/ domingo 3 de abril de 2022

Aquí Querétaro

Aquella escena, aunque cotidiana, parecía permanecer en esos ámbitos de lo oscuro, de lo que no nos atrevemos del todo a reconocer. Pero las aguas rojas, profundamente rojas, ahí estaban, saliendo de los drenajes del viejo rastro municipal y fundiéndose con las oscuras aguas de un río al que llegaban otros muchos drenajes de la ciudad.

Así, constantemente, el río Querétaro, ahí en su esquina con La Calzada, se volvía rojo sin tapujos, al paso constante de los queretanos de aquel siglo veinte. Todo porque en los interiores de aquellas instalaciones de donde iniciaba la popular Calzada del Retablo, los animales eran sacrificados para el consumo humano.

Lo que más vi, desde luego, fue el sacrificio de los pollos, en un anexo de aquellas instalaciones municipales, colgados todos de una pata, recorriendo un riel que, asemejando a los de ropa en las tintorerías, trasladaba a las aves, de cabeza, con las alas al aire, antes de ser degolladas. Pude apreciar muchas veces ese triste espectáculo porque mi padre, por entonces, tenía el negocio de venta de pollo de engorda.

Imagino también cómo era el sacrificio de los bovinos, porque aunque no recuerdo haber vivido la experiencia en el viejo rastro, sí me tocó ver esos golpes de hacha contundentes sobre el testuz de la res, que la hacía caer de inmediato, para luego ser apuntillada con eficacia en el bulbo raquídeo.

Pero, sin lugar a dudas, las escenas que más me inquietaron, que me persiguieron en la memoria por años (aún hoy parece que las estoy viendo), fueron aquellas de la muerte de los cerdos. Eran especialmente imborrables porque en ellas se mezclaban dramáticamente varios sentidos: la vista, el oído y el olfato.

Todo se desarrollaba en el amplio patio encementado del rastro. Un matarife, generalmente desprovisto de camisa y de zapatos, por aquello del calor y de las manchas, literalmente se trepaba en un gran puerco, levantaba en alto un cuchillo de afilada y larga hoja, y lo clavaba, contundente y certero, a la altura del corazón del animal. Y luego todo fluía solo: el puerco lanzando alaridos de dolor, los chorros de sangre fluyendo con descaro al correr frenético del animal, y los charcos rojos, cada vez más amplios, sobre el concreto del piso.

Toda esa sangre (y la de los pollos, y la de las reses) acababa en las alcantarillas, que daban libre paso a los tubos de asbesto del drenaje, y unos metros más allá, a las aguas, pocas y negras, del río queretano.

Los habitantes de la ciudad que por ahí pasaban, cuando Avenida Universidad era Avenida del Río y sólo tenía una calle transitada en su ribera sur, solían voltear el rostro hacia otro lado, alejando la vista de ese rojo que delataba muerte, sin asociar la escena, afortunadamente, con las carnitas, el filete o la pechuga que degustarían durante su comida.

Aquella escena, aunque cotidiana, parecía permanecer en esos ámbitos de lo oscuro, de lo que no nos atrevemos del todo a reconocer. Pero las aguas rojas, profundamente rojas, ahí estaban, saliendo de los drenajes del viejo rastro municipal y fundiéndose con las oscuras aguas de un río al que llegaban otros muchos drenajes de la ciudad.

Así, constantemente, el río Querétaro, ahí en su esquina con La Calzada, se volvía rojo sin tapujos, al paso constante de los queretanos de aquel siglo veinte. Todo porque en los interiores de aquellas instalaciones de donde iniciaba la popular Calzada del Retablo, los animales eran sacrificados para el consumo humano.

Lo que más vi, desde luego, fue el sacrificio de los pollos, en un anexo de aquellas instalaciones municipales, colgados todos de una pata, recorriendo un riel que, asemejando a los de ropa en las tintorerías, trasladaba a las aves, de cabeza, con las alas al aire, antes de ser degolladas. Pude apreciar muchas veces ese triste espectáculo porque mi padre, por entonces, tenía el negocio de venta de pollo de engorda.

Imagino también cómo era el sacrificio de los bovinos, porque aunque no recuerdo haber vivido la experiencia en el viejo rastro, sí me tocó ver esos golpes de hacha contundentes sobre el testuz de la res, que la hacía caer de inmediato, para luego ser apuntillada con eficacia en el bulbo raquídeo.

Pero, sin lugar a dudas, las escenas que más me inquietaron, que me persiguieron en la memoria por años (aún hoy parece que las estoy viendo), fueron aquellas de la muerte de los cerdos. Eran especialmente imborrables porque en ellas se mezclaban dramáticamente varios sentidos: la vista, el oído y el olfato.

Todo se desarrollaba en el amplio patio encementado del rastro. Un matarife, generalmente desprovisto de camisa y de zapatos, por aquello del calor y de las manchas, literalmente se trepaba en un gran puerco, levantaba en alto un cuchillo de afilada y larga hoja, y lo clavaba, contundente y certero, a la altura del corazón del animal. Y luego todo fluía solo: el puerco lanzando alaridos de dolor, los chorros de sangre fluyendo con descaro al correr frenético del animal, y los charcos rojos, cada vez más amplios, sobre el concreto del piso.

Toda esa sangre (y la de los pollos, y la de las reses) acababa en las alcantarillas, que daban libre paso a los tubos de asbesto del drenaje, y unos metros más allá, a las aguas, pocas y negras, del río queretano.

Los habitantes de la ciudad que por ahí pasaban, cuando Avenida Universidad era Avenida del Río y sólo tenía una calle transitada en su ribera sur, solían voltear el rostro hacia otro lado, alejando la vista de ese rojo que delataba muerte, sin asociar la escena, afortunadamente, con las carnitas, el filete o la pechuga que degustarían durante su comida.