/ miércoles 13 de abril de 2022

Solo para villamelones

Para mí, la fotografía taurina del día, y de muchos días, se capturó fuera de la plaza de toros, justo al concluir la corrida del pasado domingo en Las Ventas de Madrid. Se trataba de una tarde que podía ser histórica, y de otro modo inesperado, lo fue.

Emilio de Justo es, hoy por hoy, el torero que todos quieren ver; tanto que su presentación en solitario y con toros de diversas ganaderías, en el coso más importante del mundo, causó una expectación impresionante. Los medios taurinos no cejaban de hablar de ello y los tendidos prácticamente se llenaron para el acontecimiento.

De Justo partió plaza con un terno negro y plata que estrenaba y recibió, de entrada, una ovación de pie de una afición entregada a su arte. Luego vendría la lidia de un muy buen toro de Pallarés, que fue al caballo con bravura y que, pese a sufrir una marometa aún en el primer tercio, acometió al engaño sin tapujos, aunque sin demasiada tersura. Le torero le hizo una meritoria faena que, de firmar con la espada, merecía, sin duda, un apéndice, el primero de una tarde que amenazaba triunfo.

Entró a matar y logró una estocada entera, pero en el trámite sufrió una voltereta de la que cayó de cabeza. El animal murió del espadazo, pero el diestro tuvo que ser ingresado a la enfermería de la plaza con fuertísimos dolores en el cuello. La oreja fue entregada a las infanterías, mientas las malas noticias llegaban desde los espacios médicos: De Justo tenía dos vértebras fracturadas y no podía seguir con la lidia de los cinco toros restantes.

Fue entonces que salió por la tronera del burladero de matadores madrileño un diestro de larga, pero gris, trayectoria en los ruedos: Álvaro de la Calle. ¿Quién era ese sobresaliente que tenía por delante la empresa de pasaportar lo más granado de cinco diferentes ganaderías de bravo en una tarde que se suponía histórica y ante la afición más exigente del mundo? ¿Quién era Álvaro de la Calle?

De la Calle es un torero salmantino de cuarenta y siete años de edad y veintidós de alternativa, hijo también de torero, Vicente de nombre, y con tan escasa aparición en carteles, que se ha resignado a ser sobresaliente desde hace unos quince años. Siempre en el callejón, a la espera de “las tres” otorgadas por alguna figura en solitario o en mano a mano, con su nombre minúsculo en los anuncios.

Y De la Calle tuvo que salir y, todo pundonor, enfrentarse a los toros que, nunca mejor dicho, le tocaron en suerte. La gente, en su mayoría, permaneció en los tendidos y fue reconociendo, con el paso del tiempo y los bureles, la callada labor, el corazón entregado, del torero. El salmantino mató a los cinco enemigos que le tocaron en fila, saliendo al tercio tras la lidia de un extraordinario Victoriano del Río, y fue despedido, al final, con ovación sincera, revestida de admiración y respeto.

En la calle, donde se dio la imagen más importante de la tarde, lo esperaba su pequeña hija, a quien tomó de la mano, y así, de la mano, se fueron caminando los dos, el en terno canela y oro, y ella de blusa de lunares, faldita clara y medias negras, hasta el hotel donde horas antes se había cambiado el diestro, sin imaginar siquiera lo que le esperaba.

Una foto, la de un padre de la mano con su pequeña hija, que resultará tan histórica como la corrida misma. La vida guiñando el ojo entre las comisuras de la hazaña.

Para mí, la fotografía taurina del día, y de muchos días, se capturó fuera de la plaza de toros, justo al concluir la corrida del pasado domingo en Las Ventas de Madrid. Se trataba de una tarde que podía ser histórica, y de otro modo inesperado, lo fue.

Emilio de Justo es, hoy por hoy, el torero que todos quieren ver; tanto que su presentación en solitario y con toros de diversas ganaderías, en el coso más importante del mundo, causó una expectación impresionante. Los medios taurinos no cejaban de hablar de ello y los tendidos prácticamente se llenaron para el acontecimiento.

De Justo partió plaza con un terno negro y plata que estrenaba y recibió, de entrada, una ovación de pie de una afición entregada a su arte. Luego vendría la lidia de un muy buen toro de Pallarés, que fue al caballo con bravura y que, pese a sufrir una marometa aún en el primer tercio, acometió al engaño sin tapujos, aunque sin demasiada tersura. Le torero le hizo una meritoria faena que, de firmar con la espada, merecía, sin duda, un apéndice, el primero de una tarde que amenazaba triunfo.

Entró a matar y logró una estocada entera, pero en el trámite sufrió una voltereta de la que cayó de cabeza. El animal murió del espadazo, pero el diestro tuvo que ser ingresado a la enfermería de la plaza con fuertísimos dolores en el cuello. La oreja fue entregada a las infanterías, mientas las malas noticias llegaban desde los espacios médicos: De Justo tenía dos vértebras fracturadas y no podía seguir con la lidia de los cinco toros restantes.

Fue entonces que salió por la tronera del burladero de matadores madrileño un diestro de larga, pero gris, trayectoria en los ruedos: Álvaro de la Calle. ¿Quién era ese sobresaliente que tenía por delante la empresa de pasaportar lo más granado de cinco diferentes ganaderías de bravo en una tarde que se suponía histórica y ante la afición más exigente del mundo? ¿Quién era Álvaro de la Calle?

De la Calle es un torero salmantino de cuarenta y siete años de edad y veintidós de alternativa, hijo también de torero, Vicente de nombre, y con tan escasa aparición en carteles, que se ha resignado a ser sobresaliente desde hace unos quince años. Siempre en el callejón, a la espera de “las tres” otorgadas por alguna figura en solitario o en mano a mano, con su nombre minúsculo en los anuncios.

Y De la Calle tuvo que salir y, todo pundonor, enfrentarse a los toros que, nunca mejor dicho, le tocaron en suerte. La gente, en su mayoría, permaneció en los tendidos y fue reconociendo, con el paso del tiempo y los bureles, la callada labor, el corazón entregado, del torero. El salmantino mató a los cinco enemigos que le tocaron en fila, saliendo al tercio tras la lidia de un extraordinario Victoriano del Río, y fue despedido, al final, con ovación sincera, revestida de admiración y respeto.

En la calle, donde se dio la imagen más importante de la tarde, lo esperaba su pequeña hija, a quien tomó de la mano, y así, de la mano, se fueron caminando los dos, el en terno canela y oro, y ella de blusa de lunares, faldita clara y medias negras, hasta el hotel donde horas antes se había cambiado el diestro, sin imaginar siquiera lo que le esperaba.

Una foto, la de un padre de la mano con su pequeña hija, que resultará tan histórica como la corrida misma. La vida guiñando el ojo entre las comisuras de la hazaña.