/ miércoles 11 de agosto de 2021

Sólo para villamelones | Morante en el Puerto

Yo me quedo con el comentario de Tomás Prieto de la Cal que afirma que las faenas deberían ser cortas y que son los detalles lo que trasciende en el toreo. Me quedo con eso y con la experiencia malograda, pero no inútil, de que una de las llamadas figuras del toreo contemporáneo se haya lanzado a la aventura de lidiar seis toros en solitario de una ganadería más que dura.

La corrida en cuestión, que albergó todas las expectativas y agotó el papel disponible (del 50 % del aforo, dada la pandemia), se extinguió más pronto que tarde con algunos pitos y el silencio como protagonista principal. Que picaron demasiado a los toros, que la corrida no caminó en lo absoluto, que Morante, el torero que la lidiaba, no entendió a las reses… Una larga ristra de explicaciones sobre lo que pasó el pasado siete de agosto en la plaza del Puerto de Santa María.

Pero para mí, la fecha representó la oportunidad de reivindicar a la Fiesta en tiempos de apremio, y habló muy bien, mejor que nunca, del diestro de La Puebla, que este año también lidiará un encierro de la emblemática, y temida, ganadería de Miura, en octubre y en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. También por decisión propia.

Este, el Morante que se anima a tales aventuras, que deja la comodidad de las ganaderías suaves y conocidas, aquellas que aseguran, si esto fuese posible, un triunfo, o que se acomodan más a su condición de artista, es el que me gusta; mucho más que el que riega el ruedo en el intermedio de una corrida o llega en calandria a la plaza, o gusta de degustar puros en el callejón. Este del arriesgue, del compromiso y de la remembranza de tiempos idos.

La corrida de Prieto de la Cal, llegada desde Huelva hasta el Puerto, caracterizada por sus buenas hechuras y sus ensabanados pelajes, no se prestó para mucho, y dicen que el lidiador anduvo receloso y desconfiado durante todo el festejo, pero el acontecimiento es importante y sería muy bueno para la Fiesta que apenas significara el inicio de una costumbre en la que volvieran a las plazas españolas de primera categoría esas ganaderías olvidadas, con sangre de antaño, condenadas a lidiar novilladas en Francia, que obligan a los toreros a asumir riesgos mayores y le dan al toreo una bocanada de antigüedad que revitaliza. Volver un poco al pasado y a la esencia, pues.

Así que sí, con todo y lo mal que salió la apuesta en el Puerto de Santa María, yo voto porque se vuelva a repetir. Algún día, con apenas un detalle, se transformará en una experiencia eterna.

Yo me quedo con el comentario de Tomás Prieto de la Cal que afirma que las faenas deberían ser cortas y que son los detalles lo que trasciende en el toreo. Me quedo con eso y con la experiencia malograda, pero no inútil, de que una de las llamadas figuras del toreo contemporáneo se haya lanzado a la aventura de lidiar seis toros en solitario de una ganadería más que dura.

La corrida en cuestión, que albergó todas las expectativas y agotó el papel disponible (del 50 % del aforo, dada la pandemia), se extinguió más pronto que tarde con algunos pitos y el silencio como protagonista principal. Que picaron demasiado a los toros, que la corrida no caminó en lo absoluto, que Morante, el torero que la lidiaba, no entendió a las reses… Una larga ristra de explicaciones sobre lo que pasó el pasado siete de agosto en la plaza del Puerto de Santa María.

Pero para mí, la fecha representó la oportunidad de reivindicar a la Fiesta en tiempos de apremio, y habló muy bien, mejor que nunca, del diestro de La Puebla, que este año también lidiará un encierro de la emblemática, y temida, ganadería de Miura, en octubre y en la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. También por decisión propia.

Este, el Morante que se anima a tales aventuras, que deja la comodidad de las ganaderías suaves y conocidas, aquellas que aseguran, si esto fuese posible, un triunfo, o que se acomodan más a su condición de artista, es el que me gusta; mucho más que el que riega el ruedo en el intermedio de una corrida o llega en calandria a la plaza, o gusta de degustar puros en el callejón. Este del arriesgue, del compromiso y de la remembranza de tiempos idos.

La corrida de Prieto de la Cal, llegada desde Huelva hasta el Puerto, caracterizada por sus buenas hechuras y sus ensabanados pelajes, no se prestó para mucho, y dicen que el lidiador anduvo receloso y desconfiado durante todo el festejo, pero el acontecimiento es importante y sería muy bueno para la Fiesta que apenas significara el inicio de una costumbre en la que volvieran a las plazas españolas de primera categoría esas ganaderías olvidadas, con sangre de antaño, condenadas a lidiar novilladas en Francia, que obligan a los toreros a asumir riesgos mayores y le dan al toreo una bocanada de antigüedad que revitaliza. Volver un poco al pasado y a la esencia, pues.

Así que sí, con todo y lo mal que salió la apuesta en el Puerto de Santa María, yo voto porque se vuelva a repetir. Algún día, con apenas un detalle, se transformará en una experiencia eterna.