/ domingo 27 de octubre de 2019

Aquí Querétaro

¿Sabe usted quién fue Aquilino Baragaño Montes? Yo tampoco lo sabía. Ignoraba su nombre, y también el mote con el que lo conocían en su pueblo: “Quilinín”.

Aquilino tenía veintiséis años cuando murió, en 1937; se había alistado como voluntario al Batallón 210, el conocido como “Higinio Carrocera”, cuando la guerra estalló. Vivía en la población asturiana de Lada y se ganaba la vida como minero, rascando el carbón de las entrañas de aquella verde tierra.

Se alistó, convencido de sus ideas, a las tropas que defendían a la República del levantamiento militar, y murió en ese intento, sin volver a ver las aguas del Nalón, con las que había crecido. Una historia de tantas.

Pero Aquilino, o, mejor dicho, sus restos, fueron a parar al Valle de los Caídos, como tantos otros, de ambos bandos, que reposan ahí, en ese mausoleo construido, entre otros, por prisioneros de guerra. Es uno de los 33,833 cuerpos que ahí fueron enterrados sin preguntarle a nadie. Concretamente, desde la década de los cincuenta del siglo anterior, Aquilino es el nicho 2135, cripta derecha, piso tercero.

Hace poco más de diez años descubrió esta ubicación su familia. Su nieta, Maribel Luna, ha estado, desde entonces, realizando trámites y emprendiendo juicios, aún ante autoridades jurisdiccionales europeas, para recuperar sus restos y llevarlos a su tierra natal. Todo ha sido infructuoso. A ratos la indiferencia oficial ha tornado el rostro esperanzadoramente, pero luego lo ha vuelto a esconder.

Un caso más, uno de tantos, que, sin embargo, no está ubicado en el casillero de los más tristes. Éstos, los verdaderamente desesperanzadores, son los que yacen bajo tierra en cualquier cuneta, a orillas de alguna carretera comarcal. Esos muchos que perdieron la guerra, que recibieron un tiro y tuvieron que conformarse con el olvido.

El caso de Aquilino, que no es el único similar, salió a la luz estos días, con la exhumación de los restos de Francisco Franco, huésped de lujo, desde su muerte en 1975, del mismo Valle de los Caídos. Un proceso que ha levantado una inmensa expectación entre los españoles, exacerbando de nuevo las rencillas de una herida que no ha acabado de cerrarse.

El cuerpo embalsamado del dictador está ya ubicado, junto a los restos de la que fuera su esposa, Carmen Polo -asturiana, por cierto-, en el madrileño cementerio de Mingorrubio, muy cerca del Palacio de El Pardo, donde Franco despachó en sus épocas de poder absoluto.

Pero Aquilino sigue sepultado en la basílica católica que cobijó el cuerpo de Franco, ahí en ese Valle de Cuelgamuros, a más de quinientos kilómetros de su pueblo, de su entorno en vida, de aquel Nalón que lo surca. Sigue ahí a la espera de una resolución judicial que les permita a sus deudos finalmente sacarlo.

No deja de conmoverme la historia de Aquilino Baragaño; de dolerme en algún rincón del alma. Seguramente es porque pienso en Adriano, el querido hermano de mi madre, que murió en el frente de batalla, quizá allá por los alrededores de Bilbao, sin que nadie supiese jamás el destino de su cuerpo. Tal vez también porque recuerdo a José, hermano de mi padre, y también, como Aquilino, voluntario de guerra, fusilado en Gijón y a quien hoy podemos homenajear en un monumento, en el cementerio gijonés de Ceares, con los nombres de 1934 hombres y mujeres asesinados tras la caída de esa ciudad que mira al Cantábrico. Quizá por que pienso, a tantos años de aquellos tristes episodios, que nada está olvidado. Que nada, ni nadie, está enterrado.

¿Sabe usted quién fue Aquilino Baragaño Montes? Yo tampoco lo sabía. Ignoraba su nombre, y también el mote con el que lo conocían en su pueblo: “Quilinín”.

Aquilino tenía veintiséis años cuando murió, en 1937; se había alistado como voluntario al Batallón 210, el conocido como “Higinio Carrocera”, cuando la guerra estalló. Vivía en la población asturiana de Lada y se ganaba la vida como minero, rascando el carbón de las entrañas de aquella verde tierra.

Se alistó, convencido de sus ideas, a las tropas que defendían a la República del levantamiento militar, y murió en ese intento, sin volver a ver las aguas del Nalón, con las que había crecido. Una historia de tantas.

Pero Aquilino, o, mejor dicho, sus restos, fueron a parar al Valle de los Caídos, como tantos otros, de ambos bandos, que reposan ahí, en ese mausoleo construido, entre otros, por prisioneros de guerra. Es uno de los 33,833 cuerpos que ahí fueron enterrados sin preguntarle a nadie. Concretamente, desde la década de los cincuenta del siglo anterior, Aquilino es el nicho 2135, cripta derecha, piso tercero.

Hace poco más de diez años descubrió esta ubicación su familia. Su nieta, Maribel Luna, ha estado, desde entonces, realizando trámites y emprendiendo juicios, aún ante autoridades jurisdiccionales europeas, para recuperar sus restos y llevarlos a su tierra natal. Todo ha sido infructuoso. A ratos la indiferencia oficial ha tornado el rostro esperanzadoramente, pero luego lo ha vuelto a esconder.

Un caso más, uno de tantos, que, sin embargo, no está ubicado en el casillero de los más tristes. Éstos, los verdaderamente desesperanzadores, son los que yacen bajo tierra en cualquier cuneta, a orillas de alguna carretera comarcal. Esos muchos que perdieron la guerra, que recibieron un tiro y tuvieron que conformarse con el olvido.

El caso de Aquilino, que no es el único similar, salió a la luz estos días, con la exhumación de los restos de Francisco Franco, huésped de lujo, desde su muerte en 1975, del mismo Valle de los Caídos. Un proceso que ha levantado una inmensa expectación entre los españoles, exacerbando de nuevo las rencillas de una herida que no ha acabado de cerrarse.

El cuerpo embalsamado del dictador está ya ubicado, junto a los restos de la que fuera su esposa, Carmen Polo -asturiana, por cierto-, en el madrileño cementerio de Mingorrubio, muy cerca del Palacio de El Pardo, donde Franco despachó en sus épocas de poder absoluto.

Pero Aquilino sigue sepultado en la basílica católica que cobijó el cuerpo de Franco, ahí en ese Valle de Cuelgamuros, a más de quinientos kilómetros de su pueblo, de su entorno en vida, de aquel Nalón que lo surca. Sigue ahí a la espera de una resolución judicial que les permita a sus deudos finalmente sacarlo.

No deja de conmoverme la historia de Aquilino Baragaño; de dolerme en algún rincón del alma. Seguramente es porque pienso en Adriano, el querido hermano de mi madre, que murió en el frente de batalla, quizá allá por los alrededores de Bilbao, sin que nadie supiese jamás el destino de su cuerpo. Tal vez también porque recuerdo a José, hermano de mi padre, y también, como Aquilino, voluntario de guerra, fusilado en Gijón y a quien hoy podemos homenajear en un monumento, en el cementerio gijonés de Ceares, con los nombres de 1934 hombres y mujeres asesinados tras la caída de esa ciudad que mira al Cantábrico. Quizá por que pienso, a tantos años de aquellos tristes episodios, que nada está olvidado. Que nada, ni nadie, está enterrado.