/ viernes 31 de julio de 2020

El Baúl

El vagón de la pulquería

Eran los tiempos en que las pulquerías todavía existían en distintos puntos de la ciudad, porque todavía el pulque lo consumían muchos; sobre todo, de la clase media baja. Así que ese día, como lo habían hecho tantas veces en días y semanas pasados, los clientes del Centro Ferrocarrilero llegaron, se sentaron y pidieron su jarro de pulque. Y cuando ya habían bebido varios jarros, con todo y los polvitos que se asientan en el fondo del jarro, que es precisamente lo que embriaga, a algunos parroquianos les daba por contar sus penas amorosas a quien quisiera escucharlas, o de sus fracasos en la vida, o de los éxitos en el trabajo, o de cualquier otro tema, al fin y al cabo no era necesario conocer tanto del cualquier tema. Además, en esas circunstancias, ¿quién se fija en cuánto sabe el que habla?

El tono de las conversaciones no era el mismo, tenía sus altibajos. Porque, bajo los influjos de la bebida, muchos gritaban para que los oyeran sus amigos o compañeros de barra, o de mesa; otros gritaban porque estaban sordos; y otros más para que sus pláticas no las opacaran cada tanto los rugidos del tren.

Por entonces, en una parte del nororiente de la ciudad había muchas pulquerías, si bien las cantinas ya se habían posicionado en buen lugar dentro de las preferencias de los bebedores. Pero las pulquerías eran todavía los lugares más preferidos para encontrarse con amigos, o para tomarse un jarrito, algo así como lo que hoy dicen que es “la última”. Era todavía una cultura que se negaba a morir.

Ese día, unos bebedores acababan de llegar; otros estaban por pagar el pulque consumido e irse y algunos más habían decidido continuar tomando, cuando lo atolondrado a todos se les quitó en un abrir y cerrar de ojos. El estrépito de la máquina los hizo regresar de donde andaban y los ubicó en la realidad. Así que salieron como pudieron del Centro Ferrocarrilero y ya en la calle se les erizó la piel, al caer en la cuenta de que, un poco más y no vivirían para contar su experiencia.

Del acontecimiento informaron los periódicos locales. Luego de leer la noticia, muchos lectores fueron a donde estaba la pulquería, sólo para ver cómo era que el vagón del tren se había salido de las vía y se había quedado recostado sobre la pared de la pulquería, que estaba en la Calle Invierno esquina con las vías del tren.

Alguien detalló tiempo después, que el accidente era producto de que alguna persona que conocía bien cómo se operan los cambios de vías, tal vez un ex ferrocarrilero o un empleado en activo, había hecho eso precisamente en el patio de maniobras de la antigua estación del tren, cuidándose de que nadie lo viera, de modo que cuando los asistentes al Centro Ferrocarrilero paladeaban su bebida, el vagón del tren se fue desplazando por las vías, cada vez más veloz, hasta que pared de la pulquería lo frenó, y ahí se recostó.

Y nadie supo quién fue.

El vagón de la pulquería

Eran los tiempos en que las pulquerías todavía existían en distintos puntos de la ciudad, porque todavía el pulque lo consumían muchos; sobre todo, de la clase media baja. Así que ese día, como lo habían hecho tantas veces en días y semanas pasados, los clientes del Centro Ferrocarrilero llegaron, se sentaron y pidieron su jarro de pulque. Y cuando ya habían bebido varios jarros, con todo y los polvitos que se asientan en el fondo del jarro, que es precisamente lo que embriaga, a algunos parroquianos les daba por contar sus penas amorosas a quien quisiera escucharlas, o de sus fracasos en la vida, o de los éxitos en el trabajo, o de cualquier otro tema, al fin y al cabo no era necesario conocer tanto del cualquier tema. Además, en esas circunstancias, ¿quién se fija en cuánto sabe el que habla?

El tono de las conversaciones no era el mismo, tenía sus altibajos. Porque, bajo los influjos de la bebida, muchos gritaban para que los oyeran sus amigos o compañeros de barra, o de mesa; otros gritaban porque estaban sordos; y otros más para que sus pláticas no las opacaran cada tanto los rugidos del tren.

Por entonces, en una parte del nororiente de la ciudad había muchas pulquerías, si bien las cantinas ya se habían posicionado en buen lugar dentro de las preferencias de los bebedores. Pero las pulquerías eran todavía los lugares más preferidos para encontrarse con amigos, o para tomarse un jarrito, algo así como lo que hoy dicen que es “la última”. Era todavía una cultura que se negaba a morir.

Ese día, unos bebedores acababan de llegar; otros estaban por pagar el pulque consumido e irse y algunos más habían decidido continuar tomando, cuando lo atolondrado a todos se les quitó en un abrir y cerrar de ojos. El estrépito de la máquina los hizo regresar de donde andaban y los ubicó en la realidad. Así que salieron como pudieron del Centro Ferrocarrilero y ya en la calle se les erizó la piel, al caer en la cuenta de que, un poco más y no vivirían para contar su experiencia.

Del acontecimiento informaron los periódicos locales. Luego de leer la noticia, muchos lectores fueron a donde estaba la pulquería, sólo para ver cómo era que el vagón del tren se había salido de las vía y se había quedado recostado sobre la pared de la pulquería, que estaba en la Calle Invierno esquina con las vías del tren.

Alguien detalló tiempo después, que el accidente era producto de que alguna persona que conocía bien cómo se operan los cambios de vías, tal vez un ex ferrocarrilero o un empleado en activo, había hecho eso precisamente en el patio de maniobras de la antigua estación del tren, cuidándose de que nadie lo viera, de modo que cuando los asistentes al Centro Ferrocarrilero paladeaban su bebida, el vagón del tren se fue desplazando por las vías, cada vez más veloz, hasta que pared de la pulquería lo frenó, y ahí se recostó.

Y nadie supo quién fue.

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