/ viernes 3 de julio de 2020

El Baúl

La mujer de luto


Casi en el amanecer de aquella madrugada, oscura como estaba la ciudad, el tío se sentía atolondrado. Y estaba en esas cuando la vio venir allá, a lo lejos, vio cómo se fue acercando, pero sin llorar, ni gritar sus penas, sin invocar la compasión de los demás. Dejó de lavarse la cara y corrió hacia su casa.

Lo que vio, o lo que creyó haber visto, no lo contó sino tiempo después. Y, tal como es la mecánica del rumor entre familias, cada quien fue contando la anécdota tal como la dibujó en su memoria mientras se la contaban, hasta que lo rescatable y simpático de todo es que las turbulencias que en la cabeza tenía el tío cada vez que brindaba de más con sus amigos, coincidían con las leyendas y las fantasías que desde antes de entonces se fueron convirtiendo en dichos generacionales cuya base ha sido siempre un misterioso personaje femenino, de quien sólo se sabe de sus hijos.

El tío vivía en la esquina de la Calle de Otoño con la hoy Avenida Universidad, cerca de otros familiares, que vivían en el segundo piso de la Casa del Faldón, pues entonces y hasta tiempo después esa edificación estuvo funcionando como vecindad.

Las crónicas familiares sostenían que cada vez que el tío evocaba aquella madrugada, se le erizaba la piel, de tal manera que contando lo que había visto, sin quitarle ni agregarle una coma, sino tal como lo había contado la primera vez, seguía afirmando que lo visto no había sido producto de su mente alcoholizada.

Decía que cerca de las cinco de la mañana de aquel día, estaba lavándose la cabeza con el agua del río, porque esa era una de las costumbres de entonces, cuando, por alguna razón volvió la cara hacia el poniente y la vio. Creyó que era una visión derivada del agua jabonosa que le escurría de la cabeza. Así que se enjuagó bien esa parte del rostro y volvió a mirar hacia allá y la volvió a ver.

Ella venía con paso lento sobre el lado sur del río, en dirección al oriente de la ciudad, envuelta en su luto de siempre, sin mostrar el rostro, como nunca lo mostró según los relatos de entonces, ni gritar la pena que la embargaba desde que habían sucedido los hechos. El tío se quedó paralizado, y, de pronto, se levantó como si un resorte lo hubiera impulsado, subió el pequeño talud de tierra que tenía el río y se metió en su casa.

Tanta fue la sorpresa y tanto se conmocionó que desde entonces dejó las parrandas remotas con sus amigos y decidió brindar con el dios Baco desde el buró de su habitación. Pero se siguió preguntando ¿qué hacía una mujer sola en esas horas de la madrugada, caminando por el Río Querétaro? ¿Y por qué iba enlutada? Y sobrio o con copas, siguió contando la anécdota tal como la contó la primera vez, convencido de que estaba diciendo la verdad. Y se murió sosteniendo que, a quién él había visto, era La Llorona.

La mujer de luto


Casi en el amanecer de aquella madrugada, oscura como estaba la ciudad, el tío se sentía atolondrado. Y estaba en esas cuando la vio venir allá, a lo lejos, vio cómo se fue acercando, pero sin llorar, ni gritar sus penas, sin invocar la compasión de los demás. Dejó de lavarse la cara y corrió hacia su casa.

Lo que vio, o lo que creyó haber visto, no lo contó sino tiempo después. Y, tal como es la mecánica del rumor entre familias, cada quien fue contando la anécdota tal como la dibujó en su memoria mientras se la contaban, hasta que lo rescatable y simpático de todo es que las turbulencias que en la cabeza tenía el tío cada vez que brindaba de más con sus amigos, coincidían con las leyendas y las fantasías que desde antes de entonces se fueron convirtiendo en dichos generacionales cuya base ha sido siempre un misterioso personaje femenino, de quien sólo se sabe de sus hijos.

El tío vivía en la esquina de la Calle de Otoño con la hoy Avenida Universidad, cerca de otros familiares, que vivían en el segundo piso de la Casa del Faldón, pues entonces y hasta tiempo después esa edificación estuvo funcionando como vecindad.

Las crónicas familiares sostenían que cada vez que el tío evocaba aquella madrugada, se le erizaba la piel, de tal manera que contando lo que había visto, sin quitarle ni agregarle una coma, sino tal como lo había contado la primera vez, seguía afirmando que lo visto no había sido producto de su mente alcoholizada.

Decía que cerca de las cinco de la mañana de aquel día, estaba lavándose la cabeza con el agua del río, porque esa era una de las costumbres de entonces, cuando, por alguna razón volvió la cara hacia el poniente y la vio. Creyó que era una visión derivada del agua jabonosa que le escurría de la cabeza. Así que se enjuagó bien esa parte del rostro y volvió a mirar hacia allá y la volvió a ver.

Ella venía con paso lento sobre el lado sur del río, en dirección al oriente de la ciudad, envuelta en su luto de siempre, sin mostrar el rostro, como nunca lo mostró según los relatos de entonces, ni gritar la pena que la embargaba desde que habían sucedido los hechos. El tío se quedó paralizado, y, de pronto, se levantó como si un resorte lo hubiera impulsado, subió el pequeño talud de tierra que tenía el río y se metió en su casa.

Tanta fue la sorpresa y tanto se conmocionó que desde entonces dejó las parrandas remotas con sus amigos y decidió brindar con el dios Baco desde el buró de su habitación. Pero se siguió preguntando ¿qué hacía una mujer sola en esas horas de la madrugada, caminando por el Río Querétaro? ¿Y por qué iba enlutada? Y sobrio o con copas, siguió contando la anécdota tal como la contó la primera vez, convencido de que estaba diciendo la verdad. Y se murió sosteniendo que, a quién él había visto, era La Llorona.

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