/ domingo 10 de marzo de 2024

Aquí Querétaro | María y el Día de la Mujer


Pocas organizaciones son tan justificadas, tan legítimas, tan auténticas y tan conmovedoras como las marchas feministas del ocho de marzo. En ellas no hay acarreadas, ni expectativas políticas o económicas, ni forma de controlarlas; a ellas se suman las mujeres para vivir un momento de reclamo largamente acallado tras las paredes de la intimidad, para lanzar un grito apelando a la justicia eternamente socavada.

Y sí, se producen deterioros, los más dolorosos en los monumentos históricos, pero ni remotamente comparables al peso que la mujer, que tantas mujeres en particular, han tenido que soportar ante el silencio de una sociedad complaciente ante la arbitrariedad y el crimen, y ante instituciones mudas al dolor causado por sus miembros varones.

Historias hay como para escribir libros, pero yo me conformo con recordar la de María.

María, la que consumió su niñez cuidando ovejas en la montaña, cegando la pastura, cargando leña para el fogón familiar.

María, la adolescente que vivió el terror de una guerra y sufrió tanto la pérdida en batalla de un hermano querido.

María, la que apenas pudo estudiar lo suficiente para leer.

María, la que se aventuró a un país lejano con la ilusión a cuestas y los zapatos gastados.

María, la que trabajó sin descanso para salir de la necesidad, sirviendo en casa de paisanos ricos en el monstruo de la Ciudad de México.

María, la que cuidó a su padre en cama durante seis años.

María, la que trabajó sin descanso recogiendo el huevo de las gallinas, dándoles de comer a ellas y a la familia toda.

María, la que no conoció nunca lo que era ir al cine, ni los momentos de distracción.

María, la que no volvió jamás a ver a sus hermanas, ni regresó a su casa, ni pudo ver de nuevo el verde de su tierra.

María, la que tuvo que conformarse con leer lo dejado atrás para siempre en cartas cada vez más espaciadas, cada vez más ausentes.

María, la que murió largamente acosada por el más brutal Alzheimer.

María, la que se quedó dormida un 26 de febrero para que la pudiéramos conmemorar un día, pues el de su nacimiento nadie lo registró, ni en el juzgado, ni en la iglesia, ni en la memoria.

A cada grito, a cada consigna, incluso a cada pedrada o pinta de la jornada femenina del 8 de marzo, no puedo dejar de traer a la memoria el rostro sonriente, a pesar de todo, de María; no puedo dejar de traer a la memoria aquellos sus ojos “color avellana” que parecían contener todo el pesar y toda la ternura del mundo.



Pocas organizaciones son tan justificadas, tan legítimas, tan auténticas y tan conmovedoras como las marchas feministas del ocho de marzo. En ellas no hay acarreadas, ni expectativas políticas o económicas, ni forma de controlarlas; a ellas se suman las mujeres para vivir un momento de reclamo largamente acallado tras las paredes de la intimidad, para lanzar un grito apelando a la justicia eternamente socavada.

Y sí, se producen deterioros, los más dolorosos en los monumentos históricos, pero ni remotamente comparables al peso que la mujer, que tantas mujeres en particular, han tenido que soportar ante el silencio de una sociedad complaciente ante la arbitrariedad y el crimen, y ante instituciones mudas al dolor causado por sus miembros varones.

Historias hay como para escribir libros, pero yo me conformo con recordar la de María.

María, la que consumió su niñez cuidando ovejas en la montaña, cegando la pastura, cargando leña para el fogón familiar.

María, la adolescente que vivió el terror de una guerra y sufrió tanto la pérdida en batalla de un hermano querido.

María, la que apenas pudo estudiar lo suficiente para leer.

María, la que se aventuró a un país lejano con la ilusión a cuestas y los zapatos gastados.

María, la que trabajó sin descanso para salir de la necesidad, sirviendo en casa de paisanos ricos en el monstruo de la Ciudad de México.

María, la que cuidó a su padre en cama durante seis años.

María, la que trabajó sin descanso recogiendo el huevo de las gallinas, dándoles de comer a ellas y a la familia toda.

María, la que no conoció nunca lo que era ir al cine, ni los momentos de distracción.

María, la que no volvió jamás a ver a sus hermanas, ni regresó a su casa, ni pudo ver de nuevo el verde de su tierra.

María, la que tuvo que conformarse con leer lo dejado atrás para siempre en cartas cada vez más espaciadas, cada vez más ausentes.

María, la que murió largamente acosada por el más brutal Alzheimer.

María, la que se quedó dormida un 26 de febrero para que la pudiéramos conmemorar un día, pues el de su nacimiento nadie lo registró, ni en el juzgado, ni en la iglesia, ni en la memoria.

A cada grito, a cada consigna, incluso a cada pedrada o pinta de la jornada femenina del 8 de marzo, no puedo dejar de traer a la memoria el rostro sonriente, a pesar de todo, de María; no puedo dejar de traer a la memoria aquellos sus ojos “color avellana” que parecían contener todo el pesar y toda la ternura del mundo.