/ miércoles 1 de noviembre de 2023

“El desenterrador”, leyenda sanjuanense

Es un relato donde el protagonista es el hoy Jardín Fundadores. Hace siglos fue un panteón

San Juan del Río es un municipio lleno de historia. Cada uno de sus rincones contiene testimonios que se han transmitido de generación y generación. Voces que hasta el día de hoy aún prevalecen entre el colectivo, algunas de ellas que narran gestas heroicas, mientras que otras cuentan sucesos inexplicables, paranormales.

Un ejemplo de este estilo es el caso de la leyenda de “El desenterrador”, un relato donde el protagonista es el hoy Jardín Fundadores, pero que hace siglos fue el primer panteón de San Juan del Río, hecho por lo cual este lugar aún guarda una atmosfera de misterio, así lo dice Gustavo Ríos Garduño, director de la empresa Vivetours y miembro del Consejo de Turismo Estatal.

Cuenta que este relato data del siglo XVI y que a pesar de los años aún se mantiene vivo. Comenta que en los años recientes de la fundación de San Juan del Río, los españoles que llegaron a estas tierras comenzaron con la construcción de múltiples inmuebles. Uno de los más importantes fue la Parroquia de San Juan Bautista, recinto donde descansaba el máximo poder de aquella época.

Al edificarse la Parroquia, también se creó un templo que estaba destinado exclusivamente para los nativos de esta tierra. Justo frente a esta iglesia, se decidió enterrar a todos los difuntos de este recién nacido pueblo. La sepultura de cuerpos se dio desde donde comienza el recinto hasta la culminación de la calle que lleva el nombre de Fundadores.

Fue en 1592 cuando un forajido español llegó a San Juan del Río en busca de continuar con sus fechorías. Una vez en el pueblo, comenzó a usurpar las tumbas de los muertos para robarles sus pertenencias, por lo cual le apodaron “el desenterrador”. Así seguiría durante un tiempo, pero el destino le tenía preparada una mala jugada.

A los pocos meses de haber pisado estas tierras, aquel hombre se topó con una noticia que entristeció a originarios y criollos. La muerte de una sacerdotisa chichimeca los había sacudido, ella vivía cerca de las minas de ópalos ubicadas en Tequisquiapan, por lo cual fue traslada hasta el panteón sanjuanense para darle santo entierro.

Los relatos se mantienen vivos. / Archivo / El Sol de San Juan del Río

Al momento de la sepultura, el forajido español notó que sobre el cuello de la sacerdotisa yacía un ópalo cuyo color rojizo hacía aparentar el fuego. Del tamaño de una nuez, la piedra preciosa reposaba sobre el pecho de aquella mujer tan importante, pero al tiempo a aquel hombre le generaba una gran tentación, pues creyó que aquella roca le daría riqueza.

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Esperó hasta en la noche. Cuando la oscuridad cayó y las estrellas se afianzaron en el cielo, como de costumbre, el español comenzó a cavar en el lugar donde había sido sepultada la sacerdotisa. Cavó y cavó hasta que encontró el cuerpo… Luego, de entre las penumbras surgieron unos gritos espantosos que despertaron a los pobladores que había cerca.

A la mañana siguiente, “el desenterrador” apareció con la cara descompuesta. Sobre su cuello reposaban las manos de la sacerdotisa chichimeca. Misteriosamente, el ópalo de fuego no se encontraba en el lugar. Las personas que estaban expectantes dijeron que ese era el castigo por profanar el descanso de quien para ellos era importante.

San Juan del Río es un municipio lleno de historia. Cada uno de sus rincones contiene testimonios que se han transmitido de generación y generación. Voces que hasta el día de hoy aún prevalecen entre el colectivo, algunas de ellas que narran gestas heroicas, mientras que otras cuentan sucesos inexplicables, paranormales.

Un ejemplo de este estilo es el caso de la leyenda de “El desenterrador”, un relato donde el protagonista es el hoy Jardín Fundadores, pero que hace siglos fue el primer panteón de San Juan del Río, hecho por lo cual este lugar aún guarda una atmosfera de misterio, así lo dice Gustavo Ríos Garduño, director de la empresa Vivetours y miembro del Consejo de Turismo Estatal.

Cuenta que este relato data del siglo XVI y que a pesar de los años aún se mantiene vivo. Comenta que en los años recientes de la fundación de San Juan del Río, los españoles que llegaron a estas tierras comenzaron con la construcción de múltiples inmuebles. Uno de los más importantes fue la Parroquia de San Juan Bautista, recinto donde descansaba el máximo poder de aquella época.

Al edificarse la Parroquia, también se creó un templo que estaba destinado exclusivamente para los nativos de esta tierra. Justo frente a esta iglesia, se decidió enterrar a todos los difuntos de este recién nacido pueblo. La sepultura de cuerpos se dio desde donde comienza el recinto hasta la culminación de la calle que lleva el nombre de Fundadores.

Fue en 1592 cuando un forajido español llegó a San Juan del Río en busca de continuar con sus fechorías. Una vez en el pueblo, comenzó a usurpar las tumbas de los muertos para robarles sus pertenencias, por lo cual le apodaron “el desenterrador”. Así seguiría durante un tiempo, pero el destino le tenía preparada una mala jugada.

A los pocos meses de haber pisado estas tierras, aquel hombre se topó con una noticia que entristeció a originarios y criollos. La muerte de una sacerdotisa chichimeca los había sacudido, ella vivía cerca de las minas de ópalos ubicadas en Tequisquiapan, por lo cual fue traslada hasta el panteón sanjuanense para darle santo entierro.

Los relatos se mantienen vivos. / Archivo / El Sol de San Juan del Río

Al momento de la sepultura, el forajido español notó que sobre el cuello de la sacerdotisa yacía un ópalo cuyo color rojizo hacía aparentar el fuego. Del tamaño de una nuez, la piedra preciosa reposaba sobre el pecho de aquella mujer tan importante, pero al tiempo a aquel hombre le generaba una gran tentación, pues creyó que aquella roca le daría riqueza.

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Esperó hasta en la noche. Cuando la oscuridad cayó y las estrellas se afianzaron en el cielo, como de costumbre, el español comenzó a cavar en el lugar donde había sido sepultada la sacerdotisa. Cavó y cavó hasta que encontró el cuerpo… Luego, de entre las penumbras surgieron unos gritos espantosos que despertaron a los pobladores que había cerca.

A la mañana siguiente, “el desenterrador” apareció con la cara descompuesta. Sobre su cuello reposaban las manos de la sacerdotisa chichimeca. Misteriosamente, el ópalo de fuego no se encontraba en el lugar. Las personas que estaban expectantes dijeron que ese era el castigo por profanar el descanso de quien para ellos era importante.

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