/ domingo 19 de mayo de 2024

Aquí Querétaro | Marcos y la democracia


Marcos Intriago debe tener más de setenta años, el pelo totalmente cano y una sonrisa casi permanente en el rostro. Vive, ya solo con su mujer, en la pequeña aldea de Vega de Cien, a orillas del río Sella. Fue uno de los primeros concejales de su Ayuntamiento cuando la democracia se instaló en España hace ya más de cuatro décadas.

El padre de Marcos, como muchos otros de su generación y de su entorno, fue combatiente del bando republicano en la Guerra Civil y padeció, como tantos, sus represalias postreras, así que desde siempre ha tenido una inquebrantable postura socialista; por eso fue representante del PSOE en tiempos donde se empezó a escribir la historia contemporánea española.

Sentados en una silla frente a su típica casa, con el hórreo de testigo y compartiendo una cerveza, Marcos me cuenta que abandonó la política pronto, cuando se dio cuenta que propios y extraños tenían intereses que no necesariamente eran los de la población de campesinos y ganaderos de la zona. Sus ideas, sin embargo, permanecen incólumes.

Algo me cuenta que me deja pensando. Me dice que cuando, finalmente, terminó la dictadura franquista y se inició el proceso democrático, una furgoneta con altavoces pasó por el pueblo invitando a votar por algún partido, y aunque no recuerda por cual, tiene muy presente que las lágrimas asaltaron sin recato sus ojos. “Saltáronme les lágrimes”, confiesa con su bable de siempre.

Y es que, me dice, los jóvenes españoles de hoy, los que sólo han vivido en los últimos cuarenta años, no tiene idea del privilegio que representa el poder escoger a sus gobernantes, así éstos sean tan malos unos como los otros; apenas tienen referencias lejanas de una dictadura que, aún hoy, patalea desde sus cenizas.

Pienso, mientras releo las frases de ese Marcos marcado por la vida, que en México pasa algo muy similar, y me ubico en mi propia juventud, cuando votar (porque eso sí, se votaba) era un mero trámite, un inútil ejercicio, en una dictadura disfrazada (“la dictadura perfecta” le llamaría Vargas Llosa), donde todos sabíamos los resultados meses antes de la elección.

Hoy, cuando el voto cuenta, resulta abyecto no ejercerlo, e indigno para los que propiciaron hacerlo posible, aún, como con los compañeros concejales de Marcos, todos parezcan iguales. Incluso, resulta imprescindible si pensamos en un futuro donde las dictaduras, sean o no perfectas, no tengan cabida.

Nuestros descendientes no merecen tener que llorar, como Marcos, cuando un altavoz, tras tantos años, vuelva a pregonar las bondades de un partido que tiene opción de ganar, pues la democracia sigue siendo una guerra que es preferible ganar en las urnas que en las trincheras.



Marcos Intriago debe tener más de setenta años, el pelo totalmente cano y una sonrisa casi permanente en el rostro. Vive, ya solo con su mujer, en la pequeña aldea de Vega de Cien, a orillas del río Sella. Fue uno de los primeros concejales de su Ayuntamiento cuando la democracia se instaló en España hace ya más de cuatro décadas.

El padre de Marcos, como muchos otros de su generación y de su entorno, fue combatiente del bando republicano en la Guerra Civil y padeció, como tantos, sus represalias postreras, así que desde siempre ha tenido una inquebrantable postura socialista; por eso fue representante del PSOE en tiempos donde se empezó a escribir la historia contemporánea española.

Sentados en una silla frente a su típica casa, con el hórreo de testigo y compartiendo una cerveza, Marcos me cuenta que abandonó la política pronto, cuando se dio cuenta que propios y extraños tenían intereses que no necesariamente eran los de la población de campesinos y ganaderos de la zona. Sus ideas, sin embargo, permanecen incólumes.

Algo me cuenta que me deja pensando. Me dice que cuando, finalmente, terminó la dictadura franquista y se inició el proceso democrático, una furgoneta con altavoces pasó por el pueblo invitando a votar por algún partido, y aunque no recuerda por cual, tiene muy presente que las lágrimas asaltaron sin recato sus ojos. “Saltáronme les lágrimes”, confiesa con su bable de siempre.

Y es que, me dice, los jóvenes españoles de hoy, los que sólo han vivido en los últimos cuarenta años, no tiene idea del privilegio que representa el poder escoger a sus gobernantes, así éstos sean tan malos unos como los otros; apenas tienen referencias lejanas de una dictadura que, aún hoy, patalea desde sus cenizas.

Pienso, mientras releo las frases de ese Marcos marcado por la vida, que en México pasa algo muy similar, y me ubico en mi propia juventud, cuando votar (porque eso sí, se votaba) era un mero trámite, un inútil ejercicio, en una dictadura disfrazada (“la dictadura perfecta” le llamaría Vargas Llosa), donde todos sabíamos los resultados meses antes de la elección.

Hoy, cuando el voto cuenta, resulta abyecto no ejercerlo, e indigno para los que propiciaron hacerlo posible, aún, como con los compañeros concejales de Marcos, todos parezcan iguales. Incluso, resulta imprescindible si pensamos en un futuro donde las dictaduras, sean o no perfectas, no tengan cabida.

Nuestros descendientes no merecen tener que llorar, como Marcos, cuando un altavoz, tras tantos años, vuelva a pregonar las bondades de un partido que tiene opción de ganar, pues la democracia sigue siendo una guerra que es preferible ganar en las urnas que en las trincheras.