/ domingo 27 de noviembre de 2022

Aquí Querétaro | Réquiem por Héctor

Hace apenas tres años, en esta misma columna, cuando le otorgaron la “Presea Cervantina”, escribía:

Fiel a sus ideas, trabajador incansable, amigo a muerte de sus amigos, leal con su entorno, Héctor Bonilla tiene, además, una cualidad difícil de encontrar en el mundo que vivimos: el de una solidaridad a toda prueba. En sus proyectos, o en los proyectos profesionales a los que le invitan, siempre va aparejado el apoyo a sus compañeros; es un hombre siempre presto a extender un mano al que lo necesita; un hombre que aprovechó su enorme popularidad para insistir, sin cansancio alguno, en hacer las cosas que merecían ser hechas. De lo anterior basten ejemplos como la telenovela, sui géneris para su tiempo, “La Gloria y el Infierno”, o la película “Rojo Amanecer”.

Este viernes la noticia me llegó de golpe, como un mazazo al corazón, pese a que todos sabíamos el final cerca. A mi mente llegaron muchas anécdotas, momentos imborrables en la memoria, y sobre todo, ese sabor interno que me dio, tanto tiempo, la ilusión de una carrera en la que él, Héctor, fue pieza fundamental.

El actor más importante de su generación, el compañero ideal de cualquier aventura, el hombre capaz de conciliar la televisión comercial con el mejor cine o la comedia musical con el teatro más vanguardista, el trabajador incansable, el deportista eterno, el ciudadano de ideas inquebrantables, el gran Héctor Bonilla, ha muerto, y ello me deja, sin remedio, sin que pueda soslayarlo y pese a que hace ya muchos años que no tenía contacto con él, un hueco enorme en el alma, porque pese a las distancias, su marca en una de las etapas más importantes de mi vida, lo dejó a vivir conmigo para siempre.

A mi memoria ha venido, otra vez, aquella mañana en la que, con su habitual solidaridad, me había invitado a participar en un “sketch” en Televisa, donde no sólo me dio la oportunidad, impensable para un muchacho aspirante a actor como yo lo era, de alternar con él (sólo él, yo, y Sofía, su esposa), sino me demostró su altura humana cuando le pidió a la delegada de la ANDA que exigiera un pago igual para mí. Y es que Héctor, el gran Héctor Bonilla, era uno de esos personajes que poco abundan en el mundo. De esos que siempre harán falta.

Y retomo la colaboración de hace tres años, cuando el reconocimiento en el marco del Festival Cervantino:

Lo observo en las imágenes de la entrega de la “Presea Cervantina”, en el teatro Cervantes de la capital guanajuatense, con un sombrero negro sobre la cabeza y su sonrisa característica en el rostro, y pienso que muchos deberíamos también otorgarle nuestro propio reconocimiento. Yo al menos, desde la distancia y el tiempo transcurrido, necesito decirle “gracias”. Gracias, sí, por lo tanto que significó en mi vida en aquellos años de ilusiones y esperanzas; por aquella solidaridad de extenderle la mano a un actor incipiente y llevarlo a “las grandes ligas”; por aquel enorme privilegio de compartir su espacio actoral; por aquel consejo, jamás seguido, de quemar las naves.

Cierro los ojos y lo recuerdo vestido de cura en “El diluvio que viene”, tendido en una cama de hospital en “¿Mi vida es mi vida?”, tratando de vestir a López Tarso en “El Vestidor”, pletórico de poder efímero en “La brevedad del poder”…

Hasta siempre entrañable Héctor. Gracias, gracias por tanto…

Hace apenas tres años, en esta misma columna, cuando le otorgaron la “Presea Cervantina”, escribía:

Fiel a sus ideas, trabajador incansable, amigo a muerte de sus amigos, leal con su entorno, Héctor Bonilla tiene, además, una cualidad difícil de encontrar en el mundo que vivimos: el de una solidaridad a toda prueba. En sus proyectos, o en los proyectos profesionales a los que le invitan, siempre va aparejado el apoyo a sus compañeros; es un hombre siempre presto a extender un mano al que lo necesita; un hombre que aprovechó su enorme popularidad para insistir, sin cansancio alguno, en hacer las cosas que merecían ser hechas. De lo anterior basten ejemplos como la telenovela, sui géneris para su tiempo, “La Gloria y el Infierno”, o la película “Rojo Amanecer”.

Este viernes la noticia me llegó de golpe, como un mazazo al corazón, pese a que todos sabíamos el final cerca. A mi mente llegaron muchas anécdotas, momentos imborrables en la memoria, y sobre todo, ese sabor interno que me dio, tanto tiempo, la ilusión de una carrera en la que él, Héctor, fue pieza fundamental.

El actor más importante de su generación, el compañero ideal de cualquier aventura, el hombre capaz de conciliar la televisión comercial con el mejor cine o la comedia musical con el teatro más vanguardista, el trabajador incansable, el deportista eterno, el ciudadano de ideas inquebrantables, el gran Héctor Bonilla, ha muerto, y ello me deja, sin remedio, sin que pueda soslayarlo y pese a que hace ya muchos años que no tenía contacto con él, un hueco enorme en el alma, porque pese a las distancias, su marca en una de las etapas más importantes de mi vida, lo dejó a vivir conmigo para siempre.

A mi memoria ha venido, otra vez, aquella mañana en la que, con su habitual solidaridad, me había invitado a participar en un “sketch” en Televisa, donde no sólo me dio la oportunidad, impensable para un muchacho aspirante a actor como yo lo era, de alternar con él (sólo él, yo, y Sofía, su esposa), sino me demostró su altura humana cuando le pidió a la delegada de la ANDA que exigiera un pago igual para mí. Y es que Héctor, el gran Héctor Bonilla, era uno de esos personajes que poco abundan en el mundo. De esos que siempre harán falta.

Y retomo la colaboración de hace tres años, cuando el reconocimiento en el marco del Festival Cervantino:

Lo observo en las imágenes de la entrega de la “Presea Cervantina”, en el teatro Cervantes de la capital guanajuatense, con un sombrero negro sobre la cabeza y su sonrisa característica en el rostro, y pienso que muchos deberíamos también otorgarle nuestro propio reconocimiento. Yo al menos, desde la distancia y el tiempo transcurrido, necesito decirle “gracias”. Gracias, sí, por lo tanto que significó en mi vida en aquellos años de ilusiones y esperanzas; por aquella solidaridad de extenderle la mano a un actor incipiente y llevarlo a “las grandes ligas”; por aquel enorme privilegio de compartir su espacio actoral; por aquel consejo, jamás seguido, de quemar las naves.

Cierro los ojos y lo recuerdo vestido de cura en “El diluvio que viene”, tendido en una cama de hospital en “¿Mi vida es mi vida?”, tratando de vestir a López Tarso en “El Vestidor”, pletórico de poder efímero en “La brevedad del poder”…

Hasta siempre entrañable Héctor. Gracias, gracias por tanto…