/ domingo 12 de septiembre de 2021

El cronista sanjuanense | San Juan al inicio de la Guerra de Independencia

San Juan del Río no permaneció al margen de las inquietudes de los demás pueblos de la Nueva España durante el periodo colonial; sentía latir en su seno la imperiosa necesidad de ser libre. Desde el año 1810, comenzó a germinar en los cerebros esta poderosa idea, que brotó en Querétaro y culminó en Dolores, propiciada por la deplorable situación por la que atravesaba España.

Debemos hacer énfasis en que la población de San Juan del Río era de franca filiación insurgente; es muy probable que un contingente sanjuanense se haya unido al cura Hidalgo en la guerra por la Independencia, lucharon junto a él en Aculco, la mayoría arrieros e indios de las haciendas de esta tierra que no tenían nada que perder y sí mucho que ganar. Fue aquí, en San Juan del Río, que Félix María Calleja del Rey, militar y político español (después 60º virrey de la Nueva España), pasó el 4 de noviembre de 1810 con rumbo a Arroyo Zarco (dirección México), y publicó un tronante bando.

El general resolvió darles batalla a los insurgentes comandados por Hidalgo en el pueblo de San Gerónimo Aculco, lugar don­de lo derrotó. Calleja regresó a Querétaro con este triunfo en la mano y, al pasar por San Juan del Río, publicó un segundo bando con fecha 9 de noviembre.

Por ser estos bandos de Calleja de sumo interés para la historia de San Juan del Río, se hace notar que, en el primero de ellos, el “excelentísimo” perdona a todos los habitantes del pueblo que tomaron parte en la insu­rrección, prestaron auxilios o delinquieron de algún modo, con tal de que entregasen o delatasen de forma inmediata a los principales cabecillas, y a quienes hubieran cooperado a fomentar y propagar la insurrección. En el mismo, les solicitaron llevar cuantas armas de fuego y blancas existieren en su poder, lo mismo que pólvora y demás municiones de guerra que tuvie­ren, en el concepto de que a quienes las ocultasen serían tratados y casti­gados como cómplices en la insurrección.

También se prohibió la salida de individuos del pueblo sin el correspon­diente permiso; se prohibieron las juntas o concurrencias que pasaran de tres personas; se les obligó a mantener el sosiego público y la obediencia a las autoridades legítimas; vigilando sobre pasquines y conversaciones sediciosas.

Era tanta la crisis que se les conminó a obedecer: “serán tratados sin con­miseración alguna, pasados a cuchillo, y el pueblo reducido a cenizas”.

En el segundo bando, se asentaba a los traidores Hidalgo, Allende, Aldama, Abasolo y otros, habían sido derrotados el día 7 en Aculco, confiscándoles toda su artillería, vagones y municiones; se cuentan estragos en más de tres mil hombres entre muertos y heridos, “y sus restos vagan fugitivos por los montes”.

Se hablaba de que se trataba del “exterminio de cuantos siguen a los traidores o han abrazado su partido, por medio de castigos ejemplares que sirviesen de escarmiento”, todo esto para amenazar a los seguidores de la causa independentista. Al más puro estilo de terrorismo, se “espantaba” para en seguida aseverar que “las tropas se han conducido con la mayor mode­ración; y deseando hacer notorias a todos las benignas intenciones del supe­rior gobierno de este reino, y las que particularmente animan al excelentísimo señor virrey don Francisco Xavier Venegas, cuyos paternales sentimientos no aspiran a otra cosa que ahorrar en lo posible la efusión de sangre, restituir a los habitantes de este reino la felicidad y el reposo de que disfrutaban antes a la sombra de un gobierno justo y benéfico, y libertar vidas y haciendas de las calamidades y desdichas en que los han arrojado con engaños e im­posturas las más a absurdas, los miserables autores de la rebelión”.

Ofrecían a cambio el indulto, el perdón general y “retirarse a sus ca­sas”; en el entendido de que no serían molestados en sus personas, ha­ciendas e intereses por esa causa, exceptuando, claro está, a los cabecillas. También, este documento plasmó el pago de una gratificación a aquel que presentase alguna de las cabezas de los principales insurrectos: Hidalgo, Allende, los dos hermanos Aldama, y Abasolo, con la cantidad de diez mil pesos.

Este segundo bando se publicacó en San Juan del Río el 12 de noviembre de 1810, y en el mismo se resolvió que se hiciera extensivo a todos los lugares del reino de Nueva España, “a donde hubiere llegado el fuego de la infame rebelión”.

San Juan del Río no permaneció al margen de las inquietudes de los demás pueblos de la Nueva España durante el periodo colonial; sentía latir en su seno la imperiosa necesidad de ser libre. Desde el año 1810, comenzó a germinar en los cerebros esta poderosa idea, que brotó en Querétaro y culminó en Dolores, propiciada por la deplorable situación por la que atravesaba España.

Debemos hacer énfasis en que la población de San Juan del Río era de franca filiación insurgente; es muy probable que un contingente sanjuanense se haya unido al cura Hidalgo en la guerra por la Independencia, lucharon junto a él en Aculco, la mayoría arrieros e indios de las haciendas de esta tierra que no tenían nada que perder y sí mucho que ganar. Fue aquí, en San Juan del Río, que Félix María Calleja del Rey, militar y político español (después 60º virrey de la Nueva España), pasó el 4 de noviembre de 1810 con rumbo a Arroyo Zarco (dirección México), y publicó un tronante bando.

El general resolvió darles batalla a los insurgentes comandados por Hidalgo en el pueblo de San Gerónimo Aculco, lugar don­de lo derrotó. Calleja regresó a Querétaro con este triunfo en la mano y, al pasar por San Juan del Río, publicó un segundo bando con fecha 9 de noviembre.

Por ser estos bandos de Calleja de sumo interés para la historia de San Juan del Río, se hace notar que, en el primero de ellos, el “excelentísimo” perdona a todos los habitantes del pueblo que tomaron parte en la insu­rrección, prestaron auxilios o delinquieron de algún modo, con tal de que entregasen o delatasen de forma inmediata a los principales cabecillas, y a quienes hubieran cooperado a fomentar y propagar la insurrección. En el mismo, les solicitaron llevar cuantas armas de fuego y blancas existieren en su poder, lo mismo que pólvora y demás municiones de guerra que tuvie­ren, en el concepto de que a quienes las ocultasen serían tratados y casti­gados como cómplices en la insurrección.

También se prohibió la salida de individuos del pueblo sin el correspon­diente permiso; se prohibieron las juntas o concurrencias que pasaran de tres personas; se les obligó a mantener el sosiego público y la obediencia a las autoridades legítimas; vigilando sobre pasquines y conversaciones sediciosas.

Era tanta la crisis que se les conminó a obedecer: “serán tratados sin con­miseración alguna, pasados a cuchillo, y el pueblo reducido a cenizas”.

En el segundo bando, se asentaba a los traidores Hidalgo, Allende, Aldama, Abasolo y otros, habían sido derrotados el día 7 en Aculco, confiscándoles toda su artillería, vagones y municiones; se cuentan estragos en más de tres mil hombres entre muertos y heridos, “y sus restos vagan fugitivos por los montes”.

Se hablaba de que se trataba del “exterminio de cuantos siguen a los traidores o han abrazado su partido, por medio de castigos ejemplares que sirviesen de escarmiento”, todo esto para amenazar a los seguidores de la causa independentista. Al más puro estilo de terrorismo, se “espantaba” para en seguida aseverar que “las tropas se han conducido con la mayor mode­ración; y deseando hacer notorias a todos las benignas intenciones del supe­rior gobierno de este reino, y las que particularmente animan al excelentísimo señor virrey don Francisco Xavier Venegas, cuyos paternales sentimientos no aspiran a otra cosa que ahorrar en lo posible la efusión de sangre, restituir a los habitantes de este reino la felicidad y el reposo de que disfrutaban antes a la sombra de un gobierno justo y benéfico, y libertar vidas y haciendas de las calamidades y desdichas en que los han arrojado con engaños e im­posturas las más a absurdas, los miserables autores de la rebelión”.

Ofrecían a cambio el indulto, el perdón general y “retirarse a sus ca­sas”; en el entendido de que no serían molestados en sus personas, ha­ciendas e intereses por esa causa, exceptuando, claro está, a los cabecillas. También, este documento plasmó el pago de una gratificación a aquel que presentase alguna de las cabezas de los principales insurrectos: Hidalgo, Allende, los dos hermanos Aldama, y Abasolo, con la cantidad de diez mil pesos.

Este segundo bando se publicacó en San Juan del Río el 12 de noviembre de 1810, y en el mismo se resolvió que se hiciera extensivo a todos los lugares del reino de Nueva España, “a donde hubiere llegado el fuego de la infame rebelión”.