/ miércoles 14 de abril de 2021

Sólo para villamelones | La transformación de la Fiesta

La pregunta que me he hecho, reiteradamente, en los últimos tiempos, es si el mundo del toro, los encargados de llevar a buen puerto los destinos de esta maravillosa y apasionante práctica de lidiar toros bravos, están (o estamos, porque los aficionados también podríamos aportar) haciendo algo acorde con las terribles circunstancias que la rodean. En otras palabras, si estamos a la altura del reto que la pandemia y los enemigos políticos de la Fiesta nos han impuesto.

Y me temo que no. Que no ha habido la imaginación para emprender empresas que alcancen un buen resultado, ni reflexiones profundas sobre el espectáculo que ayuden a mejorarlo, a perfeccionarlo, y sobre todo, a autentificarlo.

Nos hemos enfrascado en luchas estériles contra quienes no tienen idea de lo que el toreo representa, y buscado soluciones simples a un problema demasiado complejo y severo; nos hemos desgastado en tratar de regresar a las circunstancias y condiciones anteriores, y nos hemos vuelto indiferentes a la introspección.

Porque la más importante lección de este impresionante parón del 2020 y 2021 debió haber sido, precisamente, la evidente necesidad de reflexionar sobre lo medular del torero, sobre lo que no debe morir, sobre lo mucho que hay por corregir. Por desgracia, los vicios siguen ahí, incólumes, en cada esporádico festejo que puede organizarse.

Y el parón que a todos afecta, lo ha hecho de manera más cruel con los menos poderosos de la industria, aquellos que mantienen, o mantenían, una familia, de ir a jugarse el pellejo a las plazas de toros en una cuadrilla, o a trabajar en alguno de los muchos rubros que el sector mantenía vivos. También lo han resentido, mucho más que las figuras que pueden vivir sin mayores contratiempos con lo ahorrado, los innumerables toreros que se abrían brecha entre los agrestes parajes de esta profesión.

Traigo a colación algunos nombres de novilleros a los que el parón de la pandemia les ha venido a estropear lo que parecía una carrera más que prometedora. ¿Dónde están hoy toreando Diego San Román, Isaac Fonseca, Héctor Gutiérrez, Miguel Aguilar o Alejandro Adame, esa brillantísima generación de novilleros mexicanos que protagonizaban festejos en España y que hoy no han sido llamados a ninguno?

La Fiesta requiere de una intervención seria y profunda. Pensar que se podrá mantener con las ya asumidas como normales condiciones del negocio es una idea riesgosa. Transformarse o morir sería el lema, y transformarse para mejor, para adentro, para lo profundo, para lo importante. Es tiempo de regresarle a la Fiesta su dignidad menoscabada.

La pregunta que me he hecho, reiteradamente, en los últimos tiempos, es si el mundo del toro, los encargados de llevar a buen puerto los destinos de esta maravillosa y apasionante práctica de lidiar toros bravos, están (o estamos, porque los aficionados también podríamos aportar) haciendo algo acorde con las terribles circunstancias que la rodean. En otras palabras, si estamos a la altura del reto que la pandemia y los enemigos políticos de la Fiesta nos han impuesto.

Y me temo que no. Que no ha habido la imaginación para emprender empresas que alcancen un buen resultado, ni reflexiones profundas sobre el espectáculo que ayuden a mejorarlo, a perfeccionarlo, y sobre todo, a autentificarlo.

Nos hemos enfrascado en luchas estériles contra quienes no tienen idea de lo que el toreo representa, y buscado soluciones simples a un problema demasiado complejo y severo; nos hemos desgastado en tratar de regresar a las circunstancias y condiciones anteriores, y nos hemos vuelto indiferentes a la introspección.

Porque la más importante lección de este impresionante parón del 2020 y 2021 debió haber sido, precisamente, la evidente necesidad de reflexionar sobre lo medular del torero, sobre lo que no debe morir, sobre lo mucho que hay por corregir. Por desgracia, los vicios siguen ahí, incólumes, en cada esporádico festejo que puede organizarse.

Y el parón que a todos afecta, lo ha hecho de manera más cruel con los menos poderosos de la industria, aquellos que mantienen, o mantenían, una familia, de ir a jugarse el pellejo a las plazas de toros en una cuadrilla, o a trabajar en alguno de los muchos rubros que el sector mantenía vivos. También lo han resentido, mucho más que las figuras que pueden vivir sin mayores contratiempos con lo ahorrado, los innumerables toreros que se abrían brecha entre los agrestes parajes de esta profesión.

Traigo a colación algunos nombres de novilleros a los que el parón de la pandemia les ha venido a estropear lo que parecía una carrera más que prometedora. ¿Dónde están hoy toreando Diego San Román, Isaac Fonseca, Héctor Gutiérrez, Miguel Aguilar o Alejandro Adame, esa brillantísima generación de novilleros mexicanos que protagonizaban festejos en España y que hoy no han sido llamados a ninguno?

La Fiesta requiere de una intervención seria y profunda. Pensar que se podrá mantener con las ya asumidas como normales condiciones del negocio es una idea riesgosa. Transformarse o morir sería el lema, y transformarse para mejor, para adentro, para lo profundo, para lo importante. Es tiempo de regresarle a la Fiesta su dignidad menoscabada.