/ domingo 31 de marzo de 2024

Aquí Querétaro | Procesión del silencio


Ciertamente, la Procesión del Silencio queretana, que recorre algunas de las calles del Centro Histórico alrededor del templo de La Cruz, no es la más importante del país, pues son más famosas y turísticas otras, como la de San Luis Potosí o la de Taxco. Sin embargo, esta manifestación popular, pública y religiosa, tiene ya una historia larga en nuestra ciudad, desde que en 1966 organizó la primera el padre Ernesto Espitia.

Hace cincuenta y ocho años participaron en ella apenas unas treinta y cinco personas, también alrededor de La Cruz, que cargaron sobre sus hombros y acompañaron la imagen del Señor de Esquipulas. Apenas el viernes pasado, la edición de este año de la Procesión del Silencio tuvo una participación de unas mil doscientas personas, distribuidas en más de treinta hermandades y cofradías, que fueron vistas, se dice, por unos treinta mil espectadores.

No fue sino hasta el segundo año de su organización, cuando la Procesión adquirió la costumbre, iniciada en España, del uso de la túnica y el capirote, que colabora en una de sus características más evidentes: la del anonimato de sus participantes. Una costumbre, por cierto, la del capirote, que tiene sus orígenes en el siglo XV, durante las épocas doradas de la Santa Inquisición, cuando se les imponía a aquellos pecadores condenados por ese tribunal religioso.

En Querétaro, en aquel segundo año de la Procesión, fue cuando se sumaron a la imagen del Señor de Esquipulas, la del Señor del Santo Entierro y de la Virgen de los Dolores, y no tardaría mucho en aparecer otro de los sustentadores de la tradición: el padre José Morales Flores, el párroco de Santa Ana, quien especial entusiasmo propinó a la organización, imprimiendo además el toque taurino que siempre han mantenido las procesiones andaluzas, donde los toreros de distintas épocas han participado activamente.

Durante todas estas décadas, en un par de ocasiones la Procesión del Silencio de Querétaro ha tenido dificultades. Una edición, desde luego, fue la del 2020, cuando la pandemia por Covid obligó a su suspensión, y otra, cuando en los setentas un grupo de protestantes pretendieron, precisamente, protestar, sumándose a la parte final del recorrido y ocasionando un enfrentamiento con los espectadores de la tradición.

Los años en los que se ha organizado esta manifestación religiosa, que conlleva un retiro espiritual previo de quienes en ella participan activamente, han convertido a la Procesión del Silencio en una muestra robusta y firme de fe, que se mantiene pese al paso del tiempo. Algo hay en el silencio, en el sonido de los tambores, en el arrastrar de cadenas, y en el anonimato de la mayoría de sus participantes, que mueve a algo más que considerarlo un simple espectáculo. Algo hay en su tradición, en su esencia, que también mueve corazones.


Ciertamente, la Procesión del Silencio queretana, que recorre algunas de las calles del Centro Histórico alrededor del templo de La Cruz, no es la más importante del país, pues son más famosas y turísticas otras, como la de San Luis Potosí o la de Taxco. Sin embargo, esta manifestación popular, pública y religiosa, tiene ya una historia larga en nuestra ciudad, desde que en 1966 organizó la primera el padre Ernesto Espitia.

Hace cincuenta y ocho años participaron en ella apenas unas treinta y cinco personas, también alrededor de La Cruz, que cargaron sobre sus hombros y acompañaron la imagen del Señor de Esquipulas. Apenas el viernes pasado, la edición de este año de la Procesión del Silencio tuvo una participación de unas mil doscientas personas, distribuidas en más de treinta hermandades y cofradías, que fueron vistas, se dice, por unos treinta mil espectadores.

No fue sino hasta el segundo año de su organización, cuando la Procesión adquirió la costumbre, iniciada en España, del uso de la túnica y el capirote, que colabora en una de sus características más evidentes: la del anonimato de sus participantes. Una costumbre, por cierto, la del capirote, que tiene sus orígenes en el siglo XV, durante las épocas doradas de la Santa Inquisición, cuando se les imponía a aquellos pecadores condenados por ese tribunal religioso.

En Querétaro, en aquel segundo año de la Procesión, fue cuando se sumaron a la imagen del Señor de Esquipulas, la del Señor del Santo Entierro y de la Virgen de los Dolores, y no tardaría mucho en aparecer otro de los sustentadores de la tradición: el padre José Morales Flores, el párroco de Santa Ana, quien especial entusiasmo propinó a la organización, imprimiendo además el toque taurino que siempre han mantenido las procesiones andaluzas, donde los toreros de distintas épocas han participado activamente.

Durante todas estas décadas, en un par de ocasiones la Procesión del Silencio de Querétaro ha tenido dificultades. Una edición, desde luego, fue la del 2020, cuando la pandemia por Covid obligó a su suspensión, y otra, cuando en los setentas un grupo de protestantes pretendieron, precisamente, protestar, sumándose a la parte final del recorrido y ocasionando un enfrentamiento con los espectadores de la tradición.

Los años en los que se ha organizado esta manifestación religiosa, que conlleva un retiro espiritual previo de quienes en ella participan activamente, han convertido a la Procesión del Silencio en una muestra robusta y firme de fe, que se mantiene pese al paso del tiempo. Algo hay en el silencio, en el sonido de los tambores, en el arrastrar de cadenas, y en el anonimato de la mayoría de sus participantes, que mueve a algo más que considerarlo un simple espectáculo. Algo hay en su tradición, en su esencia, que también mueve corazones.