/ domingo 5 de mayo de 2024

Aquí Querétaro | Los lagos de Covadonga

El pasado 14 de abril regresé, luego de más de cuarenta años, a los lagos de Covadonga. Había regresado varias veces, desde aquella primera ocasión en 1980, a visitar a la “Santina”, la imagen que es, más que una figura religiosa, un estandarte de Asturias y de la inmigración toda, pero no había vuelto a subir, por esa empinada y serpenteante carretera, hasta aquellos reductos de paz que son, en los Picos de Europa, los lagos Enol y Ercina.

Esta vez lo hice de la mano de Santi, el taxista del pueblo de Vis que da servicio de transporte a buena parte de los vecinos de la zona circundante a Cangas de Onís. Y fue una buena experiencia, porque Santi, además de ser un experto conductor en terrenos difíciles, es también un buen guía de turistas. Así que, con él, mi familia y yo pudimos descubrir la “casa de la bruja”, a la distancia una cueva de queso “Gamonéu”, el monte que con un poco de imaginación se transforma en la figura de un elefante, y los nombres de aquellos paramédicos vascos que murieron al estrellarse su helicóptero en el monte rocoso, cuando se marchaban decepcionados de no encontrar a un niño perdido entre la niebla, quien, por cierto, nunca más apareció.

Supimos también, claro está, de la imagen de la “Santina” que duerme en el fondo de las aguas y que es sacada cada ocho de septiembre, y la supuesta aparición de una especie de monstruo, en forma de culebra gigante, que alguien ha visto hacerse presente por la superficie.

El lago Enol nos recibió con sus profundas aguas tranquilas y azules y estuve sentado en casi las mismas piedras que un día utilizó el Papa Juan Pablo II para reflexionar, para orar, al amparo de aquella tranquilidad que nos acerca con la esencia de la vida, en el silencio de la montaña, en la serenidad de unas pequeñas olas que van y vienen con parsimoniosa insistencia.

La paz, el silencio envolvente, el sonido del agua llegando a la orilla aún sin mancillar por el ser humano, los pequeños y muchos montículos de tierra fabricados por los topos, la idea de que aquí se está más cerca del cielo. Ah, y un sapo hembra que llegó nadando hasta la orilla para refugiarse entre las rocas con un largo cordón arrastrando, y que pronto descubrí era una membrana adornada de negros huevecillos. La vida pues. Esa vida que no termina, que renace, que sigue pese a nosotros mismos.

A la orilla del lago Enol parece que, de pronto, nos damos cuenta de lo verdaderamente importante de la vida. Aquel silencio, aquella paz, nos obliga a mirar, a pesar del impresionante paisaje o acaso por él, hacia adentro de nosotros mismos.

Más adelante, el lago Ercina, acaso más pequeño pero con unas vistas espectaculares, es más visitado, mucho menos solitario. Un aparcamiento, un restaurante con terraza y un mirador, hacen necesariamente de aquel espacio un lugar para que la soledad sea menos y los silencios un tanto más escasos. Aún así, el contacto con la magnánima naturaleza es un privilegio.

Regresé pues, tras más de cuarenta años de ausencia, a los lagos de Covadonga. Vinieron a visitarme los gratos fantasmas del pasado, respiré el reparador aire puro de las montañas y pensé en ese niño que, en una excursión escolar, desapareció para siempre entre los recovecos de ese paisaje inolvidable. Me pareció, sentado en esas piedras junto al Enol, que en mi interior había también vuelto de una larga pausa ese joven que un día, más de cuatro décadas atrás, miró el mismo espectáculo natural con la ilusión de una inopinada vida por delante.


El pasado 14 de abril regresé, luego de más de cuarenta años, a los lagos de Covadonga. Había regresado varias veces, desde aquella primera ocasión en 1980, a visitar a la “Santina”, la imagen que es, más que una figura religiosa, un estandarte de Asturias y de la inmigración toda, pero no había vuelto a subir, por esa empinada y serpenteante carretera, hasta aquellos reductos de paz que son, en los Picos de Europa, los lagos Enol y Ercina.

Esta vez lo hice de la mano de Santi, el taxista del pueblo de Vis que da servicio de transporte a buena parte de los vecinos de la zona circundante a Cangas de Onís. Y fue una buena experiencia, porque Santi, además de ser un experto conductor en terrenos difíciles, es también un buen guía de turistas. Así que, con él, mi familia y yo pudimos descubrir la “casa de la bruja”, a la distancia una cueva de queso “Gamonéu”, el monte que con un poco de imaginación se transforma en la figura de un elefante, y los nombres de aquellos paramédicos vascos que murieron al estrellarse su helicóptero en el monte rocoso, cuando se marchaban decepcionados de no encontrar a un niño perdido entre la niebla, quien, por cierto, nunca más apareció.

Supimos también, claro está, de la imagen de la “Santina” que duerme en el fondo de las aguas y que es sacada cada ocho de septiembre, y la supuesta aparición de una especie de monstruo, en forma de culebra gigante, que alguien ha visto hacerse presente por la superficie.

El lago Enol nos recibió con sus profundas aguas tranquilas y azules y estuve sentado en casi las mismas piedras que un día utilizó el Papa Juan Pablo II para reflexionar, para orar, al amparo de aquella tranquilidad que nos acerca con la esencia de la vida, en el silencio de la montaña, en la serenidad de unas pequeñas olas que van y vienen con parsimoniosa insistencia.

La paz, el silencio envolvente, el sonido del agua llegando a la orilla aún sin mancillar por el ser humano, los pequeños y muchos montículos de tierra fabricados por los topos, la idea de que aquí se está más cerca del cielo. Ah, y un sapo hembra que llegó nadando hasta la orilla para refugiarse entre las rocas con un largo cordón arrastrando, y que pronto descubrí era una membrana adornada de negros huevecillos. La vida pues. Esa vida que no termina, que renace, que sigue pese a nosotros mismos.

A la orilla del lago Enol parece que, de pronto, nos damos cuenta de lo verdaderamente importante de la vida. Aquel silencio, aquella paz, nos obliga a mirar, a pesar del impresionante paisaje o acaso por él, hacia adentro de nosotros mismos.

Más adelante, el lago Ercina, acaso más pequeño pero con unas vistas espectaculares, es más visitado, mucho menos solitario. Un aparcamiento, un restaurante con terraza y un mirador, hacen necesariamente de aquel espacio un lugar para que la soledad sea menos y los silencios un tanto más escasos. Aún así, el contacto con la magnánima naturaleza es un privilegio.

Regresé pues, tras más de cuarenta años de ausencia, a los lagos de Covadonga. Vinieron a visitarme los gratos fantasmas del pasado, respiré el reparador aire puro de las montañas y pensé en ese niño que, en una excursión escolar, desapareció para siempre entre los recovecos de ese paisaje inolvidable. Me pareció, sentado en esas piedras junto al Enol, que en mi interior había también vuelto de una larga pausa ese joven que un día, más de cuatro décadas atrás, miró el mismo espectáculo natural con la ilusión de una inopinada vida por delante.