/ domingo 19 de mayo de 2019

El cronista sanjuanense - Fray Margil, fundador del beaterio

El venerable fray Antonio Margil de Jesús, sacerdote franciscano, misionero en Nueva España, uno de los grandes evangelizadores de América, es con­siderado como el apóstol por antonomasia de Centroamérica. Sobresalió por su santidad de vida y su celo apostólico. Su nombre de pila era Agapito Margil Ros. Fue bautizado en la iglesia de los Santos Juanes de Valencia (España), sus padres se llamaban Juan Margil y Esperanza Ros. Vistió el hábito franciscano a los 18 años de edad en el convento de la Corona de Valencia, en el que hizo la profesión un año más tarde tomando el nombre de Antonio por el de Agapito que le habían puesto en el bautismo. Ordenado sacer­dote en 1682, residió en los conventos de Onda y Denia, de donde en marzo de 1683 pasó como misionero a las Indias Occidentales. Ya en América, se dedicó con todo el entusiasmo de su juventud y celo religioso a evangelizar a los indígenas, recorriendo a pie, varias veces, gran parte de las Américas central y septentrional, entre Luisiana y Panamá, y cosechando copiosos frutos. Querétaro fue el primer centro de su actividad y, antes de llegar, pasó por San Juan del Río, en donde fundó el 11 de agosto de 1683 el Beaterio (lugar de beatas) de las Hermanas de la Tercera Orden Regular de San Francisco de Asís (T.O.R.). Él fue quien impuso el hábito de la tercera orden regular francisca­na a las hermanas Beatriz, Josefa, Isabel y Ana María Flores; es así como se dio por iniciada la fundación del Beaterio de Nuestra Señora de los Dolores de Niñas Educandas, como casa de recogimiento para aquellas jovencitas que desearan vivir consagradas al servicio de Dios. Popularmente se le sigue conociendo como “El beaterio”, pero el 4 de mayo de 1973, la Santa Sede expidió un decreto por el cual se declaraba a este como Monasterio de Nuestra Señora de los Dolores, nomenclatura que conserva hasta hoy.

Se cuenta una hermosa leyenda sobre la fundación del beaterio y el florecimiento del bastón de fray Margil de Jesús, quien recibió como obsequio un nuevo báculo confeccionado por las monjas de este sitio, el cual le fue entregado cuando partía hacia México habiendo hecho una parada para pasar la noche en San Juan del Río, viniendo desde Querétaro. Al entregarle las hermanas este obsequio, el fraile clavó el que anteriormente portaba en el jardín donde le fue dado. Les dijo que lo dejaba allí porque segura­mente lo tomaría de vuelta ya que estaba muy acostumbrado a él. Las hermanas nunca lo removieron ni tocaron para no enfadar al fraile. Con el paso del tiempo y para sorpresa de todos, el báculo, que estaba hecho de un palo de limón, retoñó en el jardín. Desde entonces este limón fue considera­do con virtudes curativas. El cronista Rafael Ayala Echávarri lo conoció y describió así en su libro: “Había crecido en forma de báculo, como de unos dos metros y medio. Ya no existe en la huerta, fue arrancado por manos ajenas al convento y solo quedan pequeños trozos de tan estimable reliquia”…y, en efecto, siguen ahí esas reliquias, resguardadas por las religiosas.

Fray Margil, al llegar a Nueva España, pronto comenzó su fabulosa etapa misionera itinerante de más de diez años de duración, que, partiendo de México, le llevó a recorrer Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica. Más de 40 mil nativos recibieron de sus manos el bautismo. Fue un ejemplo vivo de virtudes, muy austero y penitente, devotísimo de la Pasión del Señor y de la Virgen María, cuya salutación del Ave María Purísima introdujo por dondequiera que pasaba, a la vez que establecía en todas las poblaciones las Estaciones del Vía Crucis. Hizo todas sus correrías apostólicas a pie descalzo y sin más avituallamiento que un Cristo, el breviario y los utensilios para celebrar la misa. Pasó meses enteros en medio de los bosques, rodeado de salvajes y alimentándose de frutas silvestres. Y como refieren sus biógrafos Ríos y Espinosa, para atraerse a los indios y conquistar sus almas para Dios, se servía de la música, para la que tenía aptitudes especiales, cantando él mismo y enseñando a los indígenas a cantar alabanzas a Dios, salmos y el Alabado, cuya letra y música había compuesto él previamente. Para 1711 inició otra etapa de expansión misionera en los territorios de Nayarit, Coahuila, Nuevo León y Texas. Fueron otros diez años de misionar sin cansancio, aunque el tiempo no había pasado en balde y Antonio Margil comenzó a experimentar sus consecuencias. En 1696 fue nombrado superior del colegio de Querétaro. En 1701 fundó el colegio de Cristo Crucificado de Guatemala; en 1706, cinco años después, el de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas; y once años más tarde, en 1717, las misiones de Dolores y Adaes. En todas esas fundaciones, así como en la del beaterio de San Juan del Río, demostró sus cualida­des de superior modelo y ejemplar. Fruto de sus correrías apostólicas, escribió un Diccionario de muchos dialectos indígenas. Fue notario apostólico, comisa­rio del Santo Oficio y prefecto de las misiones de Propaganda Fide en las Indias Occidentales.

Sus últimos años transcurrieron en los colegios de Querétaro y Zacatecas. Finalmente enfermó y, lleno de méritos, fue llevado a la Ciudad de México, donde coronó su medio siglo de apostolado con una muerte santa, acaecida el 6 de agos­to de 1726 en el convento de San Francisco. Su entierro revistió caracteres de gran solemnidad, siendo presidido por el propio virrey. Fue introducida su causa de beatificación el 19 de julio de 1769. El papa Gregorio XVI, el 31 de julio de 1836, aprobó las virtudes heroicas de este siervo de Dios, fray Antonio Margil de Jesús, cuyos restos reposan en La Purísima de la Ciudad de México.