/ miércoles 26 de mayo de 2021

Sólo para villamelones | Verónicas de otra época

El arte entra por los ojos para luego invadir, en forma de emoción o sentimiento, el mundo interior, recorriendo los poros de la piel y acelerando el latir del corazón. El arte se puede ver, pero es mucho más que lo que los ojos alcanzan a abrazar.

Por eso digo que en el mundo del toro, más allá de las grandes e inolvidables faenas completas de la historia, se nos quedan prendados a la memoria tan sólo instantes donde el arte emerge en pequeñas dosis de emoción a tope, que no podrán ser olvidadas, pese al paso del tiempo.

Variados son los momentos, los instantes incluso, que seguramente todos los aficionados tenemos arropados en algún rincón de la memoria, como si se hubieran quedado ahí para acompañarnos en tiempos de desencanto o desilusión: un muletazo cargando la suerte, un capotazo excepcional, una estocada perfecta o hasta un detalle pinturero.

A mí, en ese ramillete de recuerdos, se me quedarán para siempre las verónicas en cámara lenta estructuradas por Pablo Aguado la semana pasada en el Palacio de Vistalegre de Madrid. Apenas una tanda que algún cronista catalogara como de belleza “de otra época”.

No sé si tenía el capote del sevillano los destellos de lo mejor del pasado, pero sí que contaba con una embriagante pócima que necesariamente emocionó a quien tuvo la oportunidad de verlo, aún hubiese sido, como en mi caso, a través de la televisión. Esa pócima que sólo destapan algunos y que te hace alcanzar las razones para seguir siendo aficionado a los toros.

El toro, un castaño de Garcigrande, embistiendo con la suficiente dulzura como para que Aguado desmayara los brazos y ejecutara una de las suertes más socorridas del ejercicio taurino, con tan enorme suavidad y evidente profundidad, que pareció detenerse el tiempo.

Lances que no pudieron dejar indiferente a quienes los vieron ejecutarse, y que marcaron la diferencia entre una verónica y un trapazo, entre un recurso tradicional y el arte que se esconde tras la tragedia latente del toreo.

Una imagen pues que se quedará para siempre entre los recuerdos: Pablo Aguado, vestido de azul noche y plata, desmayando los brazos y dejando pasar, embebido en los rincones del capote, a un toro dispuesto a colaborar con la hazaña. Una tanda de eternas verónicas “de otra época”.

El arte entra por los ojos para luego invadir, en forma de emoción o sentimiento, el mundo interior, recorriendo los poros de la piel y acelerando el latir del corazón. El arte se puede ver, pero es mucho más que lo que los ojos alcanzan a abrazar.

Por eso digo que en el mundo del toro, más allá de las grandes e inolvidables faenas completas de la historia, se nos quedan prendados a la memoria tan sólo instantes donde el arte emerge en pequeñas dosis de emoción a tope, que no podrán ser olvidadas, pese al paso del tiempo.

Variados son los momentos, los instantes incluso, que seguramente todos los aficionados tenemos arropados en algún rincón de la memoria, como si se hubieran quedado ahí para acompañarnos en tiempos de desencanto o desilusión: un muletazo cargando la suerte, un capotazo excepcional, una estocada perfecta o hasta un detalle pinturero.

A mí, en ese ramillete de recuerdos, se me quedarán para siempre las verónicas en cámara lenta estructuradas por Pablo Aguado la semana pasada en el Palacio de Vistalegre de Madrid. Apenas una tanda que algún cronista catalogara como de belleza “de otra época”.

No sé si tenía el capote del sevillano los destellos de lo mejor del pasado, pero sí que contaba con una embriagante pócima que necesariamente emocionó a quien tuvo la oportunidad de verlo, aún hubiese sido, como en mi caso, a través de la televisión. Esa pócima que sólo destapan algunos y que te hace alcanzar las razones para seguir siendo aficionado a los toros.

El toro, un castaño de Garcigrande, embistiendo con la suficiente dulzura como para que Aguado desmayara los brazos y ejecutara una de las suertes más socorridas del ejercicio taurino, con tan enorme suavidad y evidente profundidad, que pareció detenerse el tiempo.

Lances que no pudieron dejar indiferente a quienes los vieron ejecutarse, y que marcaron la diferencia entre una verónica y un trapazo, entre un recurso tradicional y el arte que se esconde tras la tragedia latente del toreo.

Una imagen pues que se quedará para siempre entre los recuerdos: Pablo Aguado, vestido de azul noche y plata, desmayando los brazos y dejando pasar, embebido en los rincones del capote, a un toro dispuesto a colaborar con la hazaña. Una tanda de eternas verónicas “de otra época”.