/ domingo 3 de marzo de 2024

Aquí Querétaro | De cuando conocí la Casa Blanca

Esa mañana hacía frío, mucho frío, como suele hacerlo los primeros meses del año en Washington, D.C. Entramos por una de las rejas laterales de ese emblemático edificio donde vive y despacha el presidente de los Estados Unidos de América, quizá el líder más poderoso del mundo. Lo primero que me llamó la atención fue la sobria seguridad, el tradicional método de revisión para el acceso: apenas un lector de bultos y un arco, como si de un aeropuerto más se tratara. Me imaginé que aquello era un mero trámite y que todos los que por la puerta incursionábamos al bunker norteamericano en realidad estábamos ya más que revisados, de algún modo, con anterioridad.

Un largo pasillo nos llevó hasta las escaleras que nos condujeron al primer piso, que es el que se ve como planta baja a la distancia. Ahí un marine, pulcramente uniformado, revisaba una pantalla de computadora y desde la ventana podía verse el jardín frontal, la avenida Pennsylvania y la larga calle 16 perdiéndose en las entrañas de la capital estadounidense. Un amplísimo salón distribuidor servía de antesala y recepción; estaba adornado con mesas con las más variadas y suculentas curiosidades: bocadillos, pastelitos, bebidas refrescantes… Un nutrido grupo de personas, mayoritariamente rubias, deambulaban, comían, bebían y charlaban. Las “Perlitas Queretanas” (Maritza, Lucero y Alejandra); Junípero Cabrera, el director del Museo Histórico de la Sierra Gorda; Godofredo Garay, maestro huapanguero de Agua Zarca; Luis Castrejón, artífice operador del Programa de Formación de Niños y Jóvenes Huapangueros de la Sierra Gorda; y yo, íbamos de aquí para allá con los ojos bien abiertos y el corazón pleno.

Luego pasamos a un amplio salón a la izquierda, adornado con obras de arte. LLegó la primera dama norteamericana, que a la sazón era la señora Laura Bush (de soltera se apellidaba Welch, como Raquel), quien, uno a uno, fue entregando los reconocimientos “Coming Up” a los representantes de aquellos programas culturales que se habían distinguido en el mundo por su apoyo a poblaciones vulnerables. Por nuestro programa, pasaron al frente “las perlitas”, que representaban a los grupos creados gracias al programa en nuestra Sierra Gorda queretana, y Luis Castrejón, quienes recibieron la distinción de manos de la sonriente primera dama.

Afuera, de nuevo en el frío, ya nos esperaba Leopoldo Meraz, el aparentemente eterno corresponsal de Televisa en Washington, para entrevistarnos, y las llamadas de Querétaro no se hicieron esperar. Pocos, entre los que no se encontraban mis superiores, parecían entender que aquello era un reconocimiento a un programa cultural de gran calado y resultados evidentes y no a las “Perlitas Queretanas”, a las que habíamos escogido como representantes de todos esos niños y jóvenes que se habían iniciado, de la mano de algún viejo huapanguero y en su propia comunidad, en las entrañas del huapango. Se empeñaban algunos en que había que reconocerlas, a “las perlitas”, acá, con esa corta visión de quien quiere impactar mediáticamente con la superficialidad y no con lo medular.

El caso es que, más allá de aquella experiencia en Washington, que no deja de causar satisfacción y atraer recuerdos gratos, lo importante fue que en aquellos años se crearon decenas de tríos huapangueros conformados por niños y por jóvenes, algunos de ellos aún en activo. El esfuerzo continuó después, con muchos menos recursos económicos, con la labor de Junípero Cabrera y de Godofredo Garay, pero hoy parece haber muerto de inanición. Salvo el trabajo cotidiano de algunos maestros (ahí sigue, en su Agua Zarca de siempre, Godofredo), no existe un programa institucional, un presupuesto mínimo, para procurar la subsistencia de una manifestación cultural que parece estar condenada a perderse entre las nuevas generaciones de serranos.

Y es que, a los ojos del poder, la Sierra Gorda está mucho más lejos que Washington.


Esa mañana hacía frío, mucho frío, como suele hacerlo los primeros meses del año en Washington, D.C. Entramos por una de las rejas laterales de ese emblemático edificio donde vive y despacha el presidente de los Estados Unidos de América, quizá el líder más poderoso del mundo. Lo primero que me llamó la atención fue la sobria seguridad, el tradicional método de revisión para el acceso: apenas un lector de bultos y un arco, como si de un aeropuerto más se tratara. Me imaginé que aquello era un mero trámite y que todos los que por la puerta incursionábamos al bunker norteamericano en realidad estábamos ya más que revisados, de algún modo, con anterioridad.

Un largo pasillo nos llevó hasta las escaleras que nos condujeron al primer piso, que es el que se ve como planta baja a la distancia. Ahí un marine, pulcramente uniformado, revisaba una pantalla de computadora y desde la ventana podía verse el jardín frontal, la avenida Pennsylvania y la larga calle 16 perdiéndose en las entrañas de la capital estadounidense. Un amplísimo salón distribuidor servía de antesala y recepción; estaba adornado con mesas con las más variadas y suculentas curiosidades: bocadillos, pastelitos, bebidas refrescantes… Un nutrido grupo de personas, mayoritariamente rubias, deambulaban, comían, bebían y charlaban. Las “Perlitas Queretanas” (Maritza, Lucero y Alejandra); Junípero Cabrera, el director del Museo Histórico de la Sierra Gorda; Godofredo Garay, maestro huapanguero de Agua Zarca; Luis Castrejón, artífice operador del Programa de Formación de Niños y Jóvenes Huapangueros de la Sierra Gorda; y yo, íbamos de aquí para allá con los ojos bien abiertos y el corazón pleno.

Luego pasamos a un amplio salón a la izquierda, adornado con obras de arte. LLegó la primera dama norteamericana, que a la sazón era la señora Laura Bush (de soltera se apellidaba Welch, como Raquel), quien, uno a uno, fue entregando los reconocimientos “Coming Up” a los representantes de aquellos programas culturales que se habían distinguido en el mundo por su apoyo a poblaciones vulnerables. Por nuestro programa, pasaron al frente “las perlitas”, que representaban a los grupos creados gracias al programa en nuestra Sierra Gorda queretana, y Luis Castrejón, quienes recibieron la distinción de manos de la sonriente primera dama.

Afuera, de nuevo en el frío, ya nos esperaba Leopoldo Meraz, el aparentemente eterno corresponsal de Televisa en Washington, para entrevistarnos, y las llamadas de Querétaro no se hicieron esperar. Pocos, entre los que no se encontraban mis superiores, parecían entender que aquello era un reconocimiento a un programa cultural de gran calado y resultados evidentes y no a las “Perlitas Queretanas”, a las que habíamos escogido como representantes de todos esos niños y jóvenes que se habían iniciado, de la mano de algún viejo huapanguero y en su propia comunidad, en las entrañas del huapango. Se empeñaban algunos en que había que reconocerlas, a “las perlitas”, acá, con esa corta visión de quien quiere impactar mediáticamente con la superficialidad y no con lo medular.

El caso es que, más allá de aquella experiencia en Washington, que no deja de causar satisfacción y atraer recuerdos gratos, lo importante fue que en aquellos años se crearon decenas de tríos huapangueros conformados por niños y por jóvenes, algunos de ellos aún en activo. El esfuerzo continuó después, con muchos menos recursos económicos, con la labor de Junípero Cabrera y de Godofredo Garay, pero hoy parece haber muerto de inanición. Salvo el trabajo cotidiano de algunos maestros (ahí sigue, en su Agua Zarca de siempre, Godofredo), no existe un programa institucional, un presupuesto mínimo, para procurar la subsistencia de una manifestación cultural que parece estar condenada a perderse entre las nuevas generaciones de serranos.

Y es que, a los ojos del poder, la Sierra Gorda está mucho más lejos que Washington.