/ domingo 26 de mayo de 2024

Aquí Querétaro | El sol de domingo y Mili

El sol siempre daba una luz diferente, distorsionada, cuando al filo del medio día del domingo traspasaba la puerta del cine Plaza y cruzaba la calle, de la mano de mi hermana, hasta el entonces llamado Jardín Obregón. Era una luz efectivamente deformada, acaso con un rojizo más visible, al que ya estaba acostumbrado.

Horas antes, había cruzado la calle, en las mismas circunstancias, pero a la inversa, para entrar en aquel templo enorme con aquel Cristo ensangrentado y doloroso, manchado en el pie por la mugre acumulada de tantas manos de los feligreses que lo tocaban.

La misa en San Francisco era, como siempre eran las misas, larga e incómoda, porque solíamos ocupar un espacio de la parte de atrás, pues las muchas bancas acostumbraban estar ya saturadas de mujeres con velo y hombres circunspectos. Creo que eran las nueve cuando llegábamos y alrededor de las diez cuando salíamos de nuevo a la calle, con el sol de costumbre, sin distorsionar aún su brillantez.

En el portal, tras dejar atrás la calle de Cinco de Mayo, aún transitada por vehículos, nos colocábamos en la breve fila frente a la señora que vendía pepitas, mi hermana pedía lo conducente, y con corcholatas, la marchanta satisfacía el pedido.

Dentro, subíamos las escaleras, siempre por la derecha, y buscábamos un par de butacas de ese mismo lado, atrás y lo más cerca posible del pasillo. A veces la sala estaba llena, otras veces no tanto, y más de alguna ocasión, mozalbetes desconocidos insistía en platicar con mi hermana. Un día, lo recuerdo bien, un gordo personaje que estaba detrás de nosotros asentó un golpe certero en la cabeza de uno de esos mozalbetes que intentaba distraer de la película a mi hermana y que salió casi corriendo de la sala tras el incidente.

Las películas eran de Marisol, de Pili y Mili, de Rocío Dúrcal o de Joselito. Siempre eran de alguno de ellos en aquellas dominicales matinés del Plaza.

Seguramente por eso, por aquellas vivencias infantiles semanales, cerca de cuarenta años más tarde, miraba con tanta admiración y ternura a la señora Mili, ya casada con el representante de Joan Manuel Serrat, cuando invité al cantautor catalán y sus acompañantes a comer. La veía como cuando miraba aquella pantalla flanqueada por un cazador y un ciervo, con los ojos abiertos y el corazón tocado.

Después, como digo, venía aquel sol de tonalidades distintas, aquella luz distorsionada, aquellas calles y árboles que parecían otros, antes de tomar el taxi que nos llevaría a casa para la comida dominical.

Para mí, pues, los domingos tenían otra luz. Una luz parecida a la que irradiaban los ojos de Mili sentada frente a mí casi cuarenta años después.


El sol siempre daba una luz diferente, distorsionada, cuando al filo del medio día del domingo traspasaba la puerta del cine Plaza y cruzaba la calle, de la mano de mi hermana, hasta el entonces llamado Jardín Obregón. Era una luz efectivamente deformada, acaso con un rojizo más visible, al que ya estaba acostumbrado.

Horas antes, había cruzado la calle, en las mismas circunstancias, pero a la inversa, para entrar en aquel templo enorme con aquel Cristo ensangrentado y doloroso, manchado en el pie por la mugre acumulada de tantas manos de los feligreses que lo tocaban.

La misa en San Francisco era, como siempre eran las misas, larga e incómoda, porque solíamos ocupar un espacio de la parte de atrás, pues las muchas bancas acostumbraban estar ya saturadas de mujeres con velo y hombres circunspectos. Creo que eran las nueve cuando llegábamos y alrededor de las diez cuando salíamos de nuevo a la calle, con el sol de costumbre, sin distorsionar aún su brillantez.

En el portal, tras dejar atrás la calle de Cinco de Mayo, aún transitada por vehículos, nos colocábamos en la breve fila frente a la señora que vendía pepitas, mi hermana pedía lo conducente, y con corcholatas, la marchanta satisfacía el pedido.

Dentro, subíamos las escaleras, siempre por la derecha, y buscábamos un par de butacas de ese mismo lado, atrás y lo más cerca posible del pasillo. A veces la sala estaba llena, otras veces no tanto, y más de alguna ocasión, mozalbetes desconocidos insistía en platicar con mi hermana. Un día, lo recuerdo bien, un gordo personaje que estaba detrás de nosotros asentó un golpe certero en la cabeza de uno de esos mozalbetes que intentaba distraer de la película a mi hermana y que salió casi corriendo de la sala tras el incidente.

Las películas eran de Marisol, de Pili y Mili, de Rocío Dúrcal o de Joselito. Siempre eran de alguno de ellos en aquellas dominicales matinés del Plaza.

Seguramente por eso, por aquellas vivencias infantiles semanales, cerca de cuarenta años más tarde, miraba con tanta admiración y ternura a la señora Mili, ya casada con el representante de Joan Manuel Serrat, cuando invité al cantautor catalán y sus acompañantes a comer. La veía como cuando miraba aquella pantalla flanqueada por un cazador y un ciervo, con los ojos abiertos y el corazón tocado.

Después, como digo, venía aquel sol de tonalidades distintas, aquella luz distorsionada, aquellas calles y árboles que parecían otros, antes de tomar el taxi que nos llevaría a casa para la comida dominical.

Para mí, pues, los domingos tenían otra luz. Una luz parecida a la que irradiaban los ojos de Mili sentada frente a mí casi cuarenta años después.