/ viernes 28 de febrero de 2020

El Baúl

La libertad que se esfumó


Apenas llegaron, María se quejó del clima.

-Dondequiera hace frío; ¿no ve que ya comenzó el invierno? –le dijo José María para sosegarla.

Era la víspera de la Nochebuena, y habían rentado una habitación de hotel mientras tomaban en renta una casa. El mozo José Guadalupe dejó el equipaje. Dijo que volvería en cuanto arreglara unos asuntos familiares. José María arropó a María, prometiéndole buscar un buen curandero que le quitara las dolencias de las piernas –“…dicen que hay uno muy bueno por el rumbo de San Francisquito”-, y entonces ella recordó las tardes de Orizaba, bajo la sombra de los naranjos, escuchando lo que él le leía, porque no quería aprender a leer y escribir.

No rentaron una casa sino dos en la calle Pino Suárez y atrás de San Francisco. Pero en esta vivienda a María la espantaban. Así que decidieron dormir en aquel domicilio; y estaban dormidos, cuando la madrugada del 28 de mayo la policía llegó por ellos y los llevó a las Casas Consistoriales. Cuando llegaron, ya estaba detenido el mozo José Guadalupe. Ahí los separaron.

En las noches, las pajaritas del burdelito que estaba frente a la casa en Pino Suárez, que entonces se llamaba Las Maravillas, entre baile y baile, entre abrazo y abrazo, entre apapacho y apapacho y entre brindis y brindis murmuraban la detención de los tres:

-Tan buena gente que se veía don José –dijo una pajarita.

-Pa´mí que quien dio el pitazo fue la lavandera –dijo otra.

Guadalupe y su hermana Bruna, que estaba ciega, lavaban y planchaban la ropa de José María y su esposa. No fueron las únicas que después detuvo la policía, también detuvieron al carnicero José Concepción y al herrero Carlos Olaquivel. Pero a las lavanderas las soltaron pronto. El Juez Primero Menor de lo Criminal, Francisco Olvera, no encontró elementos para asociarlas con el robo que habría cometido José María en la joyería de Manuel Alday, según sospechaba el comandante de policía, Rómulo Alonso.

En la cárcel, José María recordaba el día posterior a su detención:

-¿Cómo se llama? –le preguntó el juez Olvera.

-José María –dijo él, indiferente mientras miraba una fotografía suya que lo delataba.

-¿No es usted? –le dijo Olvera.

-Sí, soy yo.

El Tribunal Superior de Justicia absolvió meses después a los detenidos. A José María no. Porque ya lo habían trasladado de la Cárcel Nacional de Belén, de donde se había fugado dos años antes, al Fuerte de San Juan de Ulúa, ahí murió a las nueve de la noche del 26 de octubre de 1885, víctima de disentería crónica. Tal vez sus restos estén todavía bajo el patio de donde hoy está una base naval de la Marina, que entonces se llamaba Patio La Luz, según el acta de defunción. Pero no se llamaba José María sino Jesús Arriaga (a) Chucho el roto.

La libertad que se esfumó


Apenas llegaron, María se quejó del clima.

-Dondequiera hace frío; ¿no ve que ya comenzó el invierno? –le dijo José María para sosegarla.

Era la víspera de la Nochebuena, y habían rentado una habitación de hotel mientras tomaban en renta una casa. El mozo José Guadalupe dejó el equipaje. Dijo que volvería en cuanto arreglara unos asuntos familiares. José María arropó a María, prometiéndole buscar un buen curandero que le quitara las dolencias de las piernas –“…dicen que hay uno muy bueno por el rumbo de San Francisquito”-, y entonces ella recordó las tardes de Orizaba, bajo la sombra de los naranjos, escuchando lo que él le leía, porque no quería aprender a leer y escribir.

No rentaron una casa sino dos en la calle Pino Suárez y atrás de San Francisco. Pero en esta vivienda a María la espantaban. Así que decidieron dormir en aquel domicilio; y estaban dormidos, cuando la madrugada del 28 de mayo la policía llegó por ellos y los llevó a las Casas Consistoriales. Cuando llegaron, ya estaba detenido el mozo José Guadalupe. Ahí los separaron.

En las noches, las pajaritas del burdelito que estaba frente a la casa en Pino Suárez, que entonces se llamaba Las Maravillas, entre baile y baile, entre abrazo y abrazo, entre apapacho y apapacho y entre brindis y brindis murmuraban la detención de los tres:

-Tan buena gente que se veía don José –dijo una pajarita.

-Pa´mí que quien dio el pitazo fue la lavandera –dijo otra.

Guadalupe y su hermana Bruna, que estaba ciega, lavaban y planchaban la ropa de José María y su esposa. No fueron las únicas que después detuvo la policía, también detuvieron al carnicero José Concepción y al herrero Carlos Olaquivel. Pero a las lavanderas las soltaron pronto. El Juez Primero Menor de lo Criminal, Francisco Olvera, no encontró elementos para asociarlas con el robo que habría cometido José María en la joyería de Manuel Alday, según sospechaba el comandante de policía, Rómulo Alonso.

En la cárcel, José María recordaba el día posterior a su detención:

-¿Cómo se llama? –le preguntó el juez Olvera.

-José María –dijo él, indiferente mientras miraba una fotografía suya que lo delataba.

-¿No es usted? –le dijo Olvera.

-Sí, soy yo.

El Tribunal Superior de Justicia absolvió meses después a los detenidos. A José María no. Porque ya lo habían trasladado de la Cárcel Nacional de Belén, de donde se había fugado dos años antes, al Fuerte de San Juan de Ulúa, ahí murió a las nueve de la noche del 26 de octubre de 1885, víctima de disentería crónica. Tal vez sus restos estén todavía bajo el patio de donde hoy está una base naval de la Marina, que entonces se llamaba Patio La Luz, según el acta de defunción. Pero no se llamaba José María sino Jesús Arriaga (a) Chucho el roto.

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