/ viernes 17 de mayo de 2024

Contraluz | Momo, lecciones para hoy 


México es una nación policultural que pese a sus enormes crisis, conflictos económicos, violencia organizada e insuficiencias en justicia, es admirada por sorprendidos visitantes de todas las latitudes, muchos de los cuales sueñan con vivir algún día en estos lares entre los que destacan la calidez de la gente, el colorido de sus fiestas, la diversidad de su música, el desenfado con el cual muchas veces lo muy serio se torna risueño y amable, la dimensión profunda y serena que se da a la vida y a su encuentro ineludible con la muerte, las maravillas del mestizaje que se ciernen en la danza, la música, las tradiciones, el arte y la cultura en general.

Pedagogos y escritores han destacado también el enorme interés existente por mantener o retrotraer la capacidad de inventiva, de imaginación, de fantasía que se advierte sobre todo, aún hoy y pese al crimen organizado, en las zonas rurales, donde los niños viven con ímpetu el juego, el ocio, la fantasía y la creatividad en general. Muchos de los niños del siglo pasado de la ciudad aprendían juegos y cantos de campesinos y campesinas que venían a trabajar o a estudiar a la urbe. Bullían en ellos cantos y rondas; bailes y juegos sencillos que cumplían con la función del entretenimiento y la fiesta. Bastaban a veces 10 piedras y una botella para competir al tiro al blanco; o veinte corcholatas para jugar “damas”, o una cuerda para jugar a “pasar el hilito”, o una cuerda para saltar, o tres botes de lata y un cajón para organizar coros…

Recuerdo que hace décadas con el buen fotógrafo Paco Ibarra fuimos enviados por nuestro jefe a una recién asentada –invasión de por medio- comunidad cercana a Peñuelas a describir cómo se divertían los niños de aquel entonces cinturón de miseria. Contra lo esperado nos encontramos una gran congregación de niñas y niños contentos que nos contagiaron su alegría en medio de casas de cartón, con antenas de tv hincadas en acumuladores automotrices, pero que sabían jugar al aire libre e inventar juegos, aparte de competir con semillas de maíz, canicas, trompo, yoyo y balero, o de organizar inopinadamente una pequeña procesión ceremonial, con “misa” y todo al final, imitando la fiesta patronal de San Juan, recorriendo entre cantos el camino entre charcos, piedras, arbustos, huizaches, cardos, ortigas y lagartijas.

Recordaba esos tiempos y esos juegos al releer la novela Momo del autor alemán Michael Ende publicada en 1973 –quien en 1979 escribió su famosa “Historia sin fin”- que destaca con sencillez la importancia de la amistad, la bondad y las cosas sencillas, acechadas por un temible grupo de “hombres grises” que lo que buscaban era tiempo… robar el tiempo de los demás.

Momo es una niña flacucha y pequeña –podría ser de ocho o 12 años- cuya principal cualidad es saber escuchar a los demás, aparte de que para vivir no escogió la gran ciudad italiana, sino un lugar de los suburbios que en tiempos muy idos fue un pequeño viejo coliseo donde hay unas cámaras medio derruidas que con mínimos bienes, la mayoría donados por los lugareños pobres, acondiciona Momo para vivir.

Acompañada de algunos niños y adultos como Gigi y Beppo Barrendero, los únicos adultos que aparecen ligados al mundo infantil en la novela, Momo pasa los días entre juegos sencillos, charlas maravillosas y cuentos emocionantes que llenan de alegría e imaginación su vida.

Un día sim embargo, Momo advierte que su entorno y el de la ciudad cercana ha sido intoxicado con la presencia de unos hombres grises que lo que necesitan es el tiempo de la gente para poder vivir, por lo que lo han de adquirirlo como sea y lo almacenan para su propia subsistencia. Su pretensión es clara: han de convencer a la gente para que deje de perder el tiempo y se dediquen a tareas más productivas y “útiles”. Y así, los “hombres” grises hacen que la gente trabaje más para ganar más y poder consumir más.

Momo será la única en no dejarse engañar y con la ayuda de la tortuga Casiopea y del Maestro Hora, emprenderá una aventura fantástica contra los ladrones de tiempo.

Lo demás, cuenta el libro, pasaba a segundo término incluidas las relaciones humanas entre las que entraba también el vínculo de padres e hijos que era enviado a un segundo plano. Así, niños y niñas lamentan con tristeza que los padres no tengan tiempo para ellos. La alegoría podría reflejarse hoy con enorme claridad: los ladrones del tiempo no sólo nos obligan a trabajar más sino que nos roban el tiempo mientras creemos que estamos disfrutando nuestro tiempo de ocio.

Los “hombres grises” nos tienen hoy copados, díganlo si no las redes sociales, los millones de videos de Youtube, las series infinitas que en maratones impensados nos absorben tiempo, o las distracciones cada vez más insistentes del celular aunque los hijos estén contándonos afligidos o contentos cómo les ha ido en el colegio, o la esposa esté hablando de la adolescente emproblemada o del cambio en las afores. Los hombre grises, los de siempre, nos tienen hoy más apergollados y sometidos que nunca. Tienen más poder que nunca, pues también tienen a su alcance muchos medios de comunicación y la propaganda en sus manos, para que finalmente todos y todas estemos “bien informados”.

Y no sólo eso, aunque los ahorradores de tiempo en el libro, van mejor vestidos que la gente que vive cerca del viejo anfiteatro donde se acurruca Momo, y además ganan más dinero y gastan en todo lo que quieren “sus rostros denotaban malhumor, cansancio o amargura, y su mirada era poco amable”.

En cierta ocasión, nos cuenta el libro, uno de los hombres grises le ofrece a Momo una muñeca que habla; una «Bibi Girl», la muñeca perfecta, que parpadea y mueve la boca. La Bibi Girl le dice a Momo que quiere tener más cosas. Momo decide enseñarle sus pequeños tesoros para ver si hay alguno que le guste. Saca de debajo de la cama una caja y le muestra una pluma multicolor de pájaro, una piedra bellamente veteada, un botón dorado, un trozo de vidrio coloreado y una concha de color rosa, pero a la muñeca no le gusta nada de lo que Momo le ofrece, así que llega un punto en el que Momo ya no sabe qué hacer. De hecho, cuando está con la muñeca, siente una extraña sensación desconocida hasta ese momento: el aburrimiento. Momo prefiere la compañía de Gigi, que es el cuentacuentos que comparte con los niños un sinfín de historias que van nutriendo la imaginación de Momo y sus amigos. Igualmente, Gigi se empapa de la fantasía de Momo y siente que estar con ella es una inspiración para seguir jugando e imaginando figuraciones y cosas fantásticas. Pero poco a poco, estos juegos compartidos y estos ratos inventando historias se van reduciendo. Cierto día Momo se da cuenta de que cada vez las visitas de sus antiguos amigos están disminuyendo. Y la mayoría de los niños nuevos que iban a jugar “ni siquiera sabían jugar”. Además, lo que estaba sucediendo era que estos niños habían comenzado a traer “todo tipo de juguetes con los que en realidad no se podía jugar, como, por ejemplo, un tanque teledirigido que podías hacer circular por todas partes, pero que no servía para nada más”. En cambio, según relatan los niños, en el colegio “juegan” a las tarjetas perforadas, un “juego” en el que uno no se divierte pero resulta muy útil para el futuro. Es lo único que importa, que sea útil. Y por ahí sigue la historia misma que cuestiona nuestro tiempo y nuestra capacidad para el aburrimiento útil que se resuelve en decepciones largas, porque el poder de los hombres grises y su capacidad para robarnos el tiempo es mayor que nunca en la historia. Quizá, como sucede en la novela, necesitamos convocar a una manifestación general para exigir tiempo, juego e imaginación. Quizá así tendríamos mucho menos violencia, menos farmacodependientes, menos abusivos delincuentes de cuello blanco, menos mentiras en la cosa pública… y más sabiduría para la convivencia comunitaria, el trabajo realmente fecundo, el juego, la imaginación, la lectura y la música. Sin duda, todos seríamos más felices.


México es una nación policultural que pese a sus enormes crisis, conflictos económicos, violencia organizada e insuficiencias en justicia, es admirada por sorprendidos visitantes de todas las latitudes, muchos de los cuales sueñan con vivir algún día en estos lares entre los que destacan la calidez de la gente, el colorido de sus fiestas, la diversidad de su música, el desenfado con el cual muchas veces lo muy serio se torna risueño y amable, la dimensión profunda y serena que se da a la vida y a su encuentro ineludible con la muerte, las maravillas del mestizaje que se ciernen en la danza, la música, las tradiciones, el arte y la cultura en general.

Pedagogos y escritores han destacado también el enorme interés existente por mantener o retrotraer la capacidad de inventiva, de imaginación, de fantasía que se advierte sobre todo, aún hoy y pese al crimen organizado, en las zonas rurales, donde los niños viven con ímpetu el juego, el ocio, la fantasía y la creatividad en general. Muchos de los niños del siglo pasado de la ciudad aprendían juegos y cantos de campesinos y campesinas que venían a trabajar o a estudiar a la urbe. Bullían en ellos cantos y rondas; bailes y juegos sencillos que cumplían con la función del entretenimiento y la fiesta. Bastaban a veces 10 piedras y una botella para competir al tiro al blanco; o veinte corcholatas para jugar “damas”, o una cuerda para jugar a “pasar el hilito”, o una cuerda para saltar, o tres botes de lata y un cajón para organizar coros…

Recuerdo que hace décadas con el buen fotógrafo Paco Ibarra fuimos enviados por nuestro jefe a una recién asentada –invasión de por medio- comunidad cercana a Peñuelas a describir cómo se divertían los niños de aquel entonces cinturón de miseria. Contra lo esperado nos encontramos una gran congregación de niñas y niños contentos que nos contagiaron su alegría en medio de casas de cartón, con antenas de tv hincadas en acumuladores automotrices, pero que sabían jugar al aire libre e inventar juegos, aparte de competir con semillas de maíz, canicas, trompo, yoyo y balero, o de organizar inopinadamente una pequeña procesión ceremonial, con “misa” y todo al final, imitando la fiesta patronal de San Juan, recorriendo entre cantos el camino entre charcos, piedras, arbustos, huizaches, cardos, ortigas y lagartijas.

Recordaba esos tiempos y esos juegos al releer la novela Momo del autor alemán Michael Ende publicada en 1973 –quien en 1979 escribió su famosa “Historia sin fin”- que destaca con sencillez la importancia de la amistad, la bondad y las cosas sencillas, acechadas por un temible grupo de “hombres grises” que lo que buscaban era tiempo… robar el tiempo de los demás.

Momo es una niña flacucha y pequeña –podría ser de ocho o 12 años- cuya principal cualidad es saber escuchar a los demás, aparte de que para vivir no escogió la gran ciudad italiana, sino un lugar de los suburbios que en tiempos muy idos fue un pequeño viejo coliseo donde hay unas cámaras medio derruidas que con mínimos bienes, la mayoría donados por los lugareños pobres, acondiciona Momo para vivir.

Acompañada de algunos niños y adultos como Gigi y Beppo Barrendero, los únicos adultos que aparecen ligados al mundo infantil en la novela, Momo pasa los días entre juegos sencillos, charlas maravillosas y cuentos emocionantes que llenan de alegría e imaginación su vida.

Un día sim embargo, Momo advierte que su entorno y el de la ciudad cercana ha sido intoxicado con la presencia de unos hombres grises que lo que necesitan es el tiempo de la gente para poder vivir, por lo que lo han de adquirirlo como sea y lo almacenan para su propia subsistencia. Su pretensión es clara: han de convencer a la gente para que deje de perder el tiempo y se dediquen a tareas más productivas y “útiles”. Y así, los “hombres” grises hacen que la gente trabaje más para ganar más y poder consumir más.

Momo será la única en no dejarse engañar y con la ayuda de la tortuga Casiopea y del Maestro Hora, emprenderá una aventura fantástica contra los ladrones de tiempo.

Lo demás, cuenta el libro, pasaba a segundo término incluidas las relaciones humanas entre las que entraba también el vínculo de padres e hijos que era enviado a un segundo plano. Así, niños y niñas lamentan con tristeza que los padres no tengan tiempo para ellos. La alegoría podría reflejarse hoy con enorme claridad: los ladrones del tiempo no sólo nos obligan a trabajar más sino que nos roban el tiempo mientras creemos que estamos disfrutando nuestro tiempo de ocio.

Los “hombres grises” nos tienen hoy copados, díganlo si no las redes sociales, los millones de videos de Youtube, las series infinitas que en maratones impensados nos absorben tiempo, o las distracciones cada vez más insistentes del celular aunque los hijos estén contándonos afligidos o contentos cómo les ha ido en el colegio, o la esposa esté hablando de la adolescente emproblemada o del cambio en las afores. Los hombre grises, los de siempre, nos tienen hoy más apergollados y sometidos que nunca. Tienen más poder que nunca, pues también tienen a su alcance muchos medios de comunicación y la propaganda en sus manos, para que finalmente todos y todas estemos “bien informados”.

Y no sólo eso, aunque los ahorradores de tiempo en el libro, van mejor vestidos que la gente que vive cerca del viejo anfiteatro donde se acurruca Momo, y además ganan más dinero y gastan en todo lo que quieren “sus rostros denotaban malhumor, cansancio o amargura, y su mirada era poco amable”.

En cierta ocasión, nos cuenta el libro, uno de los hombres grises le ofrece a Momo una muñeca que habla; una «Bibi Girl», la muñeca perfecta, que parpadea y mueve la boca. La Bibi Girl le dice a Momo que quiere tener más cosas. Momo decide enseñarle sus pequeños tesoros para ver si hay alguno que le guste. Saca de debajo de la cama una caja y le muestra una pluma multicolor de pájaro, una piedra bellamente veteada, un botón dorado, un trozo de vidrio coloreado y una concha de color rosa, pero a la muñeca no le gusta nada de lo que Momo le ofrece, así que llega un punto en el que Momo ya no sabe qué hacer. De hecho, cuando está con la muñeca, siente una extraña sensación desconocida hasta ese momento: el aburrimiento. Momo prefiere la compañía de Gigi, que es el cuentacuentos que comparte con los niños un sinfín de historias que van nutriendo la imaginación de Momo y sus amigos. Igualmente, Gigi se empapa de la fantasía de Momo y siente que estar con ella es una inspiración para seguir jugando e imaginando figuraciones y cosas fantásticas. Pero poco a poco, estos juegos compartidos y estos ratos inventando historias se van reduciendo. Cierto día Momo se da cuenta de que cada vez las visitas de sus antiguos amigos están disminuyendo. Y la mayoría de los niños nuevos que iban a jugar “ni siquiera sabían jugar”. Además, lo que estaba sucediendo era que estos niños habían comenzado a traer “todo tipo de juguetes con los que en realidad no se podía jugar, como, por ejemplo, un tanque teledirigido que podías hacer circular por todas partes, pero que no servía para nada más”. En cambio, según relatan los niños, en el colegio “juegan” a las tarjetas perforadas, un “juego” en el que uno no se divierte pero resulta muy útil para el futuro. Es lo único que importa, que sea útil. Y por ahí sigue la historia misma que cuestiona nuestro tiempo y nuestra capacidad para el aburrimiento útil que se resuelve en decepciones largas, porque el poder de los hombres grises y su capacidad para robarnos el tiempo es mayor que nunca en la historia. Quizá, como sucede en la novela, necesitamos convocar a una manifestación general para exigir tiempo, juego e imaginación. Quizá así tendríamos mucho menos violencia, menos farmacodependientes, menos abusivos delincuentes de cuello blanco, menos mentiras en la cosa pública… y más sabiduría para la convivencia comunitaria, el trabajo realmente fecundo, el juego, la imaginación, la lectura y la música. Sin duda, todos seríamos más felices.