/ viernes 22 de julio de 2022

Contraluz | José Mojica


Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue un escritor, dramaturgo, poeta, filósofo y ensayista británico que en un vértice de su vida se convirtió al catolicismo, minoría en su país, y que supo prodigar mediante su obra literaria y filosófica, y su vida misma, alegría, sentido del humor, civilidad, inteligencia, gracia y buen talante.

A nosotros, lectores en español, nos han llegado reflejos de su obra gracias principalmente a la admiración que le tenía Jorge Luis Borges quien lo citaba con no poca frecuencia.

Dentro de su magna obra, muchas de sus frases o aforismos son célebres por su contenido frecuentemente paradójico, y por su aparente simplicidad.

Sostenía, entre otros ejemplos, que “Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa”. “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen”. “Si no existiera Dios, no habría ateos”. “Las falacias no dejan de ser falacias porque se pongan de moda”. “Deja que tu religión sea menos teoría y más una historia de amor”. “Bebed porque sois felices pero nunca porque seáis desgraciados”. “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza”. “Hasta donde hemos perdido la creencia hemos perdido la razón”. “Puedo creer lo imposible pero no lo improbable”.

Pensaba en G. K. Chesterton y en sus enormes lecciones de vida al releer la vida de José Mojica –“Yo Pecador” Editorial Jus 1957-, enorme y exitoso tenor mexicano de principios del siglo pasado, quien en un largo tramo de su vida en el que sentía que crecía en él un enorme vacío existencial y una larga tristeza, decidió cambiar radicalmente, vender todas sus propiedades, repartir su fortuna y hacerse monje franciscano en un convento del Perú donde fue aceptado y ordenado sacerdote en 1947.

Sus personajes favoritos de la juventud, militares, artistas, escritores, políticos, habían cedido su lugar a religiosos como Junípero Serra, Margil de Jesús y Francisco Solano -tenaz misionero en tierras peruanas- en un largo tránsito de vida.

José Mojica nació en San Gabriel, Jalisco –de donde también son oriundos Juan Rulfo y Juan José Arreola- en 1896. No conoció a su padre y su madre y él huyeron después de un padrastro que sin ser precisamente un malvado, se tornaba peligrosamente violento y golpeador cuando bebía alcohol, lo cual era muy frecuente. Tuvo un hermanito menor quien falleció cuando les dio viruela a los dos. Con su madre se fue entonces a la Ciudad de México en donde no sin pasar apuros estudió y salió adelante en la educación elemental. Entró después a la Escuela Nacional de Agricultura a la par que estudiaba pintura. Eran los tiempos del triunfo de la revolución maderista, de la moda del “credo espírita” –Madero era espiritista-; de las “tenidas blancas”, del positivismo pleno, de los “científicos”… Y también de polvaredas nuevas, de traiciones, -“va a haber otra revolución; hay muchos rumores”, le dice su madre-.

Y después, ya en 1913, el avance armado de caballería e infantería, encabezado por Félix Díaz y Bernardo Reyes, rumbo al zócalo, mientras la azotea de Palacio Nacional se erizaba de fusiles. El tiroteo no duró más de media hora. La milicia atacante se dispersó mientras “el cadáver de don Bernardo Reyes estaba en una esquina, junto a unos caballos. Allí lo habían colocado provisionalmente”. Después, el asesinato de Madero y Pino Suárez, la ascensión y caída del traidor Huerta y el tiempo nuevo con Carranza, Zapata, Villa y Obregón.

Para entonces la Escuela Nacional de Agricultura, donde estudiaba, se había militarizado y al final, las clases fueron suspendidas por tiempo indefinido.

Por invitación de un compañero el joven José Mojica empezó a ir al Teatro Arbeu que tenía una compañía de ópera conocida como Impulsora dirigida por el maestro José Pierson, quien con el tiempo fue el formador de voces como la de Juan Arvizu, Jorge Negrete y Pedro Vargas. Ahí escuchó y gustó de las primeras óperas que conoció.

Ante la presión materna, entró al Conservatorio de Música “para estudiar piano como adorno y diversión”, y a la Academia de San Carlos para estudiar lo que sí creía su vocación: la pintura. Además estudiaba italiano, francés y mímica –el cine mudo estaba de moda-. Sus clases de arte las entreveraba con idas al Teatro Arbeu y al Teatro Ideal en el que se había formado, en plena Revolución, otra compañía de ópera.

En ese inter fue invitado por la nueva compañía junto con varios compañeros a hacer pruebas vocales pues necesitaban formar el coro.

Sin proponérselo había ya tenido algunas pequeñas clases de canto con su maestra de francés, Madama Therese Bernard Facio a quien encantaba la ópera y lo alentaba a educar su voz.

Su debut como cantante fue a los 18 años en una fiesta de la Academia de San Carlos donde tuvo dos intervenciones que sus compañeros le aplaudieron sorprendidos.

Después llegó su gran maestro quien se ofreció a darle clases, se trataba del reconocido Alejandro Cuevas –algunos autores señalan equivocadamente a José Pierson-, licenciado, escritor, poeta y músico quien le prodigó los más sabios consejos no sólo en técnica vocal y música, sino también para afrontar la vida y sus retos: constancia, disciplina, ética, integridad, según narra Mojica en su autobiografía “Yo pecador”.

Mientras, continuaba en el coro del Teatro Ideal devengando sus primeras monedas, realizaba giras por la provincia viajando en el carro de carga del tren pues había qué cuidar los instrumentos de la orquesta.

Poco después la compañía Impulsora de Ópera nacida en el Teatro Ideal entró en crisis pues varios de sus integrantes habían marchado a Estados Unidos en busca de mejores horizontes, aquí persistía la incertidumbre generada por la Revolución. Entonces el maestro Pierson abrió sus puertas del Arbeu a elementos que habían formado parte del Teatro Ideal y fue así como José Mojica logró llegar a ser, a los 20 años, primer tenor.

Pierson y Cuevas que se conocían bien sabían de las cualidades de Mojica por lo que el segundo puso en sus manos una partitura de El Barbero de Sevilla de Rossini y le dijo “Con esta ópera debutará usted como primer tenor”. En poco más de dos meses el nuevo tenor tenía lista la partitura con ayuda de otros compañeros

Debutó a los 20 años y el público rubricó su actuación con ovación unánime. El cartel naranja con letras negras había anunciado: “Teatro Arbeu Jueves 5 de octubre de 1916 presentación del tenor José Mojica en El Barbero de Sevilla, con Carmen García Cornejo, Ángel Esquivel, Luis Saldaña y Alejandro Panciera”.

Vinieron después las óperas Manon, Fausto, Dinorah y La Bohemia y con el éxito emergió su ilusión de ir como lo habían hecho otros cantantes mexicanos a Estados Unidos a probar fortuna, mientras la Academia de Alejandro Cuevas crecía y a la que asistían en ocasiones los también muy jóvenes Juanito Arvizu, Pedro Vargas y Alfonso Ortiz Tirado.

A Nueva York se fue con su ex maestro y pianista Julio Bartman con quien sus ilusiones cayeron al abismo. Las plazas estaban llenas en las principales compañías de ópera, incluido el Metropolitan Ópera House donde ni siquiera intentaron entrar. Sólo fueron a ver en una ocasión a Enrico Caruso quien los deslumbró en un monumental Rigloletto.

Luego con Ángel Esquivel, Carmen García Cornejo y Joaquina de la Portilla de Grever –María Grever- intentaron hacer un cuarteto de grandes voces, pero en ningún lugar fueron aceptados. Quisieron gravar con la Víctor y luego con Edison, pero tampoco ahí fueron admitidos luego de pruebas elementales.

Mojica se contrató entonces como lavaplatos del restaurante de un hotel y ahí estuvo laborando dos meses antes de que la esposa del dueño lo escuchara y lo ascendiera a mesero.

Luego retornó tras firmar con una gran compañía que haría una temporada en México.

Ya acá continuó participando con llamados que dependían más del estado de ánimo de directores y promotores.

Fue aquí cuando conoció en 1919 a Enrico Caruso quien venía a realizar una temporada en el Esperanza Iris y una gran presentación en la plaza del Toreo de la Condesa.


(Continuará)



Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) fue un escritor, dramaturgo, poeta, filósofo y ensayista británico que en un vértice de su vida se convirtió al catolicismo, minoría en su país, y que supo prodigar mediante su obra literaria y filosófica, y su vida misma, alegría, sentido del humor, civilidad, inteligencia, gracia y buen talante.

A nosotros, lectores en español, nos han llegado reflejos de su obra gracias principalmente a la admiración que le tenía Jorge Luis Borges quien lo citaba con no poca frecuencia.

Dentro de su magna obra, muchas de sus frases o aforismos son célebres por su contenido frecuentemente paradójico, y por su aparente simplicidad.

Sostenía, entre otros ejemplos, que “Cuando se deja de creer en Dios enseguida se cree en cualquier cosa”. “Quienes hablan contra la familia no saben lo que hacen porque no saben lo que deshacen”. “Si no existiera Dios, no habría ateos”. “Las falacias no dejan de ser falacias porque se pongan de moda”. “Deja que tu religión sea menos teoría y más una historia de amor”. “Bebed porque sois felices pero nunca porque seáis desgraciados”. “La iglesia nos pide que al entrar en ella nos quitemos el sombrero, no la cabeza”. “Hasta donde hemos perdido la creencia hemos perdido la razón”. “Puedo creer lo imposible pero no lo improbable”.

Pensaba en G. K. Chesterton y en sus enormes lecciones de vida al releer la vida de José Mojica –“Yo Pecador” Editorial Jus 1957-, enorme y exitoso tenor mexicano de principios del siglo pasado, quien en un largo tramo de su vida en el que sentía que crecía en él un enorme vacío existencial y una larga tristeza, decidió cambiar radicalmente, vender todas sus propiedades, repartir su fortuna y hacerse monje franciscano en un convento del Perú donde fue aceptado y ordenado sacerdote en 1947.

Sus personajes favoritos de la juventud, militares, artistas, escritores, políticos, habían cedido su lugar a religiosos como Junípero Serra, Margil de Jesús y Francisco Solano -tenaz misionero en tierras peruanas- en un largo tránsito de vida.

José Mojica nació en San Gabriel, Jalisco –de donde también son oriundos Juan Rulfo y Juan José Arreola- en 1896. No conoció a su padre y su madre y él huyeron después de un padrastro que sin ser precisamente un malvado, se tornaba peligrosamente violento y golpeador cuando bebía alcohol, lo cual era muy frecuente. Tuvo un hermanito menor quien falleció cuando les dio viruela a los dos. Con su madre se fue entonces a la Ciudad de México en donde no sin pasar apuros estudió y salió adelante en la educación elemental. Entró después a la Escuela Nacional de Agricultura a la par que estudiaba pintura. Eran los tiempos del triunfo de la revolución maderista, de la moda del “credo espírita” –Madero era espiritista-; de las “tenidas blancas”, del positivismo pleno, de los “científicos”… Y también de polvaredas nuevas, de traiciones, -“va a haber otra revolución; hay muchos rumores”, le dice su madre-.

Y después, ya en 1913, el avance armado de caballería e infantería, encabezado por Félix Díaz y Bernardo Reyes, rumbo al zócalo, mientras la azotea de Palacio Nacional se erizaba de fusiles. El tiroteo no duró más de media hora. La milicia atacante se dispersó mientras “el cadáver de don Bernardo Reyes estaba en una esquina, junto a unos caballos. Allí lo habían colocado provisionalmente”. Después, el asesinato de Madero y Pino Suárez, la ascensión y caída del traidor Huerta y el tiempo nuevo con Carranza, Zapata, Villa y Obregón.

Para entonces la Escuela Nacional de Agricultura, donde estudiaba, se había militarizado y al final, las clases fueron suspendidas por tiempo indefinido.

Por invitación de un compañero el joven José Mojica empezó a ir al Teatro Arbeu que tenía una compañía de ópera conocida como Impulsora dirigida por el maestro José Pierson, quien con el tiempo fue el formador de voces como la de Juan Arvizu, Jorge Negrete y Pedro Vargas. Ahí escuchó y gustó de las primeras óperas que conoció.

Ante la presión materna, entró al Conservatorio de Música “para estudiar piano como adorno y diversión”, y a la Academia de San Carlos para estudiar lo que sí creía su vocación: la pintura. Además estudiaba italiano, francés y mímica –el cine mudo estaba de moda-. Sus clases de arte las entreveraba con idas al Teatro Arbeu y al Teatro Ideal en el que se había formado, en plena Revolución, otra compañía de ópera.

En ese inter fue invitado por la nueva compañía junto con varios compañeros a hacer pruebas vocales pues necesitaban formar el coro.

Sin proponérselo había ya tenido algunas pequeñas clases de canto con su maestra de francés, Madama Therese Bernard Facio a quien encantaba la ópera y lo alentaba a educar su voz.

Su debut como cantante fue a los 18 años en una fiesta de la Academia de San Carlos donde tuvo dos intervenciones que sus compañeros le aplaudieron sorprendidos.

Después llegó su gran maestro quien se ofreció a darle clases, se trataba del reconocido Alejandro Cuevas –algunos autores señalan equivocadamente a José Pierson-, licenciado, escritor, poeta y músico quien le prodigó los más sabios consejos no sólo en técnica vocal y música, sino también para afrontar la vida y sus retos: constancia, disciplina, ética, integridad, según narra Mojica en su autobiografía “Yo pecador”.

Mientras, continuaba en el coro del Teatro Ideal devengando sus primeras monedas, realizaba giras por la provincia viajando en el carro de carga del tren pues había qué cuidar los instrumentos de la orquesta.

Poco después la compañía Impulsora de Ópera nacida en el Teatro Ideal entró en crisis pues varios de sus integrantes habían marchado a Estados Unidos en busca de mejores horizontes, aquí persistía la incertidumbre generada por la Revolución. Entonces el maestro Pierson abrió sus puertas del Arbeu a elementos que habían formado parte del Teatro Ideal y fue así como José Mojica logró llegar a ser, a los 20 años, primer tenor.

Pierson y Cuevas que se conocían bien sabían de las cualidades de Mojica por lo que el segundo puso en sus manos una partitura de El Barbero de Sevilla de Rossini y le dijo “Con esta ópera debutará usted como primer tenor”. En poco más de dos meses el nuevo tenor tenía lista la partitura con ayuda de otros compañeros

Debutó a los 20 años y el público rubricó su actuación con ovación unánime. El cartel naranja con letras negras había anunciado: “Teatro Arbeu Jueves 5 de octubre de 1916 presentación del tenor José Mojica en El Barbero de Sevilla, con Carmen García Cornejo, Ángel Esquivel, Luis Saldaña y Alejandro Panciera”.

Vinieron después las óperas Manon, Fausto, Dinorah y La Bohemia y con el éxito emergió su ilusión de ir como lo habían hecho otros cantantes mexicanos a Estados Unidos a probar fortuna, mientras la Academia de Alejandro Cuevas crecía y a la que asistían en ocasiones los también muy jóvenes Juanito Arvizu, Pedro Vargas y Alfonso Ortiz Tirado.

A Nueva York se fue con su ex maestro y pianista Julio Bartman con quien sus ilusiones cayeron al abismo. Las plazas estaban llenas en las principales compañías de ópera, incluido el Metropolitan Ópera House donde ni siquiera intentaron entrar. Sólo fueron a ver en una ocasión a Enrico Caruso quien los deslumbró en un monumental Rigloletto.

Luego con Ángel Esquivel, Carmen García Cornejo y Joaquina de la Portilla de Grever –María Grever- intentaron hacer un cuarteto de grandes voces, pero en ningún lugar fueron aceptados. Quisieron gravar con la Víctor y luego con Edison, pero tampoco ahí fueron admitidos luego de pruebas elementales.

Mojica se contrató entonces como lavaplatos del restaurante de un hotel y ahí estuvo laborando dos meses antes de que la esposa del dueño lo escuchara y lo ascendiera a mesero.

Luego retornó tras firmar con una gran compañía que haría una temporada en México.

Ya acá continuó participando con llamados que dependían más del estado de ánimo de directores y promotores.

Fue aquí cuando conoció en 1919 a Enrico Caruso quien venía a realizar una temporada en el Esperanza Iris y una gran presentación en la plaza del Toreo de la Condesa.


(Continuará)