmar los hechos, porque le habían dicho que a los espíritus sólo se los puede ver en fotografías y en películas de alta resolución. Y alguien se la prestó.

Ese día, lo primero que hicieron apenas llegaron a la casona, fue inspeccionar cada una de tantas habitaciones que tenía y que olían a polvo podrido. Algunas estaban casi en tinieblas, y en el suelo y en las paredes de otras el sol de la tarde formaba figuras fantasmales. Había puertas de ventanas y cuartos que rechinaban cuando las abrían y otras eran tan ligeras, que la menor corriente de aire las cerraba y las abría cada tanto.

Pusieron sobre la mesa larga del comedor los alimentos enlatados, refrescos, bolsas de hielo, algunos licores y unas tortillas con carne fresca que habían comprado. Porque querían cenar carne asada. Pero nunca pudieron prender la lumbre en el bracero, porque cuando el fuego empezaba, un aire que no se sentía lo apagaba. Así que decidieron acompañar los alimentos enlatados aun con tortillas frías.

Estaba oscureciendo cuando prendieron la luz. Y mientras fantaseaban con el destino que le darían a tanto dinero que esperaban encontrar, empezaron a fumar, y apenas se iban a servir unos tragos, cuando la ventana del comedor se cerró de golpe. Ellos voltearon en seguida y luego, sin una palabra en la boca, se miraron unos a otros. Apenas se querían reponer, cuando la misma puerta de la ventana se abrió tan fuerte que las hojas golpearon los marcos del ventanal. Rápido se pusieron en pie, y entonces se apagó la luz.

-Ya ni hicimos nada; nos hicimos bolita, como mariquitas, y así nos fuimos a dormir –contó uno de ellos, tiempo después.

-¿Y la cámara? –preguntó uno de los oyentes.

-¡Quién se iba a acordar de la méndiga cámara, hombre!

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