/ martes 30 de julio de 2019

Revolución truncada

Poco nos hemos detenido a reflexionar que lo que está sucediendo (o queriendo suceder) en el país es una verdadera revolución. Una revolución que busca cambiar un sistema para suplantarlo por otro. Una revolución que supo aprovechar y comprender de manera incomparable el sentir de hastío, reclamo, malestar y dolor de una nación vapuleada por una corrupción descarada, un amiguismo rampante, una desigualdad acentuada y una inseguridad incontrolable.

La revolución ha tomado muchas formas en muchas acciones, pero existe un sólo vaso comunicante que ha sido fundamento de las decisiones que se han dado para el país: un actuar que privilegia la acción distributiva por encima del crecimiento, un actuar más preocupado por masificar la entrega directa de recursos públicos a ciudadanos en situaciones de desventaja que en apuntalar el crecimiento económico a través de conocer e impulsar a los diferentes sectores económicos. La revolución busca distribución de la riqueza y no crecimiento económico. Es una pausa al modelo de desarrollo, es un cuestionamiento del status quo, es un reparo en un modelo que -debemos reconocer- ha creado y mantenido disparidades.

Por ello a la revolución no parece preocuparle la tendencia que ubica el crecimiento del país por debajo del 1% (y decreciendo). Su misión no es esa, pues ha dejado claro que busca romper con el sistema anterior, resetearlo, redireccionarlo.

Sin embargo la revolución y su fundamento ideológico no son nuevos. Vivimos ya políticas de distribución de riqueza en las administraciones de Echeverría y López Portillo; en ambos se concentró el rumbo económico del país en la presidencia, y en ambos, se implementaron acciones paliativas de las desigualdad económica. Los resultados fueron magros, lo que detonó una conciencia social de abandono y rechazo al estado benefactor y el abrazo de un modelo nuevo que hablaba de estado mínimo, de desincorporación de empresas estatales y de tratados comerciales mundiales.

Se entiende pues que el reto de esta revolución será lograr hacer palpable a los ciudadanos en un plazo corto los beneficios de su modelo distributivo, pues de lo contrario el discurso del “sexenio perdido” se verá alimentado por una ciudadanía desilusionada, nuevamente, por la falta de profundidad de los cambios esperados.

Para ello la revolución debe aterrizar pronto, liberándose del dogma y la retórica. La revolución debe dejar de evocar el error del pasado, los enemigos internos, las condiciones desfavorables. La revolución debe ser gobierno de cuentas claras, de trascendencia social, de cohesión y conciencia ciudadanas.

Parafraseando a Silva Herzog en un artículo reciente, la revolución requiere más ideología y menos fraseología pues de lo contrario estará condenada a repetir los vicios de todas las revoluciones previas y en donde ocurren ineludiblemente dos máximas: uno, la revolución termina por devorar a sus hijos y dos, la revolución no termina siendo más que un crimen estruendoso que destruye otro crimen previo.

Poco nos hemos detenido a reflexionar que lo que está sucediendo (o queriendo suceder) en el país es una verdadera revolución. Una revolución que busca cambiar un sistema para suplantarlo por otro. Una revolución que supo aprovechar y comprender de manera incomparable el sentir de hastío, reclamo, malestar y dolor de una nación vapuleada por una corrupción descarada, un amiguismo rampante, una desigualdad acentuada y una inseguridad incontrolable.

La revolución ha tomado muchas formas en muchas acciones, pero existe un sólo vaso comunicante que ha sido fundamento de las decisiones que se han dado para el país: un actuar que privilegia la acción distributiva por encima del crecimiento, un actuar más preocupado por masificar la entrega directa de recursos públicos a ciudadanos en situaciones de desventaja que en apuntalar el crecimiento económico a través de conocer e impulsar a los diferentes sectores económicos. La revolución busca distribución de la riqueza y no crecimiento económico. Es una pausa al modelo de desarrollo, es un cuestionamiento del status quo, es un reparo en un modelo que -debemos reconocer- ha creado y mantenido disparidades.

Por ello a la revolución no parece preocuparle la tendencia que ubica el crecimiento del país por debajo del 1% (y decreciendo). Su misión no es esa, pues ha dejado claro que busca romper con el sistema anterior, resetearlo, redireccionarlo.

Sin embargo la revolución y su fundamento ideológico no son nuevos. Vivimos ya políticas de distribución de riqueza en las administraciones de Echeverría y López Portillo; en ambos se concentró el rumbo económico del país en la presidencia, y en ambos, se implementaron acciones paliativas de las desigualdad económica. Los resultados fueron magros, lo que detonó una conciencia social de abandono y rechazo al estado benefactor y el abrazo de un modelo nuevo que hablaba de estado mínimo, de desincorporación de empresas estatales y de tratados comerciales mundiales.

Se entiende pues que el reto de esta revolución será lograr hacer palpable a los ciudadanos en un plazo corto los beneficios de su modelo distributivo, pues de lo contrario el discurso del “sexenio perdido” se verá alimentado por una ciudadanía desilusionada, nuevamente, por la falta de profundidad de los cambios esperados.

Para ello la revolución debe aterrizar pronto, liberándose del dogma y la retórica. La revolución debe dejar de evocar el error del pasado, los enemigos internos, las condiciones desfavorables. La revolución debe ser gobierno de cuentas claras, de trascendencia social, de cohesión y conciencia ciudadanas.

Parafraseando a Silva Herzog en un artículo reciente, la revolución requiere más ideología y menos fraseología pues de lo contrario estará condenada a repetir los vicios de todas las revoluciones previas y en donde ocurren ineludiblemente dos máximas: uno, la revolución termina por devorar a sus hijos y dos, la revolución no termina siendo más que un crimen estruendoso que destruye otro crimen previo.